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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas contra la muerte (22 page)

BOOK: Espadas contra la muerte
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Pero otra cosa ocupaba el primer plano en los pensamientos del Ratonero.

—El ojo, Fafhrd. ¡El ojo alegre, destellante! —susurró, bajando la voz como si estuvieran en una calle llena de gente y algún informador o ladrón rival pudiera oírles—. Sólo en otra ocasión he visto semejante resplandor, y fue a la luz de la luna, en la cámara del tesoro de un rey. En aquella ocasión no pude hacerme con un diamante enorme, pues me lo impidió una serpiente guardiana. Maté al bicho, pero su silbido hizo que acudieran otros guardianes.

»Pero esta vez sólo hay que trepar a una pequeña colina. Y si a esta distancia la gema brilla de ese modo, Fafhrd... —bajó la mano y apretó la pierna de su compañero en el punto sensible, encima de la rodilla, para recalcar sus palabras—, ¡imagina lo grande que es!

El nórdico frunció el ceño, tanto a causa del violento apretón de su amigo como por sus dudas y recelos, pero de todos modos la codicia se reflejó en su mirada y aspiró hondo el aire helado.

—Y nosotros, pobres merodeadores naufragados —continuó el Ratonero en tono arrobado—, podremos decir a los boquiabiertos y envidiosos ladrones de Lankhmar que no sólo hemos cruzado los Huesos de los Antiguos, sino que los hemos saqueado de paso.

Y se puso a saltar alegremente por el corto saledizo que se fundía en la estrecha y rocosa depresión al borde del lago que unía la montaña mayor con la verde. Fafhrd le siguió más lentamente, sin apartar la vista de la colina verde, esperando que sus superficies se convirtieran de nuevo en rostros o que se volvieran otra cosa. No sucedió nada, y se le ocurrió pensar que aquella elevación podría deberse en parte a manos humanas, lo cual hacía menos improbable la idea de un ídolo con un ojo de diamante. En el extremo de la depresión, justamente en la base de la colina verde, llegó al lado del Ratonero, el cual estudiaba una roca aplanada y oscura, llena de tajos de cuyo carácter artificial se cercioró Fafhrd tras un breve vistazo.

—¡Las ruinas de la tropical Klesh! —musitó el nórdico—. ¿Qué pueden significar estos jeroglíficos tan lejos de su jungla?

—Sin duda han sido cincelados por algún eremita al que la helada ha vuelto negro y cuya locura le enseñó la lengua kléshica —observó sardónicamente el Ratonero—. ¿O has olvidado ya al asaltante de anoche?

Fafhrd meneó la cabeza, con gesto lacónico, y juncos se pusieron a examinar las letras profundamente grabadas, utilizando el conocimiento que les había proporcionado el estudio de antiguos mapas de tesoros y el desciframiento de los mensajes en código que llevaban los espías a los que habían interceptado.

—Los siete sacerdotes... —leyó trabajosamente Fafhrd.

—... negros —concluyó el Ratonero—. Tienen que ver con esto, sean quienes sean. Y un dios, una bestia o un demonio... ese jeroglífico serpenteante puede significar cualquiera de las tres cosas, según el contexto, que no entiendo. Es una escritura muy antigua. Los siete sacerdotes negros son los servidores del jeroglífico serpenteante, o quienes le imponen su voluntad..., también en este caso el signo puede significar cualquiera de las dos cosas, o ambas.

—Y durante tanto tiempo como dure el sacerdocio—siguió diciendo Fafhrd—, el dios—bestia—demonio reposará en paz..., o dormirá..., o permanecerá muerto..., o no se levantará...

El Ratonero dio un brusco brinco y agitó los pies.

—Esta roca está caliente —se quejó.

Fafhrd comprendió, pues incluso a través de las gruesas suelas de morsa de sus botas empezaba a notar el calor poco natural.

—Más caliente que el suelo del infierno —observó el Ratonero, saltando sobre un pie y luego sobre el otro—. Bien, ¿qué hacemos ahora, Fafhrd? ¿Trepamos o no?

Fafhrd le respondió con una risotada.

