Gwaay tenía los ojos cerrados y los párpados pegados por un líquido purulento; sus tendones se estaban disolviendo y no podría usarlos para alzar la cabeza. Tampoco trataba de explorar con sus sentidos brujeriles en la dirección de la pelea. Se aferraba a la existencia únicamente por el hilo del gran odio que sentía hacia su hermano, pero todo lo demás era para él menos que un juego de sombras. Sin embargo, su odio le permitía conservar toda la maravilla, la dulzura y la excitación de la vida, y eso era suficiente.
La imagen refleja de aquel odio en Hasjarl era en aquel momento lo bastante fuerte para dominar por completo sus sanos instintos físicos, sus apetitos y todas las tramas e imágenes de sus crujientes pensamientos. Vio el primer movimiento de la lucha, vio que la litera de Gwaay estaba desprotegida, y entonces, como si hubiera visto una jugada suprema de ajedrez y estuviera hipnotizado por ella, efectuó su movimiento sin pensarlo dos veces.
Dando un largo rodeo y moviéndose con rapidez en las sombras, como una comadreja, subió los tres escalones junto a la pared y se dirigió en línea recta a la litera.
Su mente estaba vacía de ideas, pero había en ella algunas imágenes sombrías como vistas desde una gran distancia...; una de ellas de sí mismo como un niño pequeño, acercándose de noche a lo largo de un muro hasta la cuna de Gwaay para arañarle con una aguja.
No se molestó en mirar a los esclavos y es dudoso que ellos le vieran siquiera, o al menos reparasen en su presencia, tan rudimentarias eran sus mentes.
Se inclinó entre dos de ellos y examinó con curiosidad a su hermano. El hedor contrajo sus fosas nasales y frunció los labios, pero en seguida apareció en ellos una sonrisa.
Desenvainó una ancha daga de acero azulado que llevaba al cinto y la alzó sobre el rostro de su hermano, que con sus llagas era casi irreconocible como tal. En los filos de la daga había diminutos garfios dirigidos hacia atrás desde la punta.
El duelo de los campeones llegó a uno de sus momentos culminantes, pero Hasjarl no reparó en ello.
—Abre los ojos, hermano —dijo a media voz—. Quiero que me hables una vez antes de matarte.
Gwaay no replicó, no hizo el menor movimiento, no emitió un susurro, y aquel repugnante sonido de arcadas, como si fuera a vomitar, había cesado por completo.
—Muy bien —dijo Hasjarl ásperamente—. Entonces muere con la boca cerrada.
Y descargó un golpe de daga.
El armase detuvo sobre la mejilla de Gwaay, de la que sólo la separaba la anchura de un cabello. Los músculos del brazo con que Hasjarl la sujetaba quedaron entumecidos por una dolorosa sacudida.
Entonces Gwaay abrió los ojos, lo cual no era muy agradable de ver, puesto que estaban inundados de verde líquido purulento.
Hasjarl cerró al instante los suyos, pero siguió mirando a través de los diminutos orificios practicados en los párpados. Entonces oyó la voz de Gwaay como un mosquito de plata junto a su oído.
—Has cometido un pequeño error, querido hermano. Has elegido el arma menos indicada. Después de la incineración de nuestro padre, me juraste que mi vida era sacrosanta... hasta que me mataras aplastándome. «Hasta que aplaste tu vida», eso es lo que dijiste. Los dioses sólo oyen nuestras palabras, hermano, no nuestras intenciones. Si hubieras venido aquí con un pedrusco, como el curioso gnomo que eres, podrías haber logrado tu propósito.
—¡Entonces haré que te aplasten! —replicó Hasjarl airado, inclinando más el rostro y casi gritando—. ¡Sí, y yo me sentaré a tu lado y escucharé el crujir de tus huesos...! ¡Los que te queden todavía! Eres un necio tan grande como yo, Gwaay, pues también tú, después del funeral de nuestro padre, prometiste no matarme. Y eres un necio aún más grande, pues ahora me has revelado tu pequeño secreto sobre la manera de matarte.
