Casi simultáneamente, la puerta quedó abierta, y en el mismo instante, Ur Jan y yo, saltamos dentro del camarote, seguidos por nuestros tres compañeros. En la penumbra del interior, distinguí a dos hombres frente a nosotros y, sin aguardar ni darle tiempo de desenvainar las espadas, me arrojé a los pies del primero, que se estrelló contra el piso. Antes de que pudiera echar mano a su daga, lo así por ambas muñecas y se la fijé contra la espalda.
No presencié cómo se las había arreglado Ur Jan, pero un momento después, con la ayuda de Jat Or y de Umka, ambos táridas estaban desarmados.
Ur Jan y Gar Nal querían matarlos sin más dilación, pero no les presté oído. Puedo matar a un hombre en una lucha justa sin el menor remordimiento de conciencia, pero soy incapaz de matar a sangre fría a un hombre indefenso, aunque éste sea enemigo mío.
Como medida de precaución, los atamos y los amordazamos.
—¿Y ahora qué? —quiso saber Gar Nal—. ¿Cómo vamos a rescatar a las mujeres?
—En primer lugar, voy a intentar recuperar tu nave —respondí yo—, porque aunque prorroguemos nuestra tregua, tendremos más posibilidades de volver a Barsoom si disponemos de las dos naves, ya que algo podría pasarle a una de ellas.
—Tienes razón —dijo él—, y, además, odiaría perder mi nave. Es el fruto de una vida de estudio y trabajo.
Motivé entonces a la nave para que se elevara y se alejara del castillo hasta perderlo de vista. Había adoptado este rumbo como estrategia para despistar a los táridas, por si algún guardián hubiera visto a la nave maniobrar entre las torres, en cuanto nos hubimos alejado algo, descendí y me aproximé de nuevo al castillo, volando a baja cota hacia el patio donde se encontraba la nave de Gar Nal.
Me mantuve muy bajo, sobre las copas de los árboles, avanzando sin luces y muy despacio. Apenas sobrepasé las murallas, detuve la nave y examiné el patio que se hallaba debajo de nosotros.
Distinguí claramente las líneas de la nave de Gar Nal, pero no había nadie de guardia, a la vista, en aquella parte del castillo.
Parecía demasiado bonito para ser verdad, y le pregunté a Umka si podía ser posible que el castillo estuviera sin vigilancia durante la noche.
—Hay guardias dentro del castillo toda la noche —me dijo—; y también en el exterior de la Torre de los Diamantes, pero son para guardar a Ul Val de su propio pueblo. No temen que ningún enemigo llegue de más allá de las murallas durante la noche, puesto que nunca han sido atacados salvo de día. Los bosques de Landan están llenos de fieras salvajes, y si un grupo de hombres entran en ellos, de noche, las bestias armarían tal escándalo de rugidos y aullidos que los táridas serían avisados con tiempo de sobra para preparar su defensa, así que, ya ves…, las bestias del bosque son todos los centinelas nocturnos que precisan.
Así, en cuanto me hube cerciorado de que no había nadie en el patio, hice descender la nave junto a la de Gar Nal.
Rápidamente impartí mis instrucciones para lo que iba a seguir.
—Gar Nal, sube a bordo de tu nave y pilótala detrás de mí. Nos dirigimos a la ventana de la habitación donde están confinadas las mujeres. Cuando me detenga al lado del alféizar, abriré ambas puertas de mi nave. Tú abre la puerta de estribor, y sitúala al lado de la mía de forma que, de ser preciso, puedas pasar a través de ella para entrar en la celda de las mujeres. Si están bien custodiadas, podemos necesitar de todas las fuerzas de que disponemos.
En la torre de los diamantes
Vagas sospechas me asediaron cuando vi a Gar Nal entrar en su nave. Parecía presagiar un desastre, una tragedia; mas me daba cuenta de que no se basaba en nada más sustancial que en mi antipatía hacia aquel hombre, así que intenté apartarlas a un lado y dedicar mis pensamientos a la misión que tenía entre manos.
La noche era oscura. Ni Marte ni Duros habían salido. De hecho, había escogido aquella hora para intentar el rescate de Dejah Thoris y su compañera porque sabía que no iban a estar en el cielo.
No tardé en oír los motores de la nave de Gar Nal, que era la señal que habíamos convenido para partir. Despegué del suelo, abandonando el patio, y franqueé los muros, tomando un rumbo que nos alejó de la ciudad. Lo mantuve hasta estar seguro de encontrarme fuera de la vista de cualquier fortuito observador que pudiera habernos descubierto. El negro casco de la nave de Gar Nal avanzaba detrás de nosotros.
Tomé altura, en una amplia espiral, cambiando de rumbo hacia el otro lado del castillo, y luego, al acercarme más, distinguí la alta Torre de los Diamantes.
En algún lugar de aquella destelleante aguja se hallaba Dejah Thoris y Zanda; y, si Qzara no me había traicionado y ningún imprevisto había trastornado sus planes, la jeddara de los táridas las acompañaría.
La honestidad y lealtad de Qzara me preocupaba en algunos momentos. Si me había contado la verdad, tenía todas las razones del mundo para querer escapar de las garras de Ul Vas. Sin embargo, podía no estar tan entusiasmada con la fuga de Dejah Thoris y Zanda.