—¡Eso lo has decidido tú hace mucho rato, pequeño! ¿Acaso fui yo quien empezó a hablar de diamantes enormes?

Subieron, pues, eligiendo para la escalada el punto donde una trompa gigantesca, tentáculo o mentón fundido sobresalía del granito. No fue una ascensión fácil, ni siquiera al principio, pues la piedra gris era lisa en todas partes y no mostraba marcas de cincel o hacha, lo cual restaba verosimilitud a la más bien vaga teoría de Fafhrd de que aquella colina había sido formada en parte con intervención humana.

Los dos amigos fueron ascendiendo con dificultad, exhalando nubes de vapor aunque la roca era incómodamente cálida bajo sus manos. Tras una subida pulgada a pulgada por la superficie resbaladiza, con la ayuda de manos, pies, codos, rodillas e incluso el mentón que se tostaba al contacto con la roca, se irguieron por fin en el labio inferior de una de las bocas de la colina verde. Parecía que allí debía terminar su ascenso, pues la gran mejilla de arriba era lisa e inclinada hacia afuera la longitud de una lanza por encima de ellos.

Pero Fafhrd cogió de la espalda del Ratonero una cuerda que había servido para sujetar el mástil de su chalupa naufragada, hizo un lazo corredizo y la lanzó hacia arriba, donde sobresalía un robusto cuerno o antena. El lazo rodeó aquella proyección y quedó sujeto. Fafhrd probó la resistencia que tenía cargando en la cuerda codo su peso, y luego dirigió una mirada inquisitiva a su compañero.

—¿Qué piensas hacer? inquirió el Ratonero, aferrándose con querencia a la superficie de la roca—. Esta escalada empieza a parecerme una idiotez.

—¿Pero qué me dices de la joya? —replicó Fafhrd en tono de chanza—. ¡Es muy grande, Ratonero, muy grande!

—Probablemente es sólo un trozo de cuarzo —dijo el Ratonero con acritud—. He perdido el deseo que tenía de poseerla.

—Pues a mí se me ha despertado un buen apetito.

Y el nórdico empezó a trepar por la cuerda, hacia la mejilla verde, silueteado contra la brillante luz del sol.

Le parecía como si el lago inmóvil y la colina verde se balancearan, y no fuese él quien oscilaba. Descansó bajo el párpado monstruosamente hinchado, siguió trepando, encontró un buen estribo en el reborde que formaba el abultamiento del párpado y arrojó el extremo de la cuerda al Ratonero, que ya había quedado fuera de su campo de visión. Al tercer intento, la cuerda no regresó, y Fafhrd se puso en cuclillas en el saledizo, afianzándose para asegurar la cuerda, la cual pronto quedó tensa en sus manos. En seguida el Ratonero trepó y estuvo en el reborde, a su lado.

La alegría había vuelto a la faz del ladronzuelo, pero era una alegría frágil, como si quisiera terminar en seguida con aquello. Avanzaron a lo largo del gran abultamiento del ojo, hasta llegar directamente debajo de la pupila imaginaria. Estaba bastante por encima de la cabeza de Fafhrd, pero el Ratonero se subió ágilmente a los hombros de su compañero y escudriñó.

Sosteniéndose contra la pared verde, Fafhrd aguardaba con impaciencia. Le parecía como si el Ratonero no fuera a hablar nunca.

—¿Y bien? —preguntó al fin, cuando el peso del Ratonero empezaba a lastimarle los hombros.

—Sí, desde luego es un diamante. —Extrañamente, el tono del Ratonero reflejaba poco interés—. Sí, es grande, apenas puedo abarcarlo con la mano, y está cortado como una esfera suave..., es una especie de ojo diamantino. Pero no sé cómo podría extraerlo, pues está empotrado muy profundamente.

Debería intentarlo? ¡No te muevas así, Fafhrd, o nos iremos abajo los dos! Creo que deberíamos llevárnoslo, ya que hemos llegado tan lejos, pero no será fácil. Con el cuchillo no puedo... ¡Sí que puedo! Creí que había roca alrededor de la gema, pero es una sustancia alquitranosa, viscosa. ¡Ya está! Ahora bajo.