—Juré que no te mataría con hechizos ni acero ni veneno ni por mi mano —dijo la aguda voz etérea de Gwaay—. Pero, al contrario que tú, no dije nada de aplastamiento.
Hasjarl sintió un extraño cosquilleo en su piel, mientras inundaba sus fosas nasales un olor acre, como el de un rayo mezclado con el hedor de la corrupción.
De repente, las manos de Gwaay salieron de entre las ricas ropas que le cubrían. La carne se desprendía en jirones de los huesos del dedo que señalaba arriba, invocadoramente.
Hasjarl estuvo a punto de retroceder, pero se detuvo. Se dijo que moriría antes de que se apartara de su hermano. Era consciente de que le rodeaban extrañas fuerzas.
Se oyó un crujido sordo al tiempo que caía un extraño polvo blanco sobre la ropa que cubría a Gwaay y el cuello de Hasjarl..., una especie de nieve en polvo, formada por unos granos de color claro..., granos de mortero...
—Sí, querido hermano, me aplastarás —admitió tranquilamente Gwaay—,pero si supieras cómo me vas a aplastar, recordarías mis pequeños poderes especiales... ¡o mirarías arriba!
Hasjarl alzó la cabeza y apenas tuvo tiempo de ver la enorme losa de basalto negro tan grande como la litera que caía y oír la voz de Gwaay que decía:
—Vuelves a estar en un error, camarada.
Fafhrd se detuvo en seco al oír el estruendo y el Ratonero casi le hirió con su quite ensayado. Ambos bajaron las espadas y miraron, como lo hicieron todos los demás en la sección central del Salón Espectral.
Donde había estado la litera sólo había ahora la gruesa losa de basalto con líneas de mortero, de la que sobresalían las lanzas, y en el techo había un agujero blanco rectangular que había ocupado la losa. El Ratonero pensó: «Es un objeto mucho más grande que una ficha de damas o un jarro, pero de la misma sustancia».
Fafhrd se preguntó por su parte: «¿Por qué no ha caído todo el techo? Es muy extraño».
Quizá lo más extraño de todo era ver a los cuatro esclavos, que seguían de pie en los cuatro ángulos, mirando al frente, con los dedos entrelazados sobre el pecho, aunque la losa no les había alcanzado por unas pocas pulgadas.
Entonces algunos de los sicarios y brujos de Hasjarl que habían visto a su Señor deslizarse hacia la litera, se dirigieron allí apresuradamente, pero retrocediendo al ver que había caído de lleno sobre los dos hermanos y que fluía un riachuelo de sangre por la estrecha ranura entre el basalto y el suelo. Se estremecieron al pensar en aquellos hermanos que se habían odiado tanto y cuyos cuerpos estaban ahora unidos en un terrible abrazo.
Entretanto Ivivis corrió hacia el Ratonero y Friska se dirigió a Fafhrd, para atender sus heridas, y se quedaron asombradas y quizá un tanto molestas cuando les dijeron que no había ninguna herida. Kewissa y Brilla llegaron también, y Fafhrd, rodeando a Friska con un brazo, extendió la otra mano manchada de vino rojo y cogió a Kewissa por la cintura, sonriéndole amistosamente.
La nota apagada del gran gong sonó de nuevo y las dos columnas de fuego blanco llamearon brevemente hacia el techo, a cada lado de Flindach. Su resplandor permitió ver que muchos hombres habían entrado por la arcada estrecha, detrás de Flindach, y ahora le rodeaban: fornidos guardianes de la fortaleza, con las armas a punto, y varios de sus propios brujos.
Mientras las columnas llameantes se encogían con rapidez, Flindach alzó una mano con gesto imperioso y habló en tono resonante:
—Las estrellas, a las que no es posible engañar, vaticinaron la muerte del Señor de Quarmall. Todos vosotros habéis oído a esos dos —señaló hacia la litera aplastada— proclamarse Señor de Quarmall. Así pues, las estrellas están doblemente satisfechas. Y los dioses, que escuchan nuestras palabras aunque sean tenues susurros y ordenan nuestros destinos según ellas, están contentos. Falta que yo os revele quién será el próximo Señor de Quarmall.
