Mientras más trataba de hablar, más se me pegaban los platinos, hasta que por fin dije: —¡Chao! —y cogiendo a la guagua de la mano partí paulatinamente dando un portazo.
Caminamos por el campo y con cada paso que dábamos me iba poniendo más y más rabioso. Pero mi rabia de ahora no era contra Hans sino contra mi »yo« cargante. Hans me había salvado de la erupción del volcán, me había dado alojamiento y comida, y yo era un desagradecido. ¿Qué sacaba con seguir caminando cuando sabia que TENÍA que volver atrás para decir ALGO? Lo que no sabía era qué »algo« diría, ni cómo decirlo.
De pronto sentí en mi mano un aire caliente. Miré asustado creyendo que el volcán nos perseguía con su humo negro, y me encontré con la Mena y su nariz mocosa.
—Tetetete —chilló la Ji abrazándole una pata.
—Vuélvete —le ordené a la vaca, pero ella me miró desconsoladamente. Las vacas oyen pero no entienden, y aunque le hablé en los cuernos, ni se movió siquiera. Entonces decidí volver con ella, no fueran a pensar que la habíamos robado… Pero no era tan fácil: la Mena estaba pegada al suelo.
Hay vacas con ideas pero que ni saben explicarlas. La Mena nos miraba de fijo y ni entendía mi mandato de que se volviera. Hasta que descubrí que tenía los cuernos tapados, o sea las antenas malas, sin corriente. Me acordé de que había visto animales con un palo trasmisor entre sus cuernos, y aunque la madera no trasmite electricidad, quizá hace contacto entre cuernos. Encontré un palo, se lo puse, y, junto con ponérselo, cambió de carácter.
Estornudó, batió la cola y echando espuma por su mocosa nariz, partió al galope. La Ji se puso a llorar y mientras la consolaba, vi alejarse a la Mena hacia el rancho de sus dueños que ojalá habrán rezado para que al verla aparecer, crean en los milagros por fin.
TODAVÍA MIRABA EL hueco que dejó la Mena entre las espigas, cuando divisé a lo lejos un tierral. ¿Sería un tornado de esos que vienen viajando desde Estados Unidos? Dicho y hecho, debía dejarme envolver por él para que nos llevara al Norte. Yo sé que los tornados viajan a mil por hora, y así, en un poco rato estaríamos con nuestro papá y mamá. Tomé en brazos a la Ji y corrí al encuentro del tornado. Ni sé cómo podía con mi hermana que es pesada y resbalosa, pero la cosa es que mis brazos y mis piernas parecían de atleta y me salían chispas de los talones.
Llegué por fin al tornado, pero la nube de polvo la venía echando un camión y se acercaba con un ruido de mil diablos.
Le hice señas. Si a uno le falla un tornado y se le ofrece un camión, lo aprovecha. Al fin y al cabo, cuando uno está en el Sur de Chile, un camión que va de viaje tiene que ir al Norte. Y da lo mismo en qué se llega, con tal de llegar.
El majestuoso camión iba cargado de troncos que saltaban con infernal ruido, pero entre ellos, su chofer invisible lo detuvo, trepó a la J¡ adelante y me ayudó a subir. Nos acomodamos entre un chanchito rezongón y una gallina pecosa, y partimos estrepitosamente saltando por los hoyos.
Viajamos y viajamos remecidamente. Era un viaje de sordomudos porque nadie sacaba nada con hablar porque nadie oía. Yo a cada rato creía que iba a aparecer una ciudad grande, llena de tiendas de Arica, una estación con bancos y en uno mi mamá esperándonos. Pero nada.
La Ji se había dormido con el chancho de almohada. La gente chica viene con sueño atrasado, porque dale con dormir, y sólo se despertó cuando chirriaron los frenos. Fue un chillido muy largo pero al fin el camión se detuvo. Yo me quedé bien sordo. No se oía nada de nada. Era atroz. Hasta que de repente apareció entre los troncos el chofer camionero y dijo:
—Voy a hacer una diligencia. Cuídame la carga —y saltó afuera.
Era lindo oír su voz y saber al menos que uno no estaba sordo pero era una tremenda pena no tener tiempo de preguntarle las setenta y cuatros cosas que se me habían juntado en todo ese rato. Tendría que guardarlas para cuando volviera.
El camionero se estiró hasta que se puso inmenso, crujió entero, bostezó, se volvió a armar de nuevo y partió a su diligencia. Todo esto en un instante, sin darme tiempo de preguntarle nada. Yo lo quedé mirando alejarse por un sendero hasta que la Ji me sacudió con su eterno Tétete y me mostró un huevo que le había sacado de no sé donde a la gallina.
