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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Espadas de Marte (20 page)

BOOK: Espadas de Marte
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Cruzando la habitación una vez más, volvió con otra jarra de agua y con una jaula que contenía a un pájaro de extraña apariencia.

Lo llamo pájaro porque tenía alas, pero en cuanto a la familia a la que pertenecía, tus suposiciones son tan buenas como las mías. Tenía cuatro patas y escamas de pez, pero su pico y su cresta le daban apariencia de pájaro.

La comida de mi escudilla era una mezcla de verdura, frutas y carne. Me imagino que debían de ser muy nutritivas y tenían un buen sabor.

Mientras saciaba mi sed, con la jarra, y probaba la comida que me habían traído, observé a mi compañero. Durante un momento, jugueteó con el pájaro de la jaula. Metía un dedo entre los barrotes, ante lo cual la criatura agitaba las alas, profería horribles aullidos e intentaba pillarle el dedo con su pico. Sin embargo, nunca lo logró, pues mi compañero de celda siempre conseguía retirar el dedo a tiempo. Parecía hallar gran placer en aquello, pues ronroneaba continuamente.

Finalmente, abrió la puerta de la jaula y liberó al cautivo. La criatura revoloteó por toda la habitación, intentando escapar a través de las ventanas, pero los barrotes estaban demasiados juntos. Entonces mi compañero comenzó a seguirle los pasos, y juro que de la misma forma que un gato acecharía a su presa. Al notar que el ser estaba deslumbrado, se deslizó furtivamente hacia él y, cuando estuvo lo bastante cerca, le saltó encima. Durante algún tiempo, el pájaro logró eludirlo, mas al fin fue alcanzado, cayendo al suelo medio aturdido. Entonces mi compañero comenzó a jugar con él, tocándolo con la mano. En ocasiones lo dejaba alejarse más y más por la habitación, simulando que no lo veía. Acto seguido simulaba que lo había descubierto de nuevo, y se lanzaba a por él.

Al fin, como un espantoso rugido expectorante, que resonó como el rugido de un león, saltó ferozmente sobre él y le arrancó la cabeza de un solo mordisco de sus poderosas mandíbulas. Inmediatamente transfirió el cuello a su boca superior y sorbió la sangre del cuerpo. No fue un espectáculo agradable.

Una vez apurada la sangre, devoró su presa con las mandíbulas inferiores. Mientras lo desgarraba, gruñía como un león al alimentarse.

Yo terminé mi propia comida lentamente, mientras al otro lado de la habitación mi compañero de celda desgarraba el cuerpo de su víctima, engulléndola en grandes bocados hasta que no quedó vestigio de ella.

Completa su pitanza, se dirigió al banco y apuró su jarra de agua, bebiéndola por su boca superior.

No me prestó la menor atención durante todo el proceso, y entonces, ronroneando perezosamente, caminó hasta el montón de pieles y paños, que había en el suelo, y tendiéndose encima de él, se acurrucó para dormir.

CAPÍTULO XVIII

Condenado a muerte

Los jóvenes se adaptan fácilmente a las nuevas condiciones de vida y aprenden con rapidez, y aunque sólo el Creador sabe lo viejo que soy, todavía retengo las características de la juventud. Ayudado por este hecho, así como por un sincero deseo de servirme de todos los medios de autodefensa a mi disposición, aprendí el lenguaje de mi compañero, con facilidad y rapidez.

De esta forma rompí la monotonía de los días que siguieron a mi captura, y el tiempo no se me hizo tan pesado como hubiera sido de otra forma.

Nunca olvidaré el júbilo que experimenté cuando me di cuenta de que mi camarada y yo éramos al fin capaces de comunicarnos nuestros pensamientos, el uno al otro, pero mucho antes cada uno de nosotros conocía ya el nombre del otro. El suyo era Umka.

El mismo día que descubrí que podía expresarme lo suficiente para ser comprendido, le pregunté que quién nos tenía prisioneros.

—Los táridas —me respondió.

—¿Quiénes son? ¿A qué se parecen? ¿Por qué nunca los vemos?

—Yo los veo —contestó él—. ¿Tú no?

—No. ¿A qué se parecen?

—Son muy similares a ti o por lo menos, pertenecen al mismo tipo de criaturas. Tienen una nariz, dos ojos y sólo una boca, y sus orejas son grandes y salientes como las tuyas. No son hermosos como nosotros, los masenas.

—¿Pero por qué no los veo?

—No sabes cómo hacerlo. Si conocieras la forma de hacerlo, los verías tan claramente como yo.

—Me gustaría mucho verlos —le dije—¿Puedes enseñarme cómo hacerlo?

—Yo puedo enseñarte, pero eso no significa que tú seas capaz de verlos. El que lo hagas o no, depende de tu propia habilidad mental. Si no los ves es porque el poder de sus mentes te impiden hacerlo. Si logras liberarte de esa inhibición, podrás verlos con la misma claridad con que me ves a mí.

—Pero no sé como comenzar.

—Tienes que dirigir tu mente hacia ellos, esforzándote en superar su poder con el tuyo. Ellos desean que no los veas. Tú debes desear verlos. No tuvieron problema contigo porque no te esperabas nada semejante, y tu mente no disponía de ningún mecanismo defensivo contra ellos. Ahora la ventaja está de tu parte, puesto que ellos desean algo antinatural, mientras que tu deseo tendrá la fuerza de la naturaleza a tu favor, contra la cual no podrán alzar barrera mental si tu mente es lo bastante poderosa.

Bien, sonaba bastante simple, mas no soy ningún hipnotizador y, naturalmente, tenía considerables dudas respecto a mis habilidades en aquellas cuestiones.

Cuando le expuse mis recelos a Umka, éste gruñó con impaciencia.

—Nunca tendrás éxito si albergas tales dudas. Déjalas a un lado. Ten fe en el éxito y tendrás muchas posibilidades de obtenerlo.

—¿Pero, cómo puedo conseguir algo si no los veo? —argumenté—. Y aunque pudiera verlos, excepto en el breve momento en que la puerta se abre, para entrar la comida, no tendré oportunidad de intentarlo.

—Eso no es necesario —replicó él—. Tú piensas en tus amigos, ¿no?, aunque no puedes verlos.

—Sí, por supuesto, pienso en ellos, ¿pero que tiene que ver?

—Sencillamente demuestra que tus pensamientos pueden ir a cualquier parte. Por lo tanto, dirígelos hacia los táridas. Sabes que el castillo se encuentra lleno de ellos, puesto que así te lo he dicho. Limítate a concentrar tu mente sobre los habitantes del castillo, y tus pensamientos los alcanzarán aunque no se den cuenta.

—Muy bien, vamos allá. Deséame suerte.

—Puede llevarte algún tiempo —me explicó—. Yo tardé bastante en superar su invisibilidad después de saber su secreto.

Instigué a mi mente hacia la labor que se abría delante de mí, y la mantuve allí cuando no tenía otra cosa en qué ocuparla, pero Umka era una criatura locuaz y, habiendo carecido de oportunidades de conversar en mucho tiempo, buscaba recuperar el tiempo perdido.

Me hizo numerosas preguntas respecto a mí y al mundo del que provenía, y pareció muy sorprendido al saber que había criaturas vivientes en el gran planeta que veía flotar en el cielo de la noche.

Me contó que su pueblo, los masenas, vivían en los bosques, en casas construidas entre los árboles. No era un pueblo numeroso, así que intentaban habitar en distritos alejados de los restantes pueblos de Thuria.

Los táridas, me explicó, habían sido una vez un pueblo poderoso, mas habían sido vencidos y casi exterminados en una guerra con otra nación.

Sus enemigos no cesaron de acosarlos, y hubieran acabado con todos ellos, tiempo atrás, de no haber sido porque uno de sus hombres más sabios había desarrollado y difundido, entre ellos, los poderes hipnóticos que posibilitaban que a sus enemigos les parecieran invisibles.

—Todos los táridas supervivientes viven en este castillo. Aproximadamente, son un millar entre hombres, mujeres y niños.

«Ocultos en este remoto rincón del mundo, intentando escapar de sus enemigos, creen que todas las demás criaturas son sus enemigos. Todo aquel que llega al castillo de los táridas es destruido».

—¿Crees que nos mataran? —pregunté.

—Con toda seguridad.

—¿Pero cuándo? ¿Y cómo?

—Están gobernados por una extraña creencia —indicó Umka—. No la comprendo, pero regula todos los actos importantes de su vida. Afirman que el sol, la luna y las estrellas los gobiernan.

«Parece una tontería, pero no nos matarán hasta que el sol se lo ordene, y no lo harán por su propio placer, sino porque creen que así contentan a su dios».

—¿Crees entonces que mis amigos están sanos y salvos?

—No lo sé, pero supongo que sí. El hecho de que tú estés vivo indica que aún no han sacrificado a los demás, pues por lo que sé, su costumbre es conservar sus cautivos y matarlos a todos en una sola ceremonia.

—¿Y a ti te matarán en la misma ceremonia?

—Me imagino que sí.

—¿Y estás resignado a tu suerte, o escaparías si pudieras?

—Claro que escaparía si tuviera la oportunidad —contestó él—, pero no la tendré, ni tú tampoco.

—Si pudiera ver a esa gente y hablar con ellos, podría encontrar el medio de escapar. Incluso quizá podría convencerlos de que mis amigos y yo no somos enemigos suyos, y persuadirlos de que nos traten amistosamente. ¿Pero qué puedo hacer? No puedo verlos y, aunque pudiera, no podría oírlos. Los obstáculos parecen casi insuperables.

—Si logras vencer la sugestión de invisibilidad que han implantado en tu mente, igualmente vencerás las otras sujeciones que los hacen inaudibles para ti. ¿Has hecho algún esfuerzo en ese sentido?

—Sí, intento liberarme de su sortilegio hipnótico casi constantemente.

