Read Espadas contra la muerte Online

Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas contra la muerte (20 page)

BOOK: Espadas contra la muerte
7.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Tierra ala vista! ¡Simorgya! ¡Simorgya!

Como una desgarrante mano esquelética, aquel grito salvaje se unió a la agitación de la tripulación y la condujo a unas cimas insoportables. Un tembloroso aliento contenido barrió la nave. Se oyeron entonces gritos de sorpresa, aullidos de miedo, maldiciones que eran medio plegarias. Dos remeros comenzaron a pelear sin más motivo aparente que el hecho de que el repentino y doloroso estallido de sus emociones requería una acción de algún tipo, de cualquier tipo. Otro tiraba con furia de su remo, conminando al resto a que siguieran su ejemplo, para invertir el rumbo de la galera y huir. Fafhrd saltó por encima de su banco y miró al frente.

La tierra surgía enorme como una montaña y peligrosamente cerca. Una enorme mancha negra, vagamente delineada por la oscuridad menos intensa de la noche, oculta en parte por la bruma y las nubes vaporosas impulsadas rápidamente por el viento, pero que, no obstante, mostraba en varios sitios y a diversas distancias cuadrados de tenue luz que, por su disposición regular, no podían ser otra cosa que ventanas. Con cada latido frenético del corazón, el rugido del oleaje y el tronar de la rompiente se hicieron más fuertes.

De repente se abalanzó sobre ellos. Fafhrd vio deslizarse junto a la nave un enorme peñasco escarpado y saliente; pasó can cerca que partió en dos el último remo de la banda opuesta.

Cuando la galera se elevó sobre una ola, espió aterrorizado a través de tres ventanas que había en el escarpado peñasco —si es que se trataba de un peñasco y no de una torre semisumergida— pero no vio nada, salvo una luminiscencia amarilla y fantasmal. Oyó entonces a Lavas Laerk que aullaba órdenes con voz ronca y estridente. Unos cuantos hombres remaban con, desesperación, pero ya era demasiado tarde para ello, aunque la galera parecía haberse metido detrás de un muro protector de rocas donde las aguas eran ligeramente más calmas. La quilla rascó el fondo produciendo un ruido terrible. Las cuadernas crujieron y se partieron. Una última ola los elevó y un estrépito enorme y rechinarte hizo girar y tambalearse a varios hombres. Entonces la galera dejó de moverse y el único sonido que se oía era el rugir de la rompiente, hasta que Lavas Laerk gritó, lleno de júbilo:

—¡Repartid el vino y las armas! ¡Preparaos para la incursión!

Las palabras parecieron increíbles en aquella situación más que peligrosa, con la galera destrozada sin remedio, destripada sobre las rocas. No obstante, los hombres se reagruparon, incluso parecieron contagiarse un poco de la avidez salvaje de su jefe, el cual les había probado que el mundo no era más cuerdo que él.

Fafhrd observó cómo sacaban de la cabina de popa una antorcha tras otra, hasta que toda la popa zozobrada fulguró llena de humo. Observó cómo se arrebataban los odres de vino Y bebían de ellos; cómo sopesaban las espadas y los puñales repartidos, comparándolos y hendiendo el aire para percibir su efecto. Entonces, algunos hombres le sujetaron y le empujaron hacia la hilera de espadas, diciéndole:

—Vamos, pelirrojo, tú también has de llevar un arma.

Fafhrd obedeció sin protestar, pero tenía la sensación de que algo evitaría que armasen a alguien que hasta hacía poco había sido un enemigo. Y estaba en lo cierto, porque Lavas Laerk detuvo al lugarteniente que se disponía a darle a Fafhrd una espada, y miró con atención creciente la mano izquierda de Fafhrd.

Sorprendido, Fafhrd la levantó, y Lavas Laerk gritó:

—¡Apresadlo! —y en el mismo instante, arrancó algo del dedo anular de Fafhrd, el cual recordó entonces: era el anillo.

