Esto de nosotros perdidos en un bosque, esta casita mágica, me recordaba algo… Pensé en Hansel y Gretel. Me dije: »Este es cuento de hadas«. Pensé: »Los cuentos a veces han sido ciertos«. Me dije: »¿Vas a ser cobarde y perderte una salchicha por miedo?«. Pensé: »¿Cómo llamar a esa ventana en plena noche sin asustar al caballero rubio?«.
—¡MUUUUHHH! —dijo la Mena, y al instante la cabeza rubia se volvió hacia la ventana con unos ojos redondos y celestes. No alcanzamos a huir. Esa cabeza se asomó completa y una voz en idioma raro nos saludó.
—Estamos un poquito perdidos —le explique—. Vimos luz en su casa y…
Había dos cabezas ahora, la otra mucho más rubia todavía. La Ji le mostró sus dientes y la Mena volvió a hacer ¡Muh!
—Adelante —dijo la señora rubia, y habló algo raro al señor. Escondió su cabeza y la sacó con cuerpo y todo por una puerta invisible. Nos cogió de la mano a mí y a la Ji y nos invitó a entrar. El olor de salchichas era de primera. Parecían tremendamente felices con nosotros tres, igual que en el cuento, y a uno le daba miedo SER el cuento.
Uno querría pensar en otra cosa, pero se acordaba de esa casita de caramelo, de ese viejo que lo engorda a uno para comerlo más sabroso.
Pensé: »Yo recé a Dios y me oyó mi oración. Hizo el milagro y ahora yo tengo malos pensamientos. He perdido la Fe«.
Entramos. Pero ahí era el milagro y nos estaban invitando a comer su rico pan negro, su queso, sus salchichas. La Ji se atoraba de felicidad y la Mena estaba eternamente callada en su establo, porque parece que era una vaca de ellos que se había perdido hacía tiempo.
—Tú me has devuelto mi mejor vaca —decía el Señor Hans haciendo brillar sus ojos.
—Yo ni sabía que era suya —respondí.
—Yo estoy tan agradecido de ti —repetía.
—Qué agradece —dije yo—. A lo mejor fue la vaca quien nos trajo, ella conoce el camino —da rabia que a uno lo crean santo u honrado cuando ni piensa serlo.
—Entonces es el destino… —dijo Gretel, y mostró todos sus dientes que eran miles.
—¿Usted no cree en los milagros? —le pregunté.
Hizo unos ruiditos, igual que cuando uno llama a los pollos, y meneó la cabeza.
—¿Entonces usted tampoco tiene fe? —le pregunté—, y ella volvió a menear la cabeza con violencia. Ahí sí que me dio rabia: que una alemana con marido, vaca, casa y de un cuanto hay, diga que no tiene ni gota de te. Es demasiado, así que le prometí a Dios que yo la iba a convertir.
Nos acostaron en una cama blanca tapada con un inmenso almohadón de colores, relleno de plumas y nos dijeron »Gute nacht«. Yo me desvelé pensando qué debía yo hacer.
Lo único que se me ocurrió fue quitarles la vaca de nuevo y perderla igual que antes. Algún día tendrían que rezar para que apareciera. Porque si Dios se las había devuelto gratis y ellos no estaban agradecidos, yo, como amigo de Dios, les haría entender que los milagros SON milagros, y se acabó. Y prum, me dormí.
DESPERTÉ CON UNA COSA que me hacía cosquillas en la frente y me picaba una oreja. Era la gallina Schatz que dormía antes en nuestra cama y estaba enseñada a despertar a todo el mundo. Cacareaba como un gallo y se le ponía blanca la cresta haciendo fuerzas.
Es increíble el hambre que da el Sur y lo bien que cae el desayuno alemán, pero cuando uno tiene hecha una promesa a Dios, no puede pensar en otra cosa hasta que la cumple.
Y junto con pararnos de la mesa, cuando Hans se fue a picar leña y Gretel se llevó a la Ji a los gallineros para darle comida a las »aves«, partí yo al establo a buscar la famosa vaca que había de perder.
Ahora que era de día me daba cuenta de que la pobre tuvo razón de irse. Estaba prisionera, con una cadena al cuello, junto con otras a cadena perpetua.
Ella me reconoció y la desaté paulatinamente. Me la llevé por la senda del honor, es decir, por un camino desconocido que íbamos abriendo los dos entre las espigas. Caminamos y caminamos largo rato hasta que nos perdimos.
¿Qué haría Gretel cuando se diera cuenta de que faltábamos los dos?