Confieso que no entiendo a las mujeres. Algunas de las cosas que hacen, sus procesos mentales, son a menudo inexplicables para mí. Sí, soy un tonto al respecto; pero no tan estúpido como para no haber notado la actitud de Qzara hacia mí, en el mero hecho de que me hubiera mandado llamar, algo que podía ser contrario a los intereses de la Princesa de Helium.
Qzara, jeddara de los táridas, no era sin embargo, el único factor dudoso en el problema que tenía que afrontar. No me fiaba de Gar Nal. Dudo que cualquiera que le haya mirado alguna vez a los ojos pueda confiar en él. Ur Jan era mi enemigo declarado. Sus intereses demandaban que acabara conmigo o que me traicionara.
Zanda ya debía de haber sabido, por medio de Dejah Thoris, que yo era John Carter, Príncipe de Helium. Este conocimiento la liberaría, sin duda, de todo sentimiento de obligación hacia mí; y no podía olvidar que ella había jurado matar a John Carter en la primera oportunidad que se le presentase. Esto me dejaba sólo con Jat Or y Umka, en quienes sí poder confiar; y, en realidad, no confiaba demasiado en Unika. Sus intenciones podían ser buenas, mas, ignorando su coraje y habilidad en el combate, no podía estar seguro de que el hombre—gato de Ladan fuera un aliado digno de tener en cuenta. Mientras estas deprimentes ideas revoloteaban por mi cerebro, hice que la nave descendiera lentamente hacia la Torre de los Diamantes y la rodeara; no tardé en ver un pañuelo rojo colgado del alféizar de una de las iluminadas ventanas.
La nave se acercó silenciosamente. Las puertas de ambos lados del camarote estaban abiertas para permitir a Gar Nal cruzar hacia las ventanas de la torre.
Me situé en el umbral de la salida de estribor, listo para saltar por la ventana en cuanto la nave estuviera lo bastante cerca.
El interior de la habitación no estaba bien iluminada, mas a la débil luz, distinguí las figuras de tres mujeres, y mi corazón latió con renovados bríos.
El descubrimiento del pañuelo rojo no me había acabado de satisfacer, ya que pensaba que podía ser una trampa: pero la presencia de las tres mujeres en la cámara, parecía ser una evidencia razonable de que Qzara había desempeñado lealmente su parte en el trato.
Según la nave se acercaba al alféizar, me preparé para saltar a la habitación, y, apenas había saltado, escuché una voz de alarma debajo de mí, en la base de la torre. Habíamos sido descubiertos.
Cuando toqué el suelo de la cámara, Dejah Thoris lanzó una exclamación de alegría:
—¡Mi señor! Sabía que vendrías. Sabía que me seguirías a cualquier lugar que me llevasen.
—Hasta el fin del universo, mi princesa —contesté.
Aquel grito de aviso que indicaba que habíamos sido descubiertos no dejaba tiempo para saludos ni explicaciones, y tampoco Dejah Thoris ni yo revelaríamos ante extraños los sentimientos que anidaban en nuestros pechos. Hubiera querido acercarla a mi corazón, estrechar su hermoso cuerpo contra el mío, cubrir sus labios de besos; mas en vez de ello me limité a decir:
—Ven, debemos abordar la nave de inmediato. La guardia ha dado la alarma.
Zanda se me acercó y me agarró el brazo.
—Sabía que vendrías, Vandor —me dijo.
No pude comprender por qué utilizaba aquel nombre. ¿Acaso Dejah Thoris no le había dicho cómo me llamaba? Qzara también conocía mi nombre. Parecía increíble que no lo hubiera mencionado, al contar a las dos mujeres, el rescate planeado y quién iba a ejecutarlo.
La jeddara de los táridas no me saludó. Me contempló escrutadoramente, con los párpados semicerrados, a través del sedoso fleco de sus largas pestañas, y cuando mi mirada se tropezó con la suya, creí reconocer en ella una pizca de malicia: pero quizás fueron sólo imaginaciones mías y, ciertamente, no tenía tiempo para analizar sus emociones.
Al volverme hacia la ventana con Dejah Thoris, me quedé de una pieza. ¡Las naves se habían ido!
Corriendo hacia el vano, me asomé para mirar; las vi a ambas a mi izquierda, avanzando en la noche.
¿Qué había hecho fracasar mis planes en el mismo instante del éxito? Las tres mujeres compartían mi consternación.
—¡La nave! —exclamó Dejab Thoris.
—¿Adonde se ha ido? —gritó Qzara.
—Estamos perdidos —afirmó Zanda, escuetamente—. Oigo gente subiendo por la escalera.
Repentinamente, me di cuenta de lo que había sucedido. Había ordenado al cerebro que se acercara a la ventana, pero no le había indicado que se detuviese. Al saltar yo, la nave se había alejado antes de que mis compañeros pudieran seguirme; y Gar Nal, desconociendo lo ocurrido, había continuado siguiéndola tal como yo le había ordenado.
Al instante, centré mis pensamientos en el cerebro mecánico, indicándole que llevara a la nave de vuelta a la ventana y que la detuviera allí. Los reproches ya no servían de nada, pero no podía dejar de ser consciente de que mi negligencia había comprometido la seguridad de mi princesa y de todos a los que habían contado conmigo para que los protegiera.
Podía oír claramente a los guerreros acercarse. Subían con rapidez. Desde la ventana vi a ambas naves dar la vuelta. ¿Llegarían antes de que fuese demasiado tarde? Ordené al cerebro que se acercara, con seguridad, a la mayor velocidad posible. La nave saltó adelante en respuesta a mis deseos. Los guerreros estaban ya muy cerca