—Señor piloto, falta la cabra. Ésa es más desvalida que nosotros.
—¿Estás chiflado que voy a volar con una cabra?
—Es la cabra Fortuna —le dije—. Trae la suerte.
—¿La has probado ya?
—Usted lo está viendo… No teníamos manera de salir de estos cerros y lo único que podía salvarnos era un avión. Y aquí está.
—Tienes razón, majadero. Ayuda a subir la cabra.
Lo ayudé y le dije: —Señor piloto, por si le interesa yo me llamo Papelucho y no majadero y mi hermana se llama Jimena.
Me miró como si jamás me hubiera visto, cerró la puerta, se apretó el cinturón y gritó con fuerza: —¡ Agarrarse fuerte que partimos!
EL MOTOR CHIRRIÓ furioso y el Cessna matapiojo se deslizó por la cancha brincando. De pronto dejó de saltar y nos fuimos rodando para atrás, la Ji, la cabra Fortuna y yo. Nos estrellamos contra unos sacos duros y, bien aferrados los tres, esperamos calladitos a que decolara el aparato. Ya una vez en el aire, la cosa era distinta. Uno se sentía seguro, porque el aire es gran persona. Por una rendija divisé el campo y los cerros donde estuvimos. Se veían chiquititos, cada vez más lejos, mientras nosotros potentes surcábamos los aires, sobre la cordillera, sobre el volcán Osorno, sobre la ciudad, sobre todo. Allá abajo estaría el Diputado hablándole a su gorda con la boca cerrada; el papá del Casi vendiendo sus diarios en la Plaza; Hansel y Gretel lechando sus vacas.
Yo nací para volar y la Ji también. Al poco rato ella se puso a hablar como si nunca hubiera sido atrasada de noticias y conversaba de todo con la Fortuna. Eso sí que le dio por llamarla mamá y por imaginarse que tenía muchos hermanos.
Yo me acerqué al piloto. El me había dado la idea de que era bueno saber donde íbamos. Y quería preguntarle, pero era de esos gallos con una arruga negra en la frente y dos en la boca. Parecía que algo le dolía perpetuo…
Me vio a su lado y en vez de hablarme, apretó más la boca. Yo creo que se sentía manejando micro a la hora de doce. La arruga en la frente se le volvió chichón alargado y de la nariz, le asomaron unos pelos. Estaba furioso.
Yo siempre he visto gente enojada hablando y rabiando, pero quedarse con todo lo que uno tiene que decir y manejar un avión debe ser tremendo.
Lo mejor era preguntarle muchas cosas hasta que estallara de una vez. Rabiando, se le pasaría la rabia.
—¿Para dónde vamos? —le pregunté a todo grito. Pero él se hizo como si no me oyera.
—Es macanudo volar —dije todavía más fuerte—. Pero debe ser bueno saber para dónde uno va.
Tampoco contestó.
—¿Es suyo este avión? ¿Hace mucho tiempo que es piloto? ¿Cuántas horas de vuelo lleva? ¿Tuvo paperas cuando era chico? ¿Se acuerda todavía de su abuelita? ¿Se le arrugaba la frente cuando estaba en el colegio? ¿Enseñaban en ese tiempo geografía?
A medida que se me ocurría una cosa se la preguntaba. Como él no contestaba, me servía de ejercicio para que no se me olvidara hablar. Él ni siquiera estornudaba, y mientras más me daba por preguntarle, menos se movía.
De repente llegó la Ji a mi lado. Se me trepó a la falda y se largó:
—Oye —me dijo—, fíjate que mi mamá está con vómitos. Y vomitó una abeja. —A mí se me había olvidado que la Ji hablaba ahora y la miré sorpresoso.
—¿Qué dices?
—Que mamá vomitó una abeja y la abeja me quiere picar y ya picó a mi hermana Clori y a mi hermana Coti y a mi hermana Rudi. Y están las tres llorando.
—¿Dónde están tus hermanas? —le pregunté, olvidado de su nueva idea.
—Están ahí atrás. Y la Coti quiere vomitar y no puede y la Clori le pegó a la Rudi porque creyó que ella la había mordido. Y era la abeja…
Todo esto lo decía con cara de verdad y muy seria. Me convencí de que era cierto y fui con ella a ver. Era verdad que la Fortuna había vomitado, pero lo de las hermanas eran copuchas de mujeres.
—Oye Ji —le dije—, tú no tienes hermanas, sólo un hermano, que soy yo. Así que no más cuentos de Glotis, Rudis y Coris.
—Clori, Coti, y Rudi —me corrigió muy seria.
—Bueno, como quieras llamarlas… —pero me irrumpí cuando vi que se me paraba una abeja en la mano. Era verdad que había vomitado una abeja viva la cabra. A lo mejor esas hermanas…
Espanté la abeja y empezó el correteo por todo el avión. Era una abeja enemiga y fuimos a dar al comando de la nave. Es decir al lado del piloto. Y ahí sucedió lo tremendo.
La abeja se convenció de que yo era impillable y Se lanzó en picada contra el piloto. Se le paró en la arruga de la frente y le enterró su lanza. El piloto dio un grito, se desparramó y abriendo los brazos con violencia, salió disparado, aleteando y escupiendo palabrotas. El avión pegó un brinco y el piloto rodó aturdido al suelo. Fui a socorrerlo y lo encontré casi muerto, con un inmenso chichón encima de su arruga, la boca abierta y los dientes afuera. La abeja yacía desvanecida en su nariz. Le dije:
—Señor piloto, despierte. El avión vuela solo y usted se va a matar sí no se preocupa. ¡No es hora de aturdirse! —clamé definitivamente. Pero nada.
El avión dio otro brinco y comenzó a darse vueltas de carnero. No había manera de tenerse en pie. Me agarré de la palanca del comando mientras la cabra rodaba con la Ji de un lado a otro.
—Cuidado, Clori —gritaba—, Rudi, sujeta a la Coti…
Noté que el avión se enderezaba. Era yo que lo piloteaba. Empecé a hacer ensayos, a mover palancas y cada una traía su sorpresa. De repente miré hacia afuera y vi venir contra nosotros unos cerros. Hice otro ensayo y el avión, se elevó por encima de ellos y los dejé bien atrás. La cabra vino a ponerse a mi lado y la Ji con todas sus hermanas. Andaban por el avión como si estuvieran en tierra. El piloto roncaba su aturdimiento y yo estudiaba las palancas entretenidamente.
De pronto el avión empezó a fallar. Se le estaba acabando la bencina y yo no sé dónde habrá bombas aéreas para llenarlo volando. Teníamos que bajar. En vez de asustarme, eso me pareció choriflai. También en ese momento me sentía bastante macanudo de saberme piloto, de que nadie me estuviera corrigiendo y de que todo el mundo supiera después que yo había piloteado solo y salvado un Cessna con piloto herido.
Y justo cuando me creía más súper, el motor dio un estornudo y se quedó en silencio. Se había terminado la bencina y no había más remedio que aterrizar. Era la única palanca que ni había probado. Miré hacia un suelo plano, tal vez de campo chileno, con su cancha de fútbol y todo.
—Ahí es donde tengo que hacer el gol —me dije con firmeza, y miré de fijo entre las dos vallas. Pero en ese momento me sentí disparado por los cielos y sin entender nada, abrí los ojos para ver al piloto resucitado y otra vez en el comando.
—Estúpido, —decía con su chichón—, habías cerrado la llave de la bencina y por poco nos estrellas…
El avión volvía a zumbar con su motor aburrido y las canchas se alejaban de nosotros.
—Siéntate quieto —ordenó—. Más vale que aprendas el manejo. Porque si me vuelve otra vez este ataque que me da, quizá nos podrás salvar — y comenzó a enseñarme. Era un buen tipo y parece que cuando menos lo piensa le viene un famoso ataque y se queda estítico.
EL PILOTO CIVIL Beleúndez nació con mala estrella y parece que de puro sufrir se le hizo esa arruga en la frente a los seis meses. Tener mala estrella quiere decir tener suerte de perro y que a uno todo le salga mal. Por ejemplo, que los negocios no dan plata, que la esposa no lo aguanta, que los amigos lo engañan y que le echan la culpa de todo. El pobre Sr. Beleúndez tiene que aterrizar en campos secretos, volar con cielo nuboso, acallar los motores cuando pasa por aeródromos y cargar su avión de noche. Parece que no tiene patente, o algo por el estilo, pero sus vuelos son secretos. Y tiene ideas raras y mucho miedo de su Jetta.
Así como antes le dio por no hablar, después del ataque le dio por lo contrario y me contó su vida desde que nació y todos los accidentes y malas suertes y Jettas que lo persiguen. Estuvo preso tres veces y cumplió su condena, y cuatro que escapó, y las escapadas a veces cuestan caras. Por eso nunca tiene dinero. Me dijo que tenía la tincada de que la Fortuna le iba a traer suerte porque ya se notaba con la escapada que hicimos. Y en ese caso con este viaje le iba a cambiar su vida y sería millonario. Y si le fallaba algo se iba a Cuba.
—Usted me ha contado muchas cosas —le dije— menos una.
—¿Cuál Papelucho?
—Adonde vamos. Usted mismo me dijo que debería preguntárselo.
—No es por no contestarte, pero toca el caso que ni yo mismo lo sé. Todo depende de cómo se presenten las cosas…
—Pero si mi cabra le trae suerte, las cosas se presentarán bien, y en ese caso, ¿dónde aterrizamos?