—No puede haber duda sobre el artificio —dijo Lavas Laerk, escudriñando arteramente a Fafhrd; sus brillantes ojos azules daban la impresión de estar desenfocados o ligeramente bizcos—. Este hombre es un espía de Simorgya, o tal vez un demonio simorgyano que adoptó la forma de nórdico para acallar nuestras sospechas. Surgió del mar en medio de una terrible tormenta, ¿no es así? ¿Quién de vosotros ha visto una embarcación?

—Yo vi una —osó decir el timonel rápidamente—. Una extraña chalupa con una vela triangular...

Pero Lavas Laerk le obligó a callar con una mirada de soslayo.

Fafhrd sintió en la espalda la punta de un puñal y contuvo sus músculos tensos.

—¿Le matamos?

La pregunta provino de un lugar muy cercano, detrás de la oreja de Fafhrd. Lavas Laerk sonrió con malicia hacia la oscuridad y se detuvo, como si estuviera escuchando el consejo de algún espectro invisible de la tormenta Entonces, sacudió la cabeza y dijo:

—Que viva por ahora. Podrá mostrarnos dónde está oculto el botín. Vigiladlo con las espadas desenvainadas.

Tras esto todos abandonaron la galera, bajando por unas sogas que colgaban de la proa y caían sobre unas rocas que las olas cubrían y descubrían alternativamente. Algunos se echaron a reír y saltaron. Una antorcha se apagó con un siseo al caer al mar. Se oía infinidad de gritos. Alguien comenzó a cantar con una voz beoda que tenía un filo parecido al de un cuchillo herrumbrado. Lavas Laerk logró entonces ordenarlos de algún modo e iniciaron la marcha; la mitad de ellos llevaban antorchas, unos cuantos continuaban acariciando los odres, resbalaban y caían, maldecían a las rocas y a los bálanos afilados que les cortaban cuando caían, lanzaban amenazas exageradas a la oscuridad que les circundaba y en la que brillaban unas extrañas ventanas. Atrás había quedado la galera que yacía como un escarabajo muerto, con los remos que emergían oblicuamente por las portañolas.

Habían recorrido una corta distancia, y el sonido de la rompiente era menos atronador, cuando las luces de las antorchas revelaron un portal en un enorme muro de roca negra que podía haber sido o no un castillo, más que un risco cavernoso. El portal era cuadrado y tenía la altura de un remo. Tres escalones de piedra gastada, cubiertos de arena húmeda, conducían hasta él. Con dificultad pudieron ver que en los pilares y en el pesado dintel de la parte superior, había unos grabados parcialmente destruidos por el cieno y unas incrustaciones de algún tipo que, sin lugar a dudas, eran simorgyanas por su oscuro simbolismo.

La tripulación, que ahora observaba en silencio, se apiñó. La procesión dispersa se convirtió en un nudo apretado. Lavas Laerk gritó entonces con tono burlón:

—Simorgya, ¿dónde están tus guardias? ¿Dónde están tus hombres luchadores?

Y a continuación subió directamente los escalones de piedra. Después de un momento de incertidumbre, el nudo se deshizo y los hombres lo siguieron.

Fafhrd se detuvo involuntariamente ante el umbral enorme, pasmado al comprobar la fuente de la tenue luz amarillenta que había divisado antes en las altas ventanas. Porque la luz estaba en todas partes: en el techo, en los muros, en el suelo legamoso; todo fulguraba con una fosforescencia fluctuante. Hasta los grabados brillaban. Una mezcla de espanto y repugnancia se apoderó de él. Pero los hombres que le rodeaban, le empujaban y le obligaban a avanzar. El vino y su jefe habían adormecido su discernimiento, y mientras bajaban a grandes zancadas por el largo corredor, no parecían haber reparado demasiado en la escena abismal.

Al principio, algunos tenían preparadas sus armas, listos para hacer frente a una posible emboscada o correría, pero no tardaron en bajarlas negligentemente, e incluso siguieron bebiendo de los odres y haciendo bromas. Un corpulento remero, cuya barba rubia estaba manchada por el rocío amarillo dejado por el oleaje, entonó una saloma y los demás se unieron a él, hasta que las húmedas paredes rugieron. Se internaron cada vez más en la cueva o castillo, por el ancho y sinuoso corredor recubierto de fango.

