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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas contra la muerte (19 page)

BOOK: Espadas contra la muerte
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Despertó con la sensación de que el tiempo había cambiado y era preciso trabajar con rapidez. El Ratonero le estaba llamando. La chalupa estaba escorada de tal modo que el balancín de estribor cabalgaba las crestas de las olas. El aire estaba cargado de un rocío helado y el fanal se balanceaba locamente. Sólo se veían estrellas a popa. El Ratonero colocó la chalupa proa al viento, y Fafhrd recogió la vela, mientras las olas martilleaban la proa; de vez en cuando alguna cresta ligera rompía sobre la chalupa.

Cuando recuperaron el rumbo, Fafhrd no se unió inmediatamente al Ratonero, sino que se quedó cavilando, lo que hacía casi por primera vez. Se preguntaba si la chalupa soportaría un mar enfurecido. No era el tipo de embarcación que habría construido en su cierra natal del norte, pero era la mejor que podía conseguirse en aquellas circunstancias. La había calafateado y embreado meticulosamente, había cambiado la madera de aspecto demasiado débil, había reemplazado la vela cuadrada por otra triangular, y aumentado un poco el peso de la proa. Para compensar la tendencia a volcar, había añadido unos toletes detrás del mástil hacia popa, y con la madera más fuerce y resistente había construido los largos travesaños, ablandándolos con vapor para darles la forma correcta. Sabía que era un trabajo bien realizado, pero eso no cambiaba el hecho de que la embarcación tenía una estructura desmañada y muchas debilidades ocultas. Olisqueó el aire húmedo y salado y escudriñó a barlovento con los ojos entrecerrados, tratando de aquilatar el tiempo que haría. Advirtió que el Ratonero le decía algo y volvió la cabeza para escuchar.

—¡Tira el anillo antes de que nos topemos con un huracán!

Sonrió e hizo un amplio ademán que significaba que no haría tal cosa. Luego volvió a escudriñar el caos enloquecido y rielante de la oscuridad y las olas a barlovento. Los pensamientos sobre la chalupa y el tiempo desaparecieron, y se limitó a absorber la escena imponente y antigua, balanceándose para mantener el equilibrio, sintiendo cada movimiento de la embarcación y, al mismo tiempo, intuyendo, casi como si estuviera emparentada con él, la fuerza sin dios de los elementos.

Fue entonces cuando ocurrió algo que le arrebató la capacidad de reaccionar y lo mantuvo como paralizado por un hechizo. Del muro inmenso de la oscuridad surgió la proa con cabeza de dragón de una galera. Divisó la madera negra de las bandas, la madera ligera de los remos, el resplandor del metal mojado. Se parecía tanto a la nave de sus sueños que se quedó mudo de asombro sin saber si se trataba de otra visión, si había tenido un fugaz vislumbre clarividente, o si la había invocado a través de las profundidades de sus pensamientos. La nave se asomaba cada vez más alto.

El Ratonero gritó y tiró de la caña del timón, haciendo un esfuerzo extremo que le arqueó el cuerpo. La chalupa se apartó del camino de la proa con cabeza de dragón demasiado tarde. Fafhrd seguía mirándola fijamente, como si fuera una aparición. No escuchó el grito de advertencia del Ratonero cuando la vela de la chalupa se hinchó por el otro lado y, después de atravesar la barca, volcó el agua acumulada. El golpe le alcanzó en la parte posterior de las rodillas y lo lanzó fuera, pero no al mar, porque sus pies toparon con el estrecho balancín y allí encontraron un precario equilibrio. En aquel momento, un remo de la galera cayó sobre él y Fafhrd se tambaleó de lado, aferrándose instintivamente a la pala mientras caía. El mar le azotó con violencia, pero siguió aferrado con todas sus fuerzas y comenzó a subir por el remo, pasando una mano sobre la otra.