¿Saldría a buscarnos? ¿Se vengaría en la Ji?
Es terrible tener preocupaciones, pero las promesas son promesas y hay que cumplirlas. Yo la cumplí y me volví a la casa. Dejé a la vaca perdida y me fui enredando las espigas para no dejar rastro ni huella.
Llegué a la casa y estaba cada uno en su cada cosa; nadie se había dado cuenta de que faltábamos la vaca y yo. Entonces miré al volcán y lo miré tanto que de pronto pensé que si Dios lo había hecho tan alto, para algo sería… Hasta que por fin se me ocurrió esto: si yo trepaba hasta el cogollo podría divisar el Norte y tal vez a mi mamá en alguna parte. Y si ella me buscaba, seguramente tendría anteojos de larga vista y me vería. Una vez que ella me viera se quedaría tranquila de saber que estábamos bien en la punta del volcán.
Le expliqué al señor Hans y él movió la cabeza y se rió, igual que la mueve y se ríe todo el tiempo. De todos modos me fui mirando de fijo el humito azul del volcán para no andar de más. Iba en línea recta para acortar camino. Pero de pronto se me puso delante un río. Su agua fresca traía peces y piedras preciosas que arrollaba en su corriente de mil amperes. Cruzarlo a nado era imposible. Habría que hacer un puente, un puente de piedras. Tomé una grande y la dejé caer al fondo, pero desapareció. Eché otra encima y otra y otra hasta que me convencí de lo inútil. El puente debía ser colgante, como el del río Kway. ¿De qué lo colgaría?
En esto pensaba cuando de pronto vi saltar una piedra del cráter del volcán. La piedra se elevó y se perdió en el cielo. Debía ser una piedra preciosa y esta noche habría una estrella más en el cielo… El humo azul se iba poniendo gris, luego blanco y por fin rojo. Era como la llama de la Refinería, pero mucho más grande y se molía en el aire disparando estrellitas y peñascos inmensos. Era una oportunidad.
A todo esto me di cuenta de que un trueno grande y majestuoso se derramaba cerro abajo a mis pies el suelo tiritaba igual que la piel de la Mena. Las aguas del río habían perdido el paso… y el cielo se iba poniendo oscuro con el humo gigante del Osorno.
Me quedé paralelo. ¡Yo solo y ese espectáculo maquiavélico!
Sin duda era un aviso para que no siguiera adelante en mi camino al volcán. Por sus laderas saltaban peñascos muy alborotados. Yo estaba feliz, eternamente feliz.
De pronto me di cuenta de que me rodeaba el agua. El río se había desbocado y entre mis y zapatos hallé una liebre muy asustada. Se tranquilizó en mi ancho pecho caliente y con ella se me pasó el susto de ser una isla en el río.
A uno le gusta tener aventuras y poder contar algo cuando vuelve a la casa, pero la cuestión es PODER volver. Porque si uno está rodeado de agua y esa agua es tan profunda que se traga toda piedra, no es fácil salir de allí.
Por milagro estaba yo en un peñasco elevado, por milagro había encontrado anoche una casita con cama y comida, y por milagro podía salvarme de ser náufrago ahora. Cuando uno se convence de que existen los milagros y basta con pedirlos, no hay más miedo. Y aunque se demoren un poco, si uno tiene en sus brazos una liebre más asustada que uno, eso da confianza.
Recé, y tal vez porque me sentía tan gallito, Dios se hizo el sordo. En vez de secarse el río, se abrió más grande, más hondo, con más olas. El agua subía a mis zapatos y mis dedos empezaban a ahogarse. El corazón de la liebre era un Jett y el mío se iba poniendo tan lento que creo se detuvo. Las nubes negras, o sea el humo, etc., etc., etc.
Cuando a uno se le para el corazón, se muere. Morir parado en una piedra o ahogado en un río, es ídem si uno se muere de veras. Saqué bien la cuenta, me convencí y me lancé a nado. Me pegué fuerte contra las piedras del fondo y la liebre se me subió al cogote.
Entonces me levanté para contar mis heridas y me di cuenta de que el agua era poca, tan poca, que apenitas me cubría los pies, y mis heridas eran puramente ocho, y no bien mortales, tampoco. La liebre estaba muy nerviosa y tenía que sujetarla con las dos manos mientras miraba al cielo. El humo negro se iba retorciendo en un enorme tirabuzón y el volcán Osorno echaba unos escupitos chicos como de velos blancos.