Fafhrd tuvo un atisbo de algo suave, globular y deslumbrante con un círculo de una sustancia repulsiva, áspera y alquitranosa adherida a su alrededor. Entonces le pareció que algo le rozaba ligeramente el codo y bajó la vista. Por un momento tuvo la extraña sensación de hallarse en la vaporosa y verde jungla de Klesh, pues, sobresaliendo de la piel marrón de su manto, había un pequeño dardo malignamente armado de púas y untado con una sustancia tan negra y alquitranosa como la que desfiguraba el ojo de diamante.

Al instante se tendió boca abajo en el saledizo, gritando al Ratonero que hiciera lo mismo. Entonces, con sumo cuidado, extrajo el dardo y descubrió aliviado que, si bien había rasgado el grueso cuero de su manto, debajo de la piel, no había tocado la carne.

—Creo que le veo —dijo el Ratonero, que se había asomado cautamente por encima del saledizo resguardado—. Es un tipo pequeño, con una cerbatana muy larga, vestido con pieles y un sombrero cónico. Está agazapado ahí, en esos arbustos oscuros al otro lado del lago. Creo que es negro, como nuestro asaltante de anoche. Diría que es un kleshiano, a menos que se trate de uno de tus eremitas ennegrecidos por la helada. Ahora se lleva la cerbatana a los labios. ¡Cuidado!

Un segundo dardo se estrelló contra la roca por encima de ellos y cayó cerca de la mano de Fafhrd, el cual la apartó bruscamente.

Se oyó un sonido zumbante que terminó en un chasquido apagado. El Ratonero había decidido efectuar un disparo. No resulta fácil lanzar un tiro de honda cuando uno está tendido boca abajo sobre un saledizo, pero el proyectil del Ratonero cayó entre los espesos arbustos cerca del atacante negro, el cual inmediatamente se agachó y desapareció de la vista.

Era bastante fácil decidir un plan de acción, pues eran muy pocos los disponibles. Mientras el Ratonero barría los arbustos al otro lado del lago con disparos de honda, Fafhrd bajó por la cuerda. A pesar de la protección del Ratonero, rogó fervientemente que su manto fuese lo bastante grueso para protegerle. Sabía por experiencia que los dardos de Klesh tenían efectos desagradables. Oía a intervalos regulares el zumbido de la honda del Ratonero, animándole a seguir.

Al llegar al pie de la colina verde, tensó su arco y gritó al Ratonero que estaba, a su vez, preparado para cubrirle la retirada. Escudriñó los montículos cubiertos de espesa vegetación al otro lado del lago, y en dos ocasiones que vio movimiento disparó una flecha de su preciosa reserva de veinte. Pronto el Ratonero estuvo a su lado y los dos echaron a correr a lo largo del ardiente borde de la montaña, hacia el lugar donde el hielo crípticamente antiguo brillaba con un color verde. A menudo miraban atrás, a los matorrales del otro lado del lago salpicados aquí y allá con algunos rojos como la sangre, y una o dos veces creyeron ver movimiento en ellos, un movimiento que iba en su dirección. Cada vez que sucedía esto, disparaban una flecha o una piedra, aunque no podían saber qué efecto conseguían.

—Los siete sacerdotes negros... —musitó Fafhrd.

—Los seis —le corrigió el Ratonero—. Anoche matamos d uno de ellos.

—Bueno, los seis —concedió Fafhrd—. Parecen enfadados con nosotros.

—¿Y por qué no habrían de estarlo? —preguntó el Ratonero—. Les hemos robado el único ojo de su ídolo. Es un acto que molesta tremendamente a los sacerdotes.

—Parecía tener más de un solo ojo —dijo Fafhrd pensativo—. Si los hubiera abierto...

—¡Gracias a Aarth que no lo hizo! —susurró el Ratonero.—.. ¡Cuidado con ese dardo!

Fafhrd se arrojó al polvo —o más bien a la roca— al instante, y el dardo negro pasó zumbando sobre el hielo que se extendía más adelante.

—Creo que están irracionalmente enfadados—afirmó Fafhrd, poniéndose en pie.