El chanchito se había puesto nervioso y tironeaba y tironeaba de su cordel amenazando ahorcarse. Se había hecho mil rollos en el freno y el cogote se le iba poniendo más y más flaco mientras más le bailaban sus ojos de chancho. Era duro, pesado, torpe y porfiado. Inútil tratar de hacerlo entender que se diera vuelta al otro lado, inútil moverlo, inútil amansarlo, inútil empujarlo. Le colgaba la lengua…
O se moría ahorcado el chancho, o soltaba yo el freno del camión.
Lo solté y le salvé la vida. Pero la mala suerte fue que el camino ahí era como de bajada, y mientras desenvolvía el cordel del cogote del chancho ni me di cuenta de que el camión se movía y se seguía moviendo, primero despacito y después más ligero. En realidad íbamos bajando a todo chifle, porque empezó otra vez la sonajera de troncos y no se oía ni el chancho.
El paisaje pasaba a chorro a nuestro lado. De pronto me di cuenta de que si el chofer se había bajado del camión, el camión iba entonces sin chofer. Estábamos en órbita y eso era peligroso. Me trepé en el asiento y me agarré con fuerza de la dirección. No era fácil sujetarla a tanta velocidad y con tanto brinco y la sonajera horrenda de los troncos. El camino era ancho porque ni había camino por donde íbamos, porque era puro cerro, pero allá abajo se divisaba plano. Algún día llegaríamos y entonces terminaría esta carrera.
Es fácil manejar un camión, pero lo que es difícil es sujetar la carga. Yo me di cuenta de esto al poco rato, porque sentía caer los tremendos troncos, atrás, a los lados, arriba, etc. Cada hoyo disparaba uno o dos, y mientras menos carga había, más saltábamos y más rodaban los troncos ya sueltecitos. Sostenía a la Ji apretada entre mis piernas mientras al chancho le dio por asomarse y colgaba medio cuerpo en el aire. La gallina se revolvía entre sus patas y su cola. Ni me acordaba del chofer y su diligencia. Solamente pensaba en llegar al plano.
Y de repente no se oyó más ruido. El último tronco rodaba detrás del camión y aunque agarraba vuelo, no lo alcanzaba.
Hubo un sacudón electrónico, un ruido supersónico y, Con dolor de muelas, salimos de un enredo de patas y brazos y cola y plumas, la Ji, el chancho, la gallina y yo. El camión estaba clavado en una genial piedra. De sus latas abolladas salían aguas, aceites, y alambritos negros.
Habíamos llegado.
Pero no sabíamos dónde, eso era lo malo, porque ni había a quién preguntarle porque era de esos valles solitarios entre montones de cerros.
Después que se me quitó lo tullido, caminé con la Ji para acá y para allá, volví al camión a revisar lo que quedaba y descubrí el padrón, que era una tarjeta vieja, una botella quebrada y un sandwich con varios mordiscos.
Se lo di a la Ji porque tenía pena de que se le hubiera quebrado su huevo, y al chancho le di el huevo con cáscaras y todo. La gallina la solté por si ponía más huevos. Entonces me puse a revisar el motor del camión.
Tenía dos cosas buenas: una bujía y un pedazo de ventilador. Saqué la bujía para aprovecharla en algo y estaba pensando en qué, cuando de repente oí una tos. Miré y había a mi lado una cabra blanca con cuernos y pera. Miré más y vi más y más cabras por todos lados. Había chicas y grandes, negras y peludas, apolilladas y viejas. Hasta una café con manchas blancas. Era una mina de cabras salvajes y curiosas. Nos miraban pero estaban listas para partir al galope.
Decidí no hablarles para darles confianza y sólo les sonreí. Y una cabrita de la edad de la Jimena se le acercó y le lamió la mano. Y ahí empezó la amistad.
Cuando cayó la noche, dormimos como nunca de bien, entre las cabras de pelo suave y caliente, blandas, olorosas a cabra y soñando con los quesos que nos darían de desayuno al otro día.
AMANECER ENTRE CERROS solitarios pero llenos de cabras recién levantadas, es precioso. Ellas estiran el cogote y prueban su voz a ver si les funciona; después corren a saltitos, se desparraman por el mundo y comen calladas.
Las cabras mamáes no tienen problema: sus hijos nacen sabios y las guaguas toman su mamadera calladitas. Yo creo que si la gente le aprendiera a vivir a las cabras sería muy feliz.
Después del desayuno, se fueron todas a mirar el camión. Era para ellas la gran novedad, pero a todo esto ni la Ji ni yo habíamos comido nada.