—Es posible que en un valle del Norte o de la zona central. Será de noche y he de esperar ciertas señales…
—Usted es medio misterioso, y a mí me gustan, los misterios —clamé, pero en ese momento me di cuenta de que estaba muy oscuro y me acordé que la Ji debía tener miedo.
—¿No hay luz en este avión? —le pregunté.
—Hay —contestó con voz final— pero yo vuelo a oscuras y si te parece mal te duermes.
En vez de dormirme me fui a la cola del avión a acompañar a la Ji; tanteando con las manos la encontré acurrucada durmiendo con la Fortuna de almohada y me volví a mi asiento.
—A mí me gusta la oscuridad —dije—, no se ven las cosas feas y también uno puede imaginarse otras más macanudas.
Pero Beleúndez ni me contestó. Había estrellas en el cielo y parecía que él las contaba para ubicarse. De pronto encendió una radio que nunca hizo funcionar antes y se oyó:
—Atención, atención. Avión no identificado indique patente y vuelo. Paso.
Beleúndez apagó la radio y dijo algo que no entendí. Sentí que nos elevábamos recto hacia arriba. Quizá atravesaríamos la noche para llegar al día. Subíamos y subíamos y seguíamos subiendo. De pronto nos enderezamos y se encendió una luz.
—Por fin estamos sobre las nubes —dijo Beleúndez estirando sus piernas—. Ahora podemos continuar el vuelo tranquilos.
—¿Volaremos toda la noche?
—Aterrizamos cuando menos te lo pienses —dijo, y su mano negra encendió otra vez la radio.
Perdido. Paso. Repito: Cessna sin identificar perdido. Atención, atención«. Cerró el botón de la radio y lanzó una carcajada.
—Comeremos algo, Papelucho. Abre esa caja…
Esa caja contenía jamón, huevos duros, chocolate, y bebidas. Era de primera y todo esto tiene un gusto todavía más exquisito cuando hace mucho tiempo que uno no ha comido.
Beleúndez miró su reloj.
Resulta que en ese instante sentimos un feroz choque. El avión se estremeció y la Fortuna salió galopando hacia atrás. Fue un sacudón y luego nos quedamos muy quietos en el vuelo. Giramos en redondo suavemente.
—¿Qué pasó? —pregunté al señor Beleúndez.
—La señal —dijo el genial piloto—. Hemos rozado la señal. Ahora bajamos. ¡Agárrate Papelucho!
Silenció los motores y empezamos a planear en secreto haciendo círculos. Apareció una luz y otra, y otra. Dibujaban una Z inmensa que se iba agrandando.
—¿Es esa la señal? —pregunté—. ¿Vamos a aterrizar?
No había terminado la frase cuando me di un feroz cabezazo, se oyó un grito de la Ji y la Fortuna se largó a balar desesperada. El avión galopaba en un suelo áspero y abollado, que era suelo de verdad.
Un balido tremendo en mi propia oreja me sacó de mis sueños. Era la Fortuna que otra vez, mareada, tosía y vomitaba a mi lado. La Ji seguía durmiendo en la cola del avión arrebujada entre sacos misteriosos. Yo sentía que nos íbamos de punta con violencia y mi estómago subía y subía…
Por suerte se apagó la luz.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Hemos atravesado las nubes y desde ahora comienzo a ubicar señales —contestó Beleúndez.
—¿Vamos a aterrizar? —pero no me respondió. Debía tener otra vez esa cara dolorosa y a lo mejor le volvería el ataque. Esperé y miré la oscuridad de abajo. Allá lejos se divisaba una luz más chica que un grano de talco. La luz se apagaba. Aparecía otra vez, quedando atrás. Seguíamos volando.
El piloto encendió otra vez la radio:
"Indique posición K.L. 103 —paso. Atención. Neblina en la costa, visibilidad interrumpida. Estación J. R. Cielos despejados zona central. Atención, atención. Cessna perdido no identificado se le ubicará a la amanecida". Cortó la radio.
BELEÚNDEZ ABRIÓ la puerta del Cessna, y atropellándolo con una educación nerviosa, saltó a tierra la Fortuna y se perdió veloz corriendo por los campos oscuros. Beleúndez echó una maldición.
Desperté a la Jimena, le sacudí los pelos de cabra que la hacían parecer escobillón, la enderecé hasta que se acostumbró a conocer cuál era el suelo y nos acercamos a la puerta.
Alguien de afuera nos pescó y nos puso en tierra. Lo único que se veía eran unas regias antorchas de fuego humeante muy cerca del avión.
—Hemos llegado —le dije a mi hermana—. En poco rato más estarás en tu verdadera cama y con tu verdadera mamá.
—Tétetele —respondió ella. Es de esa gente que sólo sabe hablar cuando está en el aire.