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Authors: Marcela Paz

Tags: #Infantil

Papelucho perdido

BOOK: Papelucho perdido
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En éste, el sexto volumen de la serie, es, como siempre, las más simple emergencia cotidiana la que basta a Papelucho para urdir un mundo de aventuras en que cada suceso cobra una dimensión extraordinaria. Esta vez, habiéndose perdido en un tren junto a su hermana Jimena, parte en busca de sus padres ya que, según él, son ellos los que se han perdido. De este modo, y antes de reencontrarlos, transcurrirán una serie de divertidas peripecias en las que los niños serán los protagonistas.

Marcela Paz

Papelucho

Perdido

ePUB v1.0

ZirKo
30.07.12

Título original:
Papelucho Perdido

Marcela Paz, 1960.

Editor original: ZirKo (v1.0)

Corrección de erratas:

ePub base v2.0

I

ESTOY PERDIDO y la Jimena del Carmen, ídem, y lo peor es que nadie nos busca. No hay avisos de radio que digan: «Se gratificará, con un Barril Millonario al que devuelva niños perdidos, etc., etc.», ni cosa por el estilo. Porque mi familia es de esa gente que busca las COSaS perdidas, pero jamás la fruta ni la plata ni los parientes. Tampoco buscaron a la tía Ema, sino que dijeron siempre: la Ema es una perdida, y se acabó el cuento.

Ellos creen que uno se pierde adrede y quieren obligarlo a encontrarse. Pero, mis queridos radioescuchas, vean ustedes cómo sucedieron las cosas.

Una mañana de luna llena y bello atardecer, amaneció mi mamá con esos nervios de confusión tremenda que tienen las mamas para los días en que hacen maletas.

—¡Quítate que estorbas! —le dicen al que quiere ayudar, y si uno se va, lo llaman: »¡Ven acá tú, y sé útil por una vez en tu vida!« Y así entre cosas hirientes y refulgentes van desordenando la casa entera y revolviéndole a uno las ideas.

Hasta que por fin conseguí preguntarle a la Domi:

—¿Qué pasa? ¿Es que nos persiguen o mi papá ha hecho algo malo? ¿Para dónde nos vamos?

—Nos vamos al África (¿o era Arica?)

—¿Echaron al papá de la Refinería?

—Nos vamos porque queremos. Tenemos mejor trabajo… —y se rió misteriosa.

Fue un día atroz. Mi papá partió temprano a ordenar su oficina y quedó mamá contando cucharas, pañales y revolviéndolo todo para encontrar su paletó de piel. Hasta que por fin se acordó de que lo había vendido en Santiago. Pero confundida y todo, dejó la casa entera metida en bolsas, maletas, atados y canastos para partir a la mañana siguiente en un taxi.

Era de esos taxis que dicen en la puerta «cierre suave», con olor a extranjero y con chofer de bufanda café, pero con los tapabarros bastante arrugados y un tarro con agua para cuando hierven, y un braserito para el té y mil metros de cordel por si hay que remolcarlo y un letrero con patas que dice PARE y, en fin, con la maleta llena. Total que vamos discutiendo que dónde pueden meterse los bultos, maletas y paquetes si no hay ni un hueco. Y mi papá se fue poniendo avión a chorro y hasta hubo puñetes y el chofer ni se fijó que le dio un portazo a su puerta «cierre suave» y partió con furor.

Mi mamá se puso a llorar de desesperación, pero en ese momento pasó Alejandrino Freiré en su regio camión y nos trepó a todos, con cacerolas, cuna, radio, chupetes, maletas, bolsas, lámparas, paquetes, atados, etc.

Javier, la Domi y yo íbamos atrás entre los bultos y mientras Javier aprovechaba de escribirle a su polola, la Domi sacó unos sandwiches calentitos que traía en un bolsillo secreto y yo alimenté a mi pobre Judas, el pingüino que me regaló anoche mi amigo Ramón Freiré. Y Judas no quería comer porque tenía la cabeza como lacia y dice la Domi que estaba fallecido. Y yo le hice respiración artificial y por fin se lo entregué a Alejandrino para que se lo llevara al Ramón para que se lo devolviera a su madre pingüina que vive en la isla.

Y estaba pensando en lo que haría la pingüina para enderezarle el pescuezo lacio a mi Judas, cuando mi mamá me zamarreó un brazo porque había que bajar del camión ahí en la estación de Viña. A ella se le habían olvidado sus lágrimas y otra vez se había vuelto General y daba órdenes a todo el mundo.

—¡Corre a comprar los boletos! —le chillaba al papá.

—¡Hazte cargo de la guagua! —le gritaba a la Domi.

—¡Cargue los bultos! —ordenaba al de la gorra colorada.

—¡Cuenta cuántos son! —le mandaba a Javier, y cada uno le obedecía calladito.

