Volvimos a casa y encontramos a la Jimena del Carmen comiendo pollo en la cocina. La cocinera le había puesto una cinta roja en sus mechas y parecía un aviso de refresco. Yo pensaba que es una gran cosa ser hijo de diputado cuando uno está perdido, y justo cuando estaba pensando en eso se reventó la olla a presión en la cocina y fue igual que una bomba atómica porque saltó la tapa al techo, dio bote en la cara de la presidenta del Club »Avance«, bañó de tallarines a la cocinera y le quemó el cogote y una verruga que tenía en el brazo. Y se armó una de gritos, de ¡Ayes! y ¡Ayayayes! y total que a la cocinera le dio con que se iba por culpa de »esos chiquillos« y la señora del diputado no pudo hablar más porque la quemadura era en la boca y se la cerraron perpetua con curitas. Mientras más callaba ella, más hablaba la cocinera y más lloraba la Ji del susto, hasta que yo decidí partir de esa casa embrujada.
Y nos fuimos por Osorno caminando con la Ji hasta llegar a una plaza donde vendían el diario.
El señor que lo vendía tenía que saber cómo podría encontrar al papá del Casi, pensé yo. Pero ¡oh milagro! el caballero que vendía los diarios era el propio papá del Casi.
—¡Papelucho! —disparó al vernos—. ¡Tú aquí en Osorno!
—Lo buscaba, señor Silva —dije paulatinamente—. Le tengo una noticia para su diario. Se perdieron mi papá, mamá, Javier y la Domi…
—¿Cómo es eso? ¿Dónde se perdieron?
—¡Ahí está el misterio! Podría ser en el Norte, pero no se sabe… Hay que encontrarlos.
—Para eso está su servidor: Miro Silva, periodista y detective. Los buscaremos y después de un ruidoso escándalo, los hemos de encontrar.
Me pasó un montón de diarios y me dijo que saliera a venderlos por ahí mientras él con la Jimena sentada en un cajón chillaban ofreciéndolos.
Nadie quería comprarme los míos, hasta que por fin hice un precio y se los vendí todos a un señor que compraba botellas, fierro viejo, zapatos y papeles. Es increíble lo pesado que es un kilo y también lo barato.
Total que ahí estuvimos todo el día hasta que por fin se oscureció, encendieron los faroles de la plaza, echamos los diarios en el cajón y nos fuimos caminando con el señor Silva a su casa.
LA JIMENA ME DESPERTÓ
—Te te te te —y me tironeaba el pelo. Yo no sabía dónde estaba. Pero poco a poco me fui dando cuenta de que era Osorno y me acordé de que el señor Silva me había explicado que él vivía solo porque era viudo y no tenía cosas inútiles porque cuando uno es viudo basta con tener su cama y un brasero para calentar el té.
Así es que calenté agüita con té y como no había leche le puse un poquito de café y nos tomamos el desayuno. Teníamos que ir a comprar el pan porque el señor Silva sale antes que el sol a buscar sus diarios y nos iba a esperar en la plaza. Para que no nos perdiéramos iba a marcar con tiza una F en todas las casas por donde teníamos que pasar.
En la puerta había una F grande y una flecha. Partirnos muy felices con la Ji buscando las efes y encontrando una a cada rato. La guagua entendió al tiro el asunto y me mostraba todos los garabatos que había en las murallas.
De repente se paró en seco, levantó los brazos y me pidió que la llevara.
—Te te te te —clamó. Entonces me di cuenta de que los dos estábamos muy cansados, de que habíamos caminado mucho y lo peor era que nos hallábamos donde mismo.
Miré a todos lados y vi que en todas las casas había una F. Unas grandes, otras chicas, unas eran Frap, otras FIAT y algotras Fensa, total que me acordé de que seguíamos perdidos, que todos estaban perdidos.
Me eché al hombro a la guagua y me fui perpetuamente caminando derecho. Cuando uno ha caminado mucho da lo mismo parar o seguir, total, se acostumbra. Al fin se terminaron las casas, las murallas, las efes y un campo grande, inmenso, prehistórico, servía de bandeja al colosal volcán Osorno.
Tuve mucho gusto de conocerlo. El nos invitaba a acercarnos fumando su humo gigante que escupía piedras preciosas. Lo más impotente era el silencio. Encontrarse solitario con un volcán supersónico en un campo sin ruidos ni gente apurada, con árboles frutales sin dueños ni precios por docenas, con choclos al natural en hileritas y allá lejos las vacas llenas de leche fresca, ¡era la maravilla! Corrí por una zanja de agua suave y la guagua reía feliz adivinando que iba a llenarse de leche por mucho tiempo.
Las vacas estaban lejos, pero más lejos todavía el volcán, y yo tenía que llegar a él, porque fijo que encontraría ahí al papá y la mamá. No sé qué me pasaba, pero era como un embrujo: en el volcán Osorno estaba todo lo que buscaba yo, lo que buscaba mi papá y hasta la Domi. Su boca grande y fumadora era como una sonrisa y su humo escribía con letras en el cielo todas sus promesas.
Corría yo por la acequia con la Ji a caballo en mí. ¡Lástima que no le habían enseñado a galopar y la pobre se mordió la lengua! y también me hizo un chichón mortal en la cabeza. Pero lloraba tanto al ver la sangre de su lengua que me olvidé de mí, la lavé en la acequia y por fin la bañé para consolarla definitivamente. El viento puso duro su cuerpecito embarrado y apenas podía doblar el codo y las rodillas. Era un monito negro con la pera brillante como espejo. Por primera vez me pareció linda la guagua. Era su felicidad que la boniteaba.
Seguimos caminando por el campo, descascarándonos a pedazos y dejando tirados nuestros moldes de barro. La Ji, a más de bonita, se iba poniendo inteligente, y por suerte, porque es terrible hablar con una individua que todo lo que dice es Te Te Te Te. Ahora decía: —¡Mah! ¡Quele mah!
El volcán Osorno seguía en el mismo lugar y al igual que la luna, mientras más nos acercábamos, más lejos se veía. Tanto habíamos caminado que sentía ya el olor de las vacas y sus voces maternales. El silencio del campo estaba ahora lleno de ruidos: a un lado las espigas se rascaban bulliciosas, allá cantaba un águila y las aguas de un río misteriosas hacían gorgoritos con sus ranas y piedras. Cuando uno está en un bosque de espigas, se ve solamente el cielo y el volcán y su humito.
Nos sentamos y las espigas blanditas y tibias se acomodaron para hacernos hueco. La Ji cerró los ojos; se veía que era la hora de su siesta. La dejé dormir y me puse a pensar.
Un volcán es una cuestión que no se descubre todos los días. Por eso hay que aprovecharlo. También cuando uno tiene que cuidar a una hermana chica le da con pensar como mamá de ella, y es muy frito si esa hermana chica tiene un hermano más grande que es un Descubridor de Volcanes. Hasta que por fin decidí: mientras la guagua no crezca, no hay caso del volcán. Para que un niño crezca rápido, no hay como la leche de vaca. Lo primero es domar una de esas vacas huérfanas y abandonadas para que críe a la Ji y la agrande luego.
Dicho y hecho, me encaminé hacia el horizonte vacuno a conquistar una salvaje para que alimentara a mi hermana.
Cazar un león en la selva debe ser cosa fácil, pero pillar una vaca en un bosque de espigas es re-difícil, porque sólo se ven cuando están lejos y son tan tremendamente indiferentes y aturdidas.
Tenía que aprovechar la siesta de la guagua y tampoco podía irme muy lejos porque no encontraría nunca más a mi hermana dormida entre las pitucas espigas bullangueras. Avancé en secreto.
Por suerte venía una vaca contra el tráfico y bastante aturdida.
La miré en los ojos y la hipnoticé. Me miró en los míos y dijo:
—¡Muh!
—¡Muh! —le dije también yo y le di a oler mi hedionda mano.
Lengüeteó pegajosamente mis dedos y me siguió obediente. Era una vaca negra con medias blancas y orejas sucias y un poco de romadizo en la nariz. Tenía un carácter de esos que escuchan y no contestan, así es que mientras caminábamos le expliqué que ahora tendría una hija Humana y que iba a ser madre-niñera-mamadera de mi hermana. La bauticé Mena, porque si se me olvidaba el nombre, al llamar a JiMena, las llamaba a las dos.