Cada día nos servían una única comida antes del mediodía. Siempre consistía en lo mismo. Cada uno recibía una gran jarra de agua, yo una escudilla de comida y Umka una jaula con uno de los extraños animales de apariencia pajaril, que, al aparecer, constituía toda su dieta.

Una vez que Umka me hubo explicado cómo superar el sortilegio hipnótico del que era presa, y de esta forma ver y oír a mis captores, me había colocado diariamente en una posición desde la cual podía descubrir, al abrir la puerta, si el tárida que nos traía la comida me era visible o no.

Era frustrante y descorazonador ver como cada día los receptáculos del agua y la comida eran colocados en el suelo por manos invisibles.

Mas, por muy desesperados que parecieran mis esfuerzos, no cejé en ellos, porfiando tozudamente contra toda esperanza.

Me encontré un día sentado, meditando sobre lo desesperada que era la situación de Dejah Thoris, cuando escuché ruidos de pisadas en el pasillo que conducía a nuestra celda, y un sonido metálico, tal como el del metal de un guerrero al rozar contra las hebillas de un arnés y sus otras armas.

Aquellos eran los primeros sonidos que oía, exceptuando los realizados por Umka y por mí mismo…, las primeras señales de vida del castillo de los táridas desde que estamos aquí. Las deducciones que se inferían de aquellos sonidos eran tan trascendentales que apenas pude respirar mientras esperaba que se abriera la puerta.

Me hallaba, en un lugar, desde donde podía mirar directamente el pasillo cuando la puerta estuviera abierta.

Oí el clic del cerrojo. La puerta giró lentamente sobre sus goznes; y allí, completamente visibles, estaban dos hombres de carne y hueso. Su conformación era bastante humana. Su piel era blanca y bastante agradable, contrastando extrañamente con su cabello y cejas azules. Vestían faldellines de pesado hilo de oro cortos y ceñidos, y peto similarmente fabricado en oro. Cada uno iba armado de una espada y una daga. Sus figuras eran fuertes, sus expresiones severas y, en cierto sentido, impresionantes.

Tomé nota de todo esto durante el breve momento en que la puerta permanecía abierta. Vi a ambos hombres mirándonos a Umka y a mí, y estoy bastante seguro de que ninguno de ellos se percató de que me eran visibles. De haberse dado cuenta, estoy seguro de que la expresión de sus caras los habría delatado.

Me encantó sobremanera descubrir que había sido capaz de liberarme del extraño sortilegio, y apenas se fueron le conté a Umka que los había visto y oído.

Él me pidió que se los describiera, y cuando lo hice reconoció que le había dicho la verdad.

—A veces las gentes se imaginan cosas —me dijo, disculpando su incredulidad.

Al día siguiente, a media mañana, escuché una considerable conmoción en el pasillo y en las escaleras que subían a nuestra prisión. Acto seguido, la puerta se abrió y veinticinco hombres entraron en la celda.

Al verlos, se me ocurrió un plan que posiblemente podría darme algunas ventajas sobre aquellas gentes si posteriormente se me presentaba la ocasión de poder escapar, y simulé no haberlos visto Al mirar en su dirección, enfoqué mis ojos detrás de ellos, mas para aminorar la dificultad del papel, intenté concentrar la atención en Umka, que ellos sabían que me era visible.

Lamenté que no se me hubiera ocurrido antes, a tiempo para explicárselo a Umka, porque era muy posible que ahora revelase, inadvertidamente, el hecho de que los táridas ya no me eran invisibles.

Doce de ellos se me acercaron. Un hombre permaneció junto a la puerta, dando órdenes; los demás se aproximaron a Umka y le conminaron a que pusiera las manos a la espalda.

Umka retrocedió y me miró interrogativamente. Noté que pensaba si aquel no sería un buen momento para intentar escapar.

Intenté dar la impresión de que no había advertido la presencia de los guerreros. No deseaba que supieran que podía verlos. Mirando inexpresivamente a través de ellos, me di la vuelta, con indiferencia, hasta darles la espalda y le guiñé el ojo a Umka.

Rogué a Dios que si no sabía lo que significaba el guiño, algún milagro lo iluminara. Como precaución extra, me toqué los labios con un dedo, indicando silencio.

Umka pareció quedarse sin habla, y afortunadamente permaneció así.

—La mitad de vosotros coged al masena —ordenó el oficial que mandaba el destacamento—, el resto encargaos del otro. Como veis, no sabe que estamos en la celda, así que puede sorprenderse y luchar cuando lo toquéis. Agarradlo firmemente.

Supongo que Umka debió pensar que yo me encontraba de nuevo bajo la influencia del sortilegio hipnótico, pues me miraba inexpresivamente cuando los guerreros lo rodearon y atraparon.

Entonces doce de ellos saltaron encima de mí. Podía haber luchado, mas no vi qué ventaja podía ganar con ello. En realidad, estaba ansioso por abandonar la celda. Mientras permaneciera en ella, no podría conseguir nada; mas, una vez fuera, algún capricho del Destino podría brindarme alguna oportunidad; así que no me resistí mucho, pretendiendo estar estupefacto por mi captura.

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