Me sentí elevado por una garra inmensa y sólo atiné a apretar la liebre entre mis brazos. Cuando recobré la calma, la liebre tenía la lengua afuera y estaba medio ahogada por mi fuerza. A mi lado, el señor Hans me hablaba con su lengua de revoltijo:
—Estás sanito —decía con su saliva espesa—. Tembló violento porque el volcán eructó y tuve miedo de ti…
Era una gran noticia, pero me acordé de la Ji y me dio congoja. ¿Qué le habría pasado a ella? No sabía cómo preguntar. Por suerte los alemanes son adivinos.
—Tu hermanita muy bien —me dijo, como telegrama, cuando me subió al anca del tordillo—. Te espera ella y una sopa de lentejas…
Yo respiré feliz y tan fuerte que apreté mis talones; y el tordillo saltó a todo galope camino de la casa.
JUNTO CON LLEGAR al rancho me di cuenta de que algo raro pasaba. La señora Gretel saltaba como loca, se echaba al suelo dándose vueltas de carnero sudaba y por todas partes había cosas tiradas, manzanas, duraznos, flores y floreros. En el medio, rodeada de extraños juguetes y con la colita para arriba y la cabeza pegada al suelo, se chupaba un dedo la Ji.
—Ella no quiere jugar —dijo Gretel, arreglándose el pelo—. Tiene mal ánimo y no puedo sonreirla…
Pero se ve que la Ji estaba esperando la liebre. Al tiro se puso contenta y a la liebre se le pasaron los nervios. La señora Gretel ordenó la casa y todo se volvió aburrido como si uno hubiera nacido allí.
Hasta la sopa de lentejas tenía un gusto de toda la vida. Para alegrarme, pensaba que al menos el Norte debe ser distinto del Sur, y al fin y al cabo lo más importante para un hijo perdido es que lo encuentren.
Aunque Hansel me prestó su caballo, aunque Gretel nos dio kuchen al té, aunque el sur de Chile es la maravilla, yo prefiero el Norte. Aunque nadie reta ni castiga, aunque nunca prohíben hacer algo, aunque nadie se enoja o se pone nervioso, yo prefiero mis papas chilenos.
Gretel decía al darnos kuchen:
—¿Quieren vivir siempre con nosotros ya? ¡Adoramos los niños! —y sus ojos daban chispas azules y sus manos rosadas se apretaban como rezando. Yo quería convencerla de que cuando una tiene su mamá propia le caen mal las tentaciones de ser hijo de alemán del Sur. No quería ser mal agradecido tampoco.
—Yo tengo mal genio —le dije—. También soy desordenado, porfiado y no sé qué más. Ahora ni me acuerdo, pero creo que no le convengo de hijo. Y mi hermana tiene malas costumbres. Además es atrasada de noticias, lo que quiere decir que no es inteligente.
—Es chiquita… —dijo, Gretel, poniendo la boca como chupete viejo.
—De porte —expliqué—. Tiene bastante edad. Siempre será guagua y chica, por eso la cuido tanto. ¡No tiene remedio! —clamé, aburrido.
Hans habló en alemán y Gretel empezó otra vez a ordenar todo. Es su manía.
—¿Cómo piensas volver al Norte? —me preguntó Hans encendiendo su pipa.
—En avión —contesté.
—¿Sabes la dirección de tus padres?
—La atrasada de noticias es la Ji —le contesté—. ¡Yo no!
Me daba rabia que se metiera en mis secretos de familia.
—Debías haberte ido al Norte inmediatamente, entonces —dijo.
—¿Ve usted como soy mañoso? ¡Llevo dos días en Osorno! Y quién sabe cuándo me iré…
Hans no contestó. Se veía que yo le estaba cayendo mal, pero yo me seguía poniendo cargante y más cargante, igual que les pasa a las tunas cuando les salen espinas y más espinas. Es como una fatalidad, y dale a uno con volverse erizo.
Hans se paseaba mordiendo su pipa y preguntándome cosas que yo contestaba de mal modo, hasta que por fin dijo:
—Está bien que vuelvas donde tus padres. Pero está muy mal decir que estás perdido cuando sabes su dirección. Eres un MEN-TI-RO-SO.
Yo puedo aguantar todo, todo, que me digan canalla, asesino, antropófago, idiota, menos »mentiroso«. Así es que me puse verde. Uno puede decir que uno es lo peorcito, pero ¡que se lo venga a decir otro!
Era tanta mi rabia que se me hinchó la lengua y ni me salió palabra.