Tenía las piernas adormecidas y temió no poder nadar. Seguía hechizado por lo que veía. En aquel momento se olvidó del Ratonero y de la chalupa. Se libró de las olas voraces, llegó hasta la banda de la galera y se aferró a la chumacera. Luego miró atrás y vio, con pasmo y sorpresa, que la popa de la chalupa desaparecía y que la cara gris del Ratonero, iluminada cuando el fanal osciló cerca de él, le miraba fijamente con desconcierto e impotencia.

Lo que ocurrió después puso fin al hechizo que le tenía inmovilizado, fuera de la clase que fuere. Una mano cargada de acero le golpeó. Giró hacia un lado y aferró la muñeca, luego se sujetó a la banda de la galera, metió e1 pie en la chumacera, encima del remo, y tiró. El hombre dejó caer el cuchillo demasiado tarde; agarrado a la banda, no logró sujetarse bien y fue arrastrado por la borda, escupiendo y cerrando las mandíbulas con un pánico fútil. Fafhrd tomó instintivamente la ofensiva; de un salto se plantó sobre la bancada, la última de diez y media bajo la cubierta de popa. Sus ojos inquisitivos descubrieron una hilera de espadas; extrajo una, amenazando a las dos figuras sombrías que avanzaban de prisa hacia él: una desde las bancadas de proa, la otra desde la popa. Le atacaron con rapidez, pero en silencio, lo cual le resultó extraño. Las armas húmedas de rocío resplandecieron al entrechocar.

Fafhrd luchó con cautela, manteniéndose en guardia por si recibía un golpe desde arriba, haciendo coincidir sus embates con el balanceo de la galera. Esquivó un golpe violento y paró un revés procedente de la misma arma. Una vaharada rancia de vino agriado le inundó la cara. Otro hombre sacó un remo de la chumacera y lo blandió como si fuera una lanza enorme; se interpuso entre Fafhrd y los dos espadachines, golpeando pesadamente la hilera de espadas. Fafhrd atisbó una cara como de rata, dentuda y de ojos pequeñitos, que le espiaba desde la oscuridad más profunda que había debajo de la popa. Uno de los espadachines arremetió contra él, enfurecido: resbaló y cayó. E1 otro cedió y luego recobró fuerzas para una nueva arremetida, pero se detuvo con la espada en el aire, mirando por encima de la cabeza de Fafhrd, como si se tratara de un nuevo adversario. La cresta de una ola enorme le golpeó en el pecho, dejándole sin sentido.

Fafhrd sintió el peso del agua sobre sus hombros y se aferró de la popa. La cubierta se encontraba en una inclinación peligrosa. El agua entraba a borbotones por las chumaceras de la otra banda. En medio de la confusión, se dio cuenta de que la galera navegaba entre el seno de dos olas y empezaba a dar el costado al mar. No estaba construida para soportar semejante tensión. Fafhrd saltó, apoyándose en una mano, pasó a la popa al tiempo que esquivaba otra ola que rompía, y sumó sus fuerzas a las del timonel que luchaba en solitario. Juntos empujaron con todas sus fuerzas el enorme remo que parecía estar sepultado en piedra en vez de agua. Pulgada a pulgada se esforzaron en abrirse paso por la estrecha cubierta. De todos modos, la galera estaba sentenciada.

Algo —un momentáneo amainar del viento y de las olas, o quizás un golpe de suerte del remero de proa— decidió la suerte. Lenta y laboriosamente, como una carraca anegada, la galera se irguió y comenzó a retroceder hasta recuperar el rumbo correcto. Fafhrd y el timonel hicieron un esfuerzo para mantener cada vara ganada. Sólo cuando la galera cabalgaba segura delante del viento se atrevieron a levantar la vista. Fafhrd vio dos espadas que le apuntaban, resueltas, al pecho. Calculó sus posibilidades y no se movió.

No era fácil creer que el fuego se hubiera mantenido a pesar de tanta agua; no obstante, uno de ellos llevaba una antorcha embreada y chisporroteante. A la luz de la antorcha, Fafhrd vio que eran nórdicos, como él. Hombres grandes y enjutos, tan rubios que parecían carecer de cejas. Llevaban atavíos de guerra con incrustaciones de metal y unos yelmos de bronce bien ajustados. Sus expresiones quedaron congeladas a mitad de camino entre una sonrisa burlona y una mirada iracunda. Fafhrd volvió a oler un vaho de vino rancio y dejó vagar la mirada. Tres remeros achicaban el agua con un cubo y un sifón manual.

Alguien avanzaba a grandes zancadas hacia la popa; el jefe, si así podía deducirse por el oro y las joyas que lucía y su aire de seguridad. Subió veloz por la corea escalera; sus piernas eran ágiles como las de un gato. Parecía más joven que los demás y sus facciones eran casi delicadas. El cabello rubio, fino y sedoso se aplastaba húmedamente contra sus mejillas. En sus labios apretados y sonrientes había una rapacidad felina, y sus ojos azules como joyas reflejaban una cierta locura. Fafhrd endureció el rostro cuando le inspeccionaron. Había algo que no dejaba de importunarle: ¿por qué, incluso en el fragor de la confusión, no había oído gritos ni chillidos ni órdenes vociferantes? Desde que había subido a bordo, no se había pronunciado una sola palabra.

El joven jefe pareció llegar a una conclusión con respecto a Fafhrd, pues su fina sonrisa se amplió un poco, y el hombre se dirigió hacia la cubierta de remos. Entonces, Fafhrd rompió el silencio y dijo con una voz que sonaba forzada y ronca:

—¿Qué intenciones tienes? No olvides tener en cuenta que he salvado tu barco.

Se puso tenso y notó con cierta satisfacción que el timonel permanecía junto a él, como si la tarea compartida hubiera forjado un vínculo entre los dos. La sonrisa desapareció del rostro del jefe. Se llevó un dedo a los labios y, con impaciencia, repitió su primer gesto. Esta vez, Fafhrd lo entendió. Tendría que reemplazar al remero que había arrojado por la borda. No pudo por menos que admitir que había cierta justicia irónica en la idea. Se dio cuenta de que le aguardaría una muerte rápida si se inclinaba por la lucha con tanta desventaja; y una muerte lenta, si saltaba por la borda con la loca esperanza de encontrar la chalupa en la oscuridad extrema. Los brazos que sostenían las espadas se tensaron. Asintió fríamente con la cabeza para mostrar su sumisión. Por lo menos, aquellos hombres eran de los suyos.

Al sentir el primer impacto pesado del agua rebelde contra la pala de su remo, una nueva sensación se apoderó de Fafhrd..., una sensación que no le resultaba desconocida. Tuvo la impresión de convertirse en parte del barco, de compartir sus propósitos, cualesquiera que éstos fuesen. Era el antiguo espíritu de la bancada. Cuando sus músculos se calentaron y sus nervios se acostumbraron al ritmo, empezó a lanzar miradas furtivas a los hombres que le rodeaban, como si los conociera de antes, tratando de penetrar y compartir la expresión ávida e inmóvil de sus caras.

Algo se acurrucaba entre un montón de pliegues de tela raída que emergían de la pequeña cabina, en el fondo, debajo de la popa, y acercaba un recipiente de cuero a los labios del remero sentado en el lado opuesto. La criatura parecía absurdamente baja entre unos hombres tan altos. Cuando se volvió, Fafhrd reconoció los ojos pequeñitos que había visto antes, y mientras se acercaba, debajo de la pesada capucha distinguió el rostro arrugado, ocre y taimado de un anciano mingol.

—Con que eres tú gruñó burlonamente el mingol—. Me gustó tu esgrima. Bebe mucho ahora, porque Lavas Laerk quizá decida sacrificarte a los dioses del mar anees del amanecer. Pero ten cuidado de no derramar nada.

Fafhrd chupó ávidamente, tosió y escupió cuando un sorbo de vino fuerte le quemó la garganta. Al cabo de un momento, el mingol le arrebató el recipiente.