Señaló a Kewissa y dijo con solemnidad:
—En la matriz de esta mujer duerme y crece quien será Señor de Quarmall después del siguiente. Es la esposa de Quarmall a quien hemos honrado con la pira, las inmolaciones y los ritos ceremoniales. —Kewissa se estremeció y abrió mucho sus ojos azules. Entonces empezó a sonreír. Flindach siguió diciendo—: Todavía debo revelaros quién será el siguiente Señor de Quarmall, quién será el tutor del bebé de la reina Kewissa hasta que llegue a la edad adulta como rey perfecto y sabio mago, bajo quien nuestro reino subterráneo disfrutará perpetuamente de paz interna y prosperidad gracias a nuestras correrías en el exterior.
Entonces Flindach se llevó la mano a su hombro izquierdo. Todos pensaron que se proponía cubrirse la cabeza con la Capucha de la Muerte, a fin de estar en condiciones de pronunciar unas palabras más solemnes. Pero en vez de hacerlo, aferró el cabello corto de la nuca y tiró de él hacia arriba y adelante, arrastrando el cuero cabelludo y todo el pelo con él, la piel de la cara se desprendió junto con el cuero cabelludo cuando bajó la mano y apareció, un poco brillante por el sudor, el rostro sin taras, la nariz prominente y los labios plenos y sonrientes de Quarmal, mientras sus terribles ojos rojos con los iris blancos les miraban a todos.
—Me vi obligado a visitar el Limbo durante algún tiempo —explicó con una familiaridad paternal, solemne pero afable—, mientras otros eran Señores de Quarmall en mi lugar y las estrellas les enviaban sus lanzas. Era lo mejor, aunque he perdido a dos hijos. Sólo así nuestro reino podía salvarse de una desastrosa guerra civil.
Alzó la máscara arrugada, con las órbitas de los ojos vacías, la marca púrpura en la mejilla izquierda y el triángulo de verrugas, y la mostró a todos.
—Y ahora os ordeno que honréis al grande y poderoso Flindach, el jefe de magos más leal que ningún rey haya tenido jamás, el cual me prestó su rostro para un engaño necesario y su cuerpo para que fuera quemado en vez del mío, con mi máscara de cera con la que cubrir su rostro. Al supervisar solemnemente mis propias exequias, sólo honré a Flindach. Por él mis mujeres ardieron. Este rostro suyo, bien preservado gracias a mi habilidad como desollador y curtidor, colgará para siempre en un lugar de honor en nuestras salas, mientras que el espíritu de Flindach retiene mi silla en el Mundo Oscuro más allá de las estrellas, donde será Señor Superior hasta que yo llegue y eternamente un héroe de Quarmall.
Antes de que pudieran iniciarse los gritos de júbilo y los aplausos —que habrían tardado algún tiempo, dado el asombro que embargaba a todos— Fafhrd exclamó:
—Oh, sagacísimo rey, te honro, como honro a tu hijo y a la reina que lo lleva en sus entrañas, y la defenderé en todo momento, sin apartarme un instante de ella, hasta que yo y mi pequeño camarada, aquí presente, estemos alejados de Quarmall —digamos a una milla— junto con caballos para nuestro transporte y los tesoros que nos prometieron estos dos reyes fallecidos.
Y señaló, como lo había hecho Quarmal, hacia la litera aplastada.
El Ratonero había estado a punto de hacer algunas sutiles observaciones intimidatorias a Quarmall sobre sus propias habilidades como brujo cuando destruyó a los once magos de Gwaay. Pero decidió que las palabras de Fafhrd eran apropiadas y suficientes, excepto por la referencia de «pequeño camarada», y guardó silencio.
Kewissa empezó a retirar la mano de la de Fafhrd, pero él la aferró con más fuerza y la muchacha le miró, comprensiva. Incluso le dijo jovialmente a Quarmal:
—Oh, mi Señor Esposo, este hombre me salvó la vida, así como la de vuestro hijo, de los esbirros de Hasjarl en una dependencia de la fortaleza. Confío en él.
Brilla, enjugándose con la manga las lágrimas de alegría que brotaban de sus ojos, la secundó:
—Sólo dice la pura verdad, mi Señor, la verdad desnuda como un recién nacido o una esposa recién casada.
Quarmall alzó un poco su mano, con ademán reprobador, como si aquellas palabras fuesen innecesarias y estuvieran fuera de lugar, y sonriendo tenuemente a Fafhrd y al Ratonero les dijo:
—Será como decís. No carezco de generosidad ni de percepción. Sabed que no fue totalmente por casualidad que mis difuntos hijos os contrataron, sin que ninguno de ellos supiera lo que hacía el otro, para que fuerais sus paladines. Además, sabed que tengo cierto conocimiento de las curiosidades de Ningauble de los Siete Ojos o los hechizos de Sheelba del Rostro sin Ojos. Nosotros, los grandes brujos, tenemos un... Pero seguir hablando sólo serviría para atraer la curiosidad de los dioses, alertar a los duendes y llamar la atención de los Hados inquietos y hambrientos. Ya es suficiente.
El Ratonero, mirando los ojos entrecerrados de Quarmal, se alegró de no haber fanfarroneado, e incluso Fafhrd se estremeció un poco.
Fafhrd hizo restallar el látigo sobre los cuatro caballos para que tirasen con más brío de la sobrecargada carreta por aquella negra y viscosa extensión de camino, en la que estaban profundamente marcadas las huellas de ruedas y pezuñas de bueyes, a una milla de Quarmall. Friska e Ivivis se habían vuelto en el asiento, a su lado, para que se prolongara todo lo posible su despedida de Kewissa y el eunuco Brilla, los cuales estaban en la cuneta, con cuatro impasibles guardias de Quarmall, que les habían acompañado hasta allí.
El Ratonero Gris, tendido boca abajo sobre la carga, también se despedía agitando el brazo izquierdo, mientras con el derecho sujetaba una ballesta tensada y sus ojos escudriñaban los árboles, por si detectaba señales de una emboscada.
Sin embargo, el Ratonero no se sentía realmente aprensivo. Pensaba en lo improbable que era que Quarmall tramara algo contra un guerrero tan valeroso y un mago tan hábil como él... o como Fafhrd, naturalmente. EL viejo Señor se había mostrado como el más amable de los anfitriones durante las últimas horas, obsequiándoles con vinos exquisitos y regalos que sobrepasaban con mucho lo que ellos habían pedido o lo que el Ratonero había rateado previamente, e incluso les había ofrecido otras muchachas además de Ivivis y Friska, ofrecimiento que habían rechazado, lamentándolo un poco interiormente, tras observar las furibundas miradas de sus dos mujeres. En dos o tres ocasiones Quarmall les había sonreído de un modo un tanto inquietante, pero cada vez Fafhrd se acercaba un poco más a Kewissa, cogiéndola con delicadeza pero de tal manera que el viejo Señor no olvidara que ella y el príncipe que llevaba en sus entrañas eran rehenes para su seguridad y la del Ratonero.
Cuando el embarrado camino se curvó un poco, las torres de Quarmall aparecieron por encima de los árboles. El Ratonero contempló pensativo los pináculos, preguntándose si volvería a verlos alguna vez. De repente se apoderó de él el deseo de regresar a Quarmall de inmediato... Sí, bajar de la carreta y regresar corriendo. ¿Qué había en el mundo exterior que tuviera la mitad de interés que las maravillas de aquel reino subterráneo...? Sus túneles laberínticos, con murales en las paredes, que un hombre podría emplear su vida entera en recorrer..., sus delicias ocultas..., incluso su belleza maligna..., su rica variedad de negruras..., su aire impulsado por ventiladores... Sí, podría descender sin hacer ruido...