Fafhrd era impulsado como por una corriente. Cuando se movía con demasiada lentitud, los demás le empujaban y aceleraba el paso, pero todo era involuntario. Sólo sus ojos obedecían a su voluntad; giraban de un costado a otro, absorbían los detalles con una curiosidad enorme: la interminable serie de grabados imprecisos, con sus monstruos marinos, figuras de malsana forma humana y rayas o mantas gigantes, ligeramente antropomórficas, parecían adquirir vida y moverse a medida que la fosforescencia fluctuaba; un grupo de ventanas más altas o de aberturas de algún tipo, de las cuales pendían unas algas mucilaginosas; los charcos de agua aquí y allá; el pez aún vivo y boqueante que los demás pisaban o apartaban de una patada; los racimos de conchas barbudas que colgaban de los rincones; la impresión de que más adelante había cosas que se escabullían apartándose del camino. Un pensamiento le martilleó el cráneo con una fuerza cada vez mayor: indudablemente, los demás debían darse cuenta de dónde estaban, debían saber que éste era el refugio de las criaturas más secretas de las profundidades. Sí, sin duda debían saber que Simorgya se había hundido bajo el mar y que sólo había vuelto a surgir ayer, o hacía una hora.

Pero seguían avanzando tras Lavas Laerk, y aún cantaban y gritaban y bebían vino a grandes tragos, echando atrás las cabezas y enarbolando los odres mientras caminaban. Fafhrd no podía hablar. Tenía los músculos de la espalda contraídos como si cargara ya sobre ellos el peso del mar. La ominosa presencia de la hundida Simorgya se tragaba y oprimía su mente. Recuerdos de las leyendas, pensamientos de los oscuros siglos durante los cuales la vida marina había penetrado lentamente, retorciéndose y nadando a través del laberinto de aposentos y corredores hasta que encontró un cubil en cada recoveco, en cada grieta, y Simorgya fue una sola junto con los misterios del océano. En una gruta profunda que se abría al corredor, logró divisar una gruesa mesa de piedra, detrás de la cual había una enorme silla de piedra; y aunque no podía estar seguro, creyó que veía una forma de pulpo acurrucada en ella, como imitando a un ocupante humano; los tentáculos se enroscaban a la silla, los ojos no parpadeaban y miraban, brillantes.

Poco a poco, la lumbre de las antorchas humeantes empalideció, a medida que la fosforescencia se acentuó más. Y cuando los hombres dejaron de cantar, ya no se oía el sonido de las olas.

Entonces, desde una curva pronunciada del corredor, Lavas Laerk profirió un grito triunfante. Los demás se apresuraron y le siguieron, atropellándose, tambaleándose, gritando ávidamente.

—¡Oh, Simorgya! —aulló Lavas Laerk—, ¡hemos encontrado tu sala del tesoro!

La sala en la que desembocaba el corredor era cuadrada, y su techo era considerablemente más bajo que el del corredor. Esparcidos aquí y allá, había unos cuantos cofres negros, saturados de humedad y fuertemente atados. El suelo que pisaban ahora estaba mucho más sucio, los charcos de agua abundaban más. La fosforescencia era más intensa.

El remero de barba rubia se adelantó de un salto al ver que los demás titubeaban, y tiró de la tapa del cofre que tenía más a mano. Se quedó con un trozo en la mano; la madera era blanda como el queso, y lo que parecía metal no era más que un cieno negro y pegajoso. Volvió a aferrarlo y arrancó gran parte de la tapa, dejando al descubierto una capa de oro de un brillo apagado y unas gemas cubiertas de cieno. De la superficie enjoyada, se escurrió una criatura, parecida a un cangrejo, que huyó a través de un agujero que había en la parte trasera.

Con un fuerte grito de codicia los demás se abalanzaron sobre los cofres, tizoneando, arrancando e incluso golpeando con sus espadas la madera esponjosa. Dos hombres que entablaron una lucha para decidir cuál de ellos debía abrir el cofre, cayeron sobre él haciéndolo pedazos, y continuaron luchando en medio de las joyas y la suciedad.