Había bastante gente y en la boletería una cola larga que se alargó otro poco con mi papá detrás. Mamá seguía al mando de nosotros y los bultos. Parecía un Arturo Prat en medio de la batalla y repetía todo el tiempo:

—El tren para en Viña sólo un minuto. Hay que subir rápidamente y tomar asiento.

Y miraba la vía por si venía el tren y a papá en la punta de la cola. Era un verdadero aeronauta a punto de elevarse.

—Javier, anda a decirle a tu padre que se apure —dijo de pronto.

Javier partió y no volvió nunca más.

Apareció un tren acercándose a todo rechifle y mi mamá ordenó:

—Domitila, tú te encargas de los bultos. Tú, Papelucho, de la guagua. Yo voy en busca de Javier y papá —y desapareció en el espacio.

Llegó el tren majestuoso y antes que parara yo metí a la Jimena y el pelotón de gente me metió a mí. Me senté con violencia en el primer asiento que encontré y miré por la ventana. Ahí estaba la Domi en la estación pescando los paquetes y canastos, haciendo un desparramo atómico. Sus brazos cortos se topaban con su gordura y no cabía nada en sus manos confundidas. Los atados se reventaban y era una revolución de chombas, cacerolas, cepillos de diente y zapatos, sábanas y coladores y el montón crecía cada vez más.

Pitó el tren y partimos suavemente mientras la Domi y su montaña se iba alejando poco a poco. El tren era muy largo y yo pensé que allá, en el último vagón, se treparían Javier, mi papá, mi mamá y la Domi con toda su confusión y su montón de paquetes. Era lógico, porque el último vagón pasa mucho más tarde por la estación.

Ahora corría el tren galopando por su vía entre peñascos chilenos sin importarle cerros ni postes y su genial castañeteo de fierros aturdía los nervios. Yo esperaba todo el tiempo ver aparecer a mi papá y mi mamá con la Domi y sus paquetes, trotando por el pasillo, pero nada… Hasta que me acostumbré a no esperarlos, porque cuando no se espera, es cuando llega la gente.

La Jimena del Carmen iba feliz. Apretaba los ojos y abría su tremenda boca sin poderla cerrar por la fuerza del viento y al fin se veía peinada con sus mechitas tiesas para atrás.

Resulta que cuándo no pasa nada, da hambre. Y a mí me acongojaban mis tripas estereofónicas, porque dale con pasar unos mozos con bandejas de sandwiches.

Lo pesqué de la manga y le dije:

—Señor, ¿me puede fiar dos? Mi papá se los paga cuando llegue.

—Cuando llegue te los doy —dijo con voz áspera, y se fue.

Conté hasta veinte, hasta trescientos, hasta mil novecientos setenta y uno… ¡y nada! mi papá no llegó. La Jimena se había puesto odiosita y no quería estar sentada. Ella sabe caminar para un solo lado. Yo la ponía de perfil en el pasillo y partía para el lado equivocado y se caía y lloraba. Los suelos del tren tienen una mugre rara y la Jimena al poco rato parecía un neumático. Una señora la compadeció y me dijo:

—Al fondo del vagón hay un lavatorio.

Llevé a la guagua y era un excusado del porte de un confesionario, pero con un olor tremendo, y yo empecé a lavar a la Jimena por pedazos, hasta que me aburrí y la lavé enterita con ropa y todo. No había con qué secarla y sus vestidos se le pegaban tal como a los santos de yeso. Tampoco podíamos salir de ahí porque la puerta se había cerrado perpetua. Pero de repente se estremeció el tren como terremoto y ¡zas! se abrió la famosa y caímos los dos afuera.

La genial señora del excusado recogió a la guagua que se había puesto entera negra otra vez con el costalazo, la desvistió, la secó con su pañuelo y me dijo que sujetara la ropa en la ventana para que el viento la secara.

Yo obedecí, pero ni sé si se desintegró en el viento la famosa ropa o quizá se voló. Menos mal que la Jimena es de esas guaguas gorditas que se ven bien en calzones y parecen muñecas plásticas de las más caras. En todo caso la gente ahí se hizo amiga y empezó a darnos galletas, caramelos y hasta un pañuelo de seda que le pusieron de vestido a la Ji.

En eso paró el tren y todo el mundo empezó a bajarse muy apurado.

Yo también me bajé muy apurado. Había miles de gente apurada que empujaban para subirse más apurados a otro tren. Yo id. con la Ji porque me acordé de eso que siempre dice mi papá: «Donde fueres haz lo que vieres»

Este tren resultó más estupendo y volví a creer que iba a encontrar en él a mi mamá, porque tenía gente nueva, asientos blandos, vidrios limpios y olor suave. Ya no teníamos hambre y ni nos importaban los vendedores de cosas.

Mirábamos apasionadamente a cada persona, pero ninguna era de la familia, cuando suavemente partió el tren. Casi pensé ponerme triste, pero después volví a pensar que era mejor creer que luego llegaríamos a Arica (¿o era al África?) y encontraríamos a todos en la estación esperándonos. Y con este pensamiento me dormí…

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