La Ji se despertó con su olor y con su Muhhh y de puro gusto al verla, en vez de decir Te Te Te dijo Ti Ti Ti y se largó a reír. No le tenía ni vergüenza ni miedo a la Mena y se carcajeaba con su cola que la despeinaba. La Mena era de esas vacas antiguas con muchos dedos gordos reventando de leche y goleadores y le enchufé a la Ji y las dos quedaron felices. Eso es lo bueno de las guaguas que ni le tienen asco a las vacas y uno siente tilimbre de hacer lo que hacen ellas de chupar. Pero el tilimbre no quita el hambre. Me sonaban las tripas.
Entonces me vino a la cabeza una genial idea: hice un hoyito en el suelo, me acosté de espaldas en él y le apreté las mangueras a la Mena. Aprendí ligerito a dispararme en la boca y tomé leche hasta que quedé bien lleno. La verdad es que en este mundo cuando uno tiene una vaca no necesita plata, ni cocina, ni tazas ni menos servilletas. Mi mamá va a ser la señora más feliz del mundo cuando le entregue a la Mena: no más cuentas de almacén ni de luz, no más ollas, ni gas, no más lavandería, no más tazas quebradas ni cucharas perdidas. Es la solución de la vida.
Y mi papá puede poner el negocio de terneras y enseñar vacas jóvenes para todo servicio, otras para niños huérfanos, otras para caballeros solos y hasta algunas para viejitas chuñuscas. Es decir, para cada estilo.
SIEMPRE, CUANDO UNO cree que todo está perfecto, resulta lo contrario. Así es la vida: sorpresosa y contreras. Justo cuando ya nos sentíamos eternamente felices, vino lo terrible: la NOCHE. Porque la noche, en un potrero de Osorno, alumbrado por el genial volcán y con la música ambiental de las vacas salvajes, es algo tremendo. Sobre todo cuando uno tiene una hermana chica que cuidar. Y todo huele a azufre, a odio de clases entre vacas enemigas de uno y armas invisibles de la selva. Uno se vuelve todo orejas y narices. Uno se trepa a caballo en la vaca y ella se ha puesto helada y tiritona y sus ojos tienen Mamitas de volcán.
¿Volver a la ciudad? Todo un día de camino, es decir toda la noche.
—¡Señor, ayúdame! —clamé, igual que en la tele, y el Señor me escuchó. Me sentí como de fierro. Tomé confianza y seguí pidiendo—: Señor, que pase luego la noche y sea día. No apagues el volcán porque todavía se pone esto más oscuro. Haz un milagro cualquiera pero que se aleje el peligro y podamos dormir.
Dicho y hecho, se encendió una luz. No de otro volcán. Estaba cerca del suelo y no lejos. Una luz firme y tranquila.
—Ji, ¿ves esa luz?
La Ji rió con sus dos dientes. Yo se lo había preguntado para estar seguro de que no soñaba. Era verdad la luz.
—¡Andando, Mena! —ordené, y tirando de un cuerno a nuestra amiga nos encaminamos hacia la luz. A mí me dio por creerme San José, a la Mena el burro y la Ji la Virgen. Por lo demás, en la noche, nos veíamos parecidos.
De pronto, desapareció la luz. Sentí congoja. Apareció de nuevo. Vuelta a perderse… Comprendí entonces que ramas malditas la escondían tratando de engañarme. Seguimos caminando y la Mena ya no estaba tan helada. Y entonces.
Con violencia, tuvimos delante, y muy muy cerca, aquella luz. Había un cristal de ventana, hasta con cortina, y el bulto impotente de un rancho con olor a comida.
Avancé con cuidado, de una mano agarrado el cuerno de la Mena, de la otra la Ji. Nos acercamos a la ventanilla y miramos los tres hacia adentro. Había una mesa con un mantel de cuadros, un pan grande en un plato, un queso en otro y la cabeza rubia de un hombre contra la ventana, escondía lo demás. Su chaqueta de cuero estaba rodeada de perfume a salchichas deliciosas que sostenía en un tenedor y hacía desaparecer por su bocaza.