—Ahora ya sabes que Lavas Laerk alimenta a sus remeros. Son pocas las tripulaciones de este mundo, o del otro, que reman gracias al vino. —Lanzó una risita humorística, no exenta de júbilo y agregó—: Te estás preguntando por qué hablo en voz alta. Pues verás, el joven Lavas Laerk podrá imponer el silencio a todos sus hombres, pero no puede hacer lo mismo conmigo, que soy sólo un esclavo. Porque me encargo del fuego, ya sabes tú con cuanto cuidado, y sirvo el vino y cocino la carne y recito conjuros por el bien del barco. Hay ciertas cosas que ni Lavas Laerk ni ningún otro hombre, ni ningún otro demonio, pueden exigirme.

—Pero ¿qué tiene Lavas Laerk...?

La mano coriácea del mingol se cerró sobre la boca de Fafhrd y apagó la pregunta susurrada.

—¡Calla! ¿En tan poco valoras tu vida? Recuerda que eres un secuaz de Lavas Laerk. Pero te diré lo que deberías saber. —Se sentó en el banco húmedo, junto a Fafhrd; parecía un manojo de trapos negros arrojado allí por alguien—. Lavas Laerk juró efectuar una incursión en la lejana Simorgya, y se ha impuesto a sí mismo y a sus hombres un voto de silencio hasta que vean la costa. ¡Silencio! Ya sé que dicen que Simorgya está bajo las olas, o que nunca existió un lugar así. Pero Lavas Laerk hizo un juramente ante su madre, a la que odia más que a sus amigos, e incluso mató a un hombre que se atrevió a cuestionar su decisión. De modo que buscamos a Simorgya, aunque más no sea para robar las perlas de las ostras y arrebatarle los peces. Inclínate y rema con más facilidad durante unos momentos, y ce diré un secreto que no es secreto y haré una profecía que no es profecía. —Se acercó más y susurró—: Lavas Laerk odia a todos los hombres sobrios, porque cree, y con razón, que sólo los borrachos pueden parecérsele un poco. Esta noche la tripulación remará bien, aunque ya hace un día que no comen carne. Esta noche, el vino les hará atisbar al menos el fulgor de las visiones que ve Lavas Laerk. Pero mañana, sólo habrá espaldas doloridas, estómagos enfermos y cráneos trepanados por el dolor. Entonces, habrá un motín, y a Lavas Laerk no lo salvará ni siquiera su locura.

Fafhrd se preguntó por qué temblaba el mingol, por qué tosía débilmente y producía un sonido gorgoteante. Tendió el brazo y un líquido caliente le empapó la mano desnuda. Lavas Laerk extrajo su puñal del cuello del mingol y éste se deslizó por el banco y cayó de bruces.

No se dijo una palabra, pero la certeza de que se había cometido un hecho abominable pasó de remero en remero a través de la tormentosa oscuridad, hasta que llegó al banco de proa. Gradualmente, comenzó entonces una especie de agitación contenida, que aumentó de un modo notable a medida que se iba filtrando poco a poco una conciencia de la naturaleza especialmente infame del hecho: el asesinato del esclavo que cuidaba del fuego y cuyos poderes mágicos, aunque a menudo ridiculizados, se hallaban ligados al destino de la nave misma. Sin embargo, no se pronunciaron palabras inteligibles, sino gruñidos y murmullos apagados; los remos raspaban las chumaceras al entrarlos y apoyarlos los marineros; se produjo un murmullo creciente en el que se entremezclaban la consternación, el temor y la rabia, y que recorría la nave de proa a popa como una ola dentro de una bañera Atrapado a medias por ese murmullo, Fafhrd se preparó para saltar, aunque no sabía a ciencia cierta si saltaría sobre la figura inmóvil de Lavas Laerk o hacia la relativa seguridad de la cabina de popa. Sin duda, Lavas Laerk estaba sentenciado; o más bien habría estado sentenciado si el timonel no hubiera gritado desde la popa con su vozarrón vacilante:

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