Mientras ocurría todo esto, Lavas Laerk permaneció en el mismo lugar en el que había proferido su primer grito incitante. A Fafhrd, al que había olvidado y que estaba de pie, junto a Lavas Laerk, le pareció que éste se sentía perturbado por el hecho de que su búsqueda tocara a su fin, y tuvo la impresión de que buscaba desesperadamente algo más, algo más que joyas y oro para saciar su loca obstinación. Entonces notó que Lavas Laerk miraba fijamente alguna cosa, una puerta cuadrada, cubierta de lodo, pero en apariencia de oro, que se encontraba al otro lado de la sala, en la boca del corredor; la puerca llevaba grabado un monstruo marino extraño, ondulante, con forma de manto. Fafhrd oyó a Lavas Laerk reír guturalmente y le vio avanzara grandes y seguros pasos hacia la puerta. Vio que Lavas Laerk llevaba algo en la mano, y se sorprendió al reconocer que se trataba del anillo que le había arrebatado; vio que Lavas Laerk empujaba la puerta sin que ésta se moviera, le vio manipular el anillo y meter la parte de la llave en la puerta dorada para hacerla girar después. Observó que la puerta cedía un poco cuando Lavas Laerk volvió a empujarla.

Entonces comprendió —y tal comprensión le llegó como el impacto de un muro rugiente de agua— que nada había ocurrido por casualidad, que todo, desde el momento en que su flecha atravesó al pez, había sido planeado por alguien o algo..., algo que quería que se abriera esa puerta, y girando sobre sus talones huyó corredor abajo como si una marejada le pisara los talones.

Sin la lumbre de las antorchas, el corredor tenía un aspecto pálido y furtivo, como una pesadilla. La fosforescencia parecía arrastrarse como llena de vida, revelando en cada concavidad unas criaturas que antes no había descubierto. Fafhrd tropezó, cayó cuan largo era, se levantó y siguió corriendo. Por más que corriera a toda velocidad, parecía avanzar con lentitud, como en un mal sueño. Intentó fijar la vista al frente, pero por el rabillo del ojo seguía viendo con todo detalle lo que había descubierto antes: las algas que pendían, los grabados monstruosos, las conchas barbudas, los ojos del pulpo que miraban sombríamente. Notó sin sorprenderse que sus pies y su cuerpo brillaban en todos aquellos sitios en que el cieno lo había manchado o salpicado. En la omnipresente fosforescencia atisbó un pequeño cuadrado de oscuridad y fue hacia él a toda carrera. El cuadrado fue aumentando de tamaño: era el portal de la caverna. Atravesó el umbral precipitadamente y vio la noche. Oyó que una voz gritaba su nombre.

Era la voz del Ratonero Gris. Venía en dirección contraria de la galera zozobrada. Corrió hacia ella atravesando salientes traicioneros. La luz de las estrellas, que ahora habían vuelto, le mostró que ante sus pies se abría un negro abismo. Saltó y aterrizó con un impacto tembloroso sobre otra superficie rocosa y salió corriendo sin caerse. Vio la punta de un mástil que surgía de la oscuridad y casi arrolló a la pequeña figura que se disponía a avanzar en la dirección desde la cual él había huido. El Ratonero le aferró por el hombro, le arrastró hasta el borde y le empujó. Hendieron las aguas juntos y nadaron hasta la chalupa, anclada a sotavento, protegida por las rocas. El Ratonero comenzó a levantar el ancla pero Fafhrd cortó la cuerda con un cuchillo que le arrancó del cinturón a su compañero y desplegó la vela con movimientos rápidos y silbantes.

BOOK: Espadas contra la muerte
7.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Absolute Surrender by Georgia Lyn Hunter
Making Our Democracy Work by Breyer, Stephen
Anne of Avonlea by Lucy Maud Montgomery
Maiden of Inverness by Arnette Lamb
Silt, Denver Cereal Volume 8 by Claudia Hall Christian
Reset (Book 2): Salvation by Druga, Jacqueline
Van Gogh's Room at Arles by Stanley Elkin