—Los sacerdotes siempre lo están —dijo con filosofía el Ratonero, y se estremeció al ver la punta embadurnada de negro del dardo.

—En cualquier caso, nos hemos librado de ellos —dijo Fafhrd con alivio, mientras corría con su amigo hacia el hielo.

El Ratonero le dirigió una mirada sardónica, pero él no se dio cuenta.

Durante toda la jornada avanzaron rápidamente por el hielo verde, buscando el camino del sur por medio del sol, que parecía estar apenas a unos dedos de distancia por encima del horizonte. Hacia el anochecer el Ratonero derribó dos aves árticas de vuelo bajo con tres disparos de honda, mientras Fafhrd, capaz de ver a gran distancia, descubrió la boca de una cueva en un afloramiento rocoso, bajo una gran pendiente nevada. Afortunadamente, cerca de la entrada había un grupo de árboles enanos, desarraigados y muertos por corrimientos de hielo, y pronto los dos aventureros masticaban la carne dura y compacta y contemplaban la pequeña fogata que ardía en la entrada de la cueva.

—¡Adiós a todos los sacerdotes negros! —erijo Fafhrd, estirando sus largos brazos—. He ahí otro fastidio con el que hemos terminado. Extendió una mano grande, de largos dedos—. Ratonero, déjame ver ese ojo de cristal que extrajiste de la colina verde.

Sin hacer ningún comentario, el Ratonero abrió su bolsa y ofreció a Fafhrd el brillante globo rodeado de alquitrán. Fafhrd lo sostuvo entre sus manazas, mirándolo pensativo. La luz del fuego brillaba a su través y se extendía desde su superficie, iluminando la cueva con siniestros rayos rojizos. Fafhrd contempló la gema sin parpadear, hasta que el Ratonero tuvo conciencia del profundo silencio que se había hecho a su alrededor, roto tan sólo por el ligero pero frecuente crepitar del fuego y los fuertes pero infrecuentes crujidos del hielo en el exterior. Estaba muerto de cansancio, pero de algún modo no tenía deseos de dormir.

Al final Fafhrd habló con una voz poco natural.

—La tierra sobre la que andamos estuvo en otro tiempo viva... Era una gran bestia caliente, que tenía aliento de fuego, vomitaba roca fundida. Su anhelo constante era escupir materia al rojo vivo a las estrellas. Esto sucedió antes de que existieran los hombres.

—¿Qué dices? —inquirió el Ratonero, saliendo de su estado cercano al trance.

—Ahora han venido los hombres y la tierra se ha echado a dormir —siguió diciendo Fafhrd con la misma voz hueca, si,, mirar al Ratonero—. Pero en su sueño piensa en la vida y se agita, e intenta adoptar la forma de los hombres.

—¿Qué estás diciendo, Fafhrd? —repitió inquieto el Ratonero. Pero su compañero le respondió con repentinos ronquidos.

El Ratonero extrajo con cuidado la gema de entre los de dos de su amigo. El borde alquitranoso era blando y viscosa:., hasta un extremo repugnante, casi como si fuera una especie de tejido negro. El Ratonero volvió a guardarlo en su bolso. Transcurrió largo tiempo. Entonces el Ratonero tocó el hombro de su compañero, enfundado en el manto de piel. Fafhrd se despertó con un sobresalto.

—¿Qué sucede, pequeño? —preguntó.

—Es de día —respondió el Ratonero, indicando las cenizas del fuego y el cielo que iba iluminándose.

Al salir de la cueva oyeron un ruido ligero, como un rugid apagado. Miraron por encima del borde nevado, hacia la cuesta, y vieron que descendía hacia ellos una enorme bola blanca que crecía de tamaño incluso en el mismo instante breve en que la contemplaban. Fafhrd y el Ratonero apenas consiguieron regresar al interior de la caverna antes de que la tierra se estremeciera, el sonido se hiciera estruendoso y todo quedar momentáneamente a oscuras mientras la enorme bola de nieve pasaba atronando por encima de la cueva. Ambos olieron las frías y amargas cenizas del fuego extinguido, que arrojó a sus rostros el paso de la bola, y el Ratonero tosió.

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