Espadas contra la Magia (27 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas contra la Magia
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—Será mejor que los encuentres —dijo Hasjarl torvamente—, o la dulzura de mi recompensa estará empañada por los dolores de mi desagrado. —Entonces se dirigió a Fafhrd—: ¡Muy bien, traidor! Ahora jugaré contigo al juego de muñeca... Sí, y a otros cien, hasta que te canses de la diversión.

Fafhrd respondió en voz alta y clara a través de su máscara roja.

—No soy un traidor, Hasjarl. Sólo estaba cansado de tus contorsiones y tu manía de torturar muchachas.

Los brujos emitieron un grito sibilante. Volviéndose, Hasjarl vio que uno de ellos había logrado dar claridad al bulto del suelo, por lo que ahora se veía perfectamente que se trataba de un hombre tendido, cubierto de ropas hasta la cabeza.

—¡Más cerca! —gritó Hasjarl, en tono excitado pero no amenazante.

Y quizá porque no se sentían asustados ni amenazados, cada mago hizo su trabajo a la perfección, y apareció en la pantalla el rostro verde pálido de Gwaay, tan ancho como una carreta de bueyes, bien visibles las pústulas enormes, las costras y las erupciones fungoides, aunque no con sus colores naturales, los ojos como grandes toneles rebosantes de líquido, la boca como una ciénaga temblorosa, mientras que cada gota que caía de la punta de la nariz parecía un cubo de agua.

Hasjarl dijo en voz apagada, como un hombre que se sofoca al tomar una bebida fuerte:

— ¡Ah, el corazón se me va a romper de gozo!

La pantalla se apagó, la habitación quedó en silencio y entonces se deslizó en ella, planeando sin ruido a través de la arcada, una pequeña forma grisácea, la cual se alzó como impulsada por unas alas inmóviles, semejante a un halcón en busca de su presa, muy por encima de las espadas que intentaban darle alcance. Finalmente, trazando una suave curva silenciosa, se abalanzó contra Hasjarl y, zafándose de sus manos que trataron de cogerla demasiado tarde, le golpeó en el pecho y cayó al suelo, a sus pies.

No era más que un rollo de pergamino en cuyos ángulos se veían líneas de escritura. Hasjarl lo recogió. El pergamino crujió mientras lo desenrollaba. Entonces lo leyó en voz alta:

«Querido hermano. Reunámonos de inmediato en el Salón Espectral para tratar de la sucesión. Trae a tus veinticuatro brujos. Yo llevaré uno solo. Trae a tu campeón. Yo llevaré al mío. Trae a tus sicarios y guardias. Ven... a mí me llevarán. O quizá prefieras pasarte la noche torturando muchachas. Firmado (por orden) Gwaay.»

Hasjarl arrugó el pergamino y, mirando el puño que lo sostenía, exclamó con voz entrecortada:

—¡Iremos! Pretende beneficiarse de mi piedad fraternal... o quizá quiere tendernos una trampa, ¡pero no me engañará con sus trucos!

Fafhrd intervino entonces audazmente.

—Quizá puedas vencer a tu hermano moribundo, oh, Hasjarl, pero ¿qué me dices de su campeón? Ese paladín es más listo que Zobold, más fiero en el combate que un elefante separado de su rebaño... Un hombre así puede abrirse paso entre tus guardias con tanta facilidad como yo vencí a cinco de ellos en la fortaleza, y abalanzarse contra ti. ¡Vas a necesitarme!

Hasjarl permaneció pensativo durante un breve instante y luego, volviéndose hacia Fafhrd, dijo:

—No soy orgulloso y puedo aceptar consejos incluso de un perro muerto. Traedle con nosotros. Que siga atado, pero traed sus armas.

A lo largo de un túnel ancho y bajo que ascendía lentamente y estaba iluminado por antorchas fijadas en la pared, cuyas llamas azules no eran más brillantes que las del gas de las marismas, y tan distantes unas de otras como faros costeros, el Ratonero, caminando a grandes zancadas pero con mucha cautela, iba al frente de un corto y extraño cortejo.

Llevaba un manto negro con una capucha blanca puntiaguda que le ocultaba totalmente el rostro. De su cinto, oculto bajo el manto, pendían la espada y la daga, y también un pellejo de rojo vino de setas, pero sujetaba una delgada varita con una estrella de plata en un extremo, para recordar que ahora su papel principal era el de Brujo Extraordinario de Gwaay.

Tras el trotaban cuatro de los esclavos, de grandes piernas y cabeza diminuta, que casi parecía un oscuro cono ambulante, sobre todo cuando les silueteaban las antorchas ante las que pasaban. Iban en dos parejas y llevaban entre ellos una litera de madera tallada, en la que descansaba, cubierto por pieles y sedas ricamente recamadas, el cuerpo hediondo y postrado del joven Señor de los Niveles Inferiores.

Inmediatamente después de la litera seguía un personaje que parecía una versión algo reducida del Ratonero. Era Ivivis, disfrazada como su acólito, la cual se tapaba el rostro con un pliegue de su capucha, y a menudo se llevaba un pañuelo a la nariz y aspiraba los vapores de alcanfor y amoníaco en los que estaba empapado. Bajo el brazo llevaba dos bolsas de lana, en una de las cuales había un gong plateado y en la otra una delgada máscara de madera.

Los grandes pies callosos de los esclavos que movían los ventiladores producían un rumor sordo, sobre el que a intervalos regulares se imponía el gorgoteo de Gwaay. Aparte de estos sonidos, el silencio era total.

Los muros y el techo bajo estaban llenos de pinturas, de color ocre en su mayor parte, las cuales representaban demonios, bestias extrañas, muchachas con alas de murciélago y otras bellezas infernales. Las imágenes aparecían y se desvanecían lentamente, como una pesadilla, en el radio de acción de la antorcha, pero no eran terribles. En conjunto, aquél era uno de los recorridos más agradables que recordaba el Ratonero, semejante a un viaje que hiciera en otro tiempo, por los tejados de Lankhmar, a la luz de la luna, para colgar una guirnalda de flores marchitas en una estatua olvidada del dios de los Ladrones en lo alto de una torre y ofrecerle una pequeña llama azulada de alcohol.

— ¡Atacad! —musitó jovialmente, sin dirigirse a nadie salvo a sí mismo—. ¡Adelante, mi falange de grandes pies! ¡Adelante mi carro de guerra generador de terror! ¡Adelante mi delicada retaguardia! ¡Adelante mi hueste!

Brilla, Kewissa y Friska estaban sentados como ratones silenciosos en el Salón Espectral, junto a la fuente seca, cerca de la puerta abierta de la cámara que era su escondrijo asignado. Las muchachas susurraban, las cabezas juntas, pero el ruido que hacían era insignificante, como el que harían unos ratones, e incluso los suspiros que Brilla emitía de vez en cuando eran silenciosos.

Más allá de la fuente estaba la gran puerta entreabierta, a través de la cual llegaba la única iluminación y por la que Fafhrd les había hecho entrar antes de proseguir su búsqueda. El voluminoso cuerpo de Brilla había desgarrado, al pasar, parte de las telarañas extendidas entre las jambas de la puerta.

Tomando aquella puerta y la que daba a su escondrijo como dos ángulos opuestos, en los otros dos ángulos había sendas arcadas, una ancha y la otra estrecha, cada una de las cuales daba acceso a una gran extensión de suelo pétreo, que se elevaba, con tres escalones, por encima de la extensión de suelo aún mayor alrededor de la fuente seca. A lo largo de la pared había muchas puertas pequeñas, todas ellas cerradas, que sin duda conducían a dormitorios. Sobre todo ello colgaban las grandes losas negras, unidas con argamasa descolorida, del techo bajo y abovedado. Eso era lo que podían distinguir sin esfuerzo sus ojos, acostumbrados como estaban a la oscuridad.

Brilla, quien sabía que aquel lugar había albergado en otro tiempo un harén, pensaba melancólicamente que ahora había vuelto a convertirse en una especie de harén en miniatura, con eunuco —él mismo— y la muchacha embarazada —Kewissa—, que cuchicheaba con la inquieta y vivaz Friska, preocupada por la seguridad de su amante, el gigantesco bárbaro. ¡Ah, como en los viejos tiempos! El eunuco sentía deseos de barrer un poco y buscar unas colgaduras, aunque estuvieran rotas y sucias, pero Friska había dicho que no debían dejar huellas de su presencia.

Se oyó un débil sonido a través de la gran puerta. Las muchachas dejaron de hablar. Brilla abandonó sus suspiros y meditaciones y todos aguzaron el oído. Entonces percibieron más ruidos —pisadas y el golpeteo de una espada envainada contra la pared de un túnel— y los tres se incorporaron en silencio y regresaron con sigilo a su escondrijo, cerraron la puerta tras ellos y el Salón Espectral quedó por unos instantes vacío, una vez más dominio exclusivo de sus espectros.

Un guardia con yelmo y la cota de mallas que usaban los hombres de Hasjarl apareció en la abertura de la gran puerta principal y miró a su alrededor, el corto arco tenso y la flecha preparada para dispararla de inmediato. Entonces hizo un gesto con el hombro y entró en la cámara, seguido por otros tres guardias y cuatro esclavos, que sostenían en los brazos alzados sendas antorchas de llama amarillenta, las cuales arrojaban las sombras monstruosas de los guardias en el suelo polvoriento y las sombras de sus cabezas contra la pared curvada del fondo, mientras examinaban su entorno buscando signos de una trampa o emboscada.

Unos murciélagos emprendieron el vuelo y huyeron de la luz a través de las arcadas.

Entonces el primer guardia lanzó un silbido hacia el corredor, a sus espaldas, agitó un brazo y entraron dos grupos de esclavos, que empezaron a empujar los lados de la gran puerta; ésta crujió sobre sus goznes hasta que se abrió... Uno de los esclavos saltó convulsamente cuando una araña cayó sobre él desde las telarañas arrasadas, o le pareció que era una araña.

Llegaron más guardias, cada uno con un esclavo portador de una antorcha, y fueron de un lado a otro, llamando a media voz, comprobando si todas las puertas estaban cerradas y escudriñando con suspicacia los espacios negros más allá de las arcadas ancha y estrecha, pero todos regresaron rápidamente para formar un semicírculo protector alrededor de la gran puerta y rodeando el centro de la Sala Espectral.

Hasjarl penetró en aquel espacio protegido, rodeado de sus sacarlos y seguido por sus dos docenas de brujos, en apretadas lilas. Le acompañaba Fafhrd, todavía con los brazos atados y la cabeza cubierta por la bolsa roja agujereada, amenazado por las =aspadas desenvainadas de los guardias. Llegaron también más ;antorchas, de modo que la Sala Espectral quedó intensamente iluminada alrededor de la gran puerta, aunque el resto estaba sumido en una mezcla de resplandor y profunda oscuridad.

Como Hasjarl no decía nada, todos los demás guardaban un silencio absoluto. El Señor de los Niveles Superiores no estaba totalmente en silencio: tosía sin cesar, con una tos seca, y escupía flemas en un pañuelo finamente bordado. Tras cada pequeña convulsión miraba suspicazmente a su alrededor, cerrando uno pie sus párpados horadados para recalcar su cautela.

Se oyó el ligero rumor de algo que se escabullía y uno de los guardias exclamó:

— ¡Una rata!

Otro disparó una flecha hacia las sombras alrededor de la fuente, pero sólo raspó la piedra, y Hasjarl preguntó en tono agrio por qué habían olvidado sus hurones... y sus grandes sabuesos y sus búhos, para protegerle contra los murciélagos de colmillos venenosos que Gwaay podría lanzar contra él... y juró desollar la mano derecha de quienes no habían tomado suficientes precauciones.

Volvió a oírse el ruido rápido de unas garras diminutas al rodar la piedra, y los arqueros dispararon inútilmente más flechas, ¡¡entras cambiaban nerviosos de posición. Entonces Fafhrd gritó:

—¡Alzad los escudos algunos de vosotros, y formad muros a cada lado de Hasjarl! ¿No habéis pensado que un dardo, y no de papel esta vez, podría volar silenciosamente desde cualquiera de esas arcadas, atravesar la garganta de vuestro amado Señor y detener su preciosa tos para siempre?

Sus palabras hicieron que varios de ellos, sintiéndose culpables, corrieran de inmediato a obedecer la orden. Hasjarl no les indicó que se marcharan, y Fafhrd, echándose a reír, observó:

—Enmascarar a un campeón le hace más temible, oh, Hasjarl, pero atarle las manos a la espalda no es probable que impresione al enemigo, y tiene otros inconvenientes. Si se presentara de repente aquel que es más artero que Zobold y más pesado que un elefante loco, para derribar y echar a un lado a tus guardias asustados...

—¡Cortadle las ataduras! —ordenó Hasjarl, y alguien se puso a espaldas de Fafhrd y empezó a cortar la cuerda con una daga—. ¡Pero no le deis su espada ni su hacha, aunque tened esas armas preparadas por si las necesita!

Fafhrd contorsionó los hombros, flexionó sus grandes antebrazos y empezó a masajearlos, riendo a través de su máscara.

Sin ocultar su irritación, Hasjarl ordenó una nueva comprobación de todas las puertas cerradas. Fafhrd se preparó para entrar en acción cuando llegaron a la puerta tras la que se ocultaban Friska y los otros dos, pues sabía que no tenía cerrojo ni tranca. Pero, aunque la empujó con todas sus fuerzas, la puerta resistió. Fafhrd imaginaba la inmensa espalda de Brilla apoyada en la hoja, ayudado quizá por las muchachas que empujaban su estómago, y sonrió bajo la seda roja.

Hasjarl siguió exteriorizando su enojo durante un rato más y maldijo a su hermano por su demora. Juró que había querido tener misericordia con los esbirros y las mujeres de su hermano, pero ya no la tendría. Entonces, uno de los sicarios de Hasjarl sugirió que el mensaje enviado por Gwaay podría haber sido una estratagema para distraerles mientras lanzaba un ataque desde abajo a, través de los otros túneles, o incluso por los pozos de ventilación. Hasjarl cogió a aquel hombre por el cuello, le sacudió y quiso saber por qué, si sospechaba tal cosa, no lo había dicho antes.

En aquel momento sonó un gong, cuya alta nota de suavidad plateada sorprendió a Hasjarl, el cual soltó a su sicario y miró a su alrededor. El gong sonó de nuevo, y entonces, a través de la arcada ancha, entraron dos figuras monstruosas, cada una de las cuales llevaba una de las lanzas delanteras de una litera negra y roja muy ornamentada.

Todos los presentes en el Salón Espectral conocían a los esclavos de los ventiladores, pero verlos en cualquier parte que no fueran sus cintas móviles resultaba casi tan grotesco como verlos por primera vez. Aquella presencia parecía presagiar cambios en las costumbres y terribles trastornos, y todos murmuraron y se agitaron inquietos.

Los esclavos siguieron avanzando pesadamente, y aparecieron sus compañeros en el otro extremo de la litera. Los cuatro se acercaron casi hasta el borde de la sección de suelo elevado, en el que depositaron la litera y se cruzaron de brazos lo mejor que pudieron, debido a su pequeñez en comparación con el pecho gigantesco, sobre el que entrelazaban los dedos, y permanecieron inmóviles.

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