Pensaba en los quesos, me imaginaba que habría una inmensa cueva donde los tendrían guardados y se me hacía agua la boca mientras caminaba buscando el escondite.
De repente me acordé de mi hermana. No estaba por ningún lado.
—¡Ji-me-na! —grité, con voz de trueno y de susto tremendo. Y creí que estaba loco porque por todas partes se oía mi mismo grito: Mena, Mena…
Era el eco. Yo no lo conocía más que de nombre, pero está muy bien inventado, porque donde no hay campanas de incendio, ni teléfonos, uno se comunica con su gente.
La Ji apareció ahí muy cerquita, debajo de una cabra que la estaba alimentando igual que la vaca de la Gretel. Yo no sé para qué la gente se da tanto trabajo cuando los animales ofrecen gratis su comida y limpiecita.
Cuando uno tiene hambre de verdad ni se acuerda del famoso asco.
Apenas terminó la Ji su mamadera yo me tomé la mía y ni pensé más en los quesos. Esa cabra que me dio su leche era una gran persona. Yo no la olvidaré jamás, y cuando sea grande me preocuparé de que tenga una vejez alegre.
Para desconfundirla entre todas le puse la bujía colgando del cogote con un collar hecho de alambre, y así, vaya donde vaya la reconoceré. Y cuando se muera la voy a embalsamar y mis hijos y nietos sabrán que me salvó la vida cuando estuve perdido.
Poco a poco las cabras se aburrieron de mirar el camión y partieron para distintos lados. Algunas se veían como puntitos trepadas en los cerros y algotras ni siquiera se divisaban. Yo seguí a mi amiga para que no se me perdiera a la hora del almuerzo, pero salió tan saltona y andariega que al poquito rato ya ni divisábamos el famoso camión. Sino que por el contrario, al otro lado del cerro, en una especie de cancha lejana, se veía un avión.
Parecía de juguete, pero cuando uno ha viajado tanto ya sabe que es cuestión de acercarse para que las cosas crezcan. Y tomando a la Ji de la mano resbalamos cerro abajo. Era de esa tierra suave y fina en que no hay ni que mover los pies y al igual que en los sueños uno llega justo donde va.
Después caminamos mucho con los ojos clavados en el avión y ya podíamos distinguir unos hombres que se movían alrededor. Se veía que estaban preparando su partida, porque iban y venían llevando cosas. La cuestión era que no fueran a partir antes que nosotros llegáramos.
La Ji estaba cansada y se me echó al suelo a dormir. La dejé un rato.
Cuando de pronto miro el avión y veo otro tornado, o sea la hélice girando a mil por hora. Me eché al hombro a la Ji y partí eléctricamente para alcanzar el aparato antes que partiera. La cabra amiga con su bujía trotaba a nuestro lado a igual velocidad.
Faltaban pocas cuadras para llegar al avión, cuando de pronto la hélice se detuvo. Era una suerte que el aparato estuviera descompuesto y nos diera tiempo para llegar a él; ojalá estuviera grave y se demoraran bastante en arreglarlo. De todos modos, por si el piloto era capo, aceleré mis piernas y llegué justo cuando empezaba otra vez a dar vueltas la hélice. Eso sí que yo había corrido tanto que no podía parar y seguía corriendo alrededor del aparato, hasta que se abrió la puerta y apareció una cabeza de piloto con anteojos y todo.
—¡Eh! —gritó al vernos pasar, pero ni le entendimos lo que dijo con el ruido del motor. Y aunque no era más que un avioncito Cessna nos demorábamos bastante en darle la vuelta. Cuando volvimos a llegar frente a él, me tiré al suelo con guagua y todo para poder frenar. El piloto dio un salto v se paró a nuestro lado y se agachó.
—¿Te ha pescado la hélice, mocoso idiota? —me sopló al oído.
—¡No! —chillé con todas mis fuerzas—. Pero llévenos con usted. ¡Estamos perdidos!
—No sabes dónde voy y quieres que te lleve. Cualquiera se pierde así… —y metió su cabeza en el avión de nuevo, con cuerpo y todo. Pero antes de cerrar la puertecita, se arrepintió y volvió atrás.
—¿Eres un desvalido? —me preguntó—. Porque si lo eres, es mala suerte para un piloto negarse a llevarlo.
—Soy desvalido —le contesté automático, aunque ni tengo la mayor idea de lo que es ser eso.
—¡Arriba entonces, insolente! —y estirando su gordo brazo me pescó del mío y me trepó al avión. Yo traía de la mano a la Ji, y aunque me estaba acostumbrando a que me suban en aviones, camiones, etc., resulta bastante difícil armarse de nuevo y juntarse los brazos con los hombros, etc. Mientras me hacía el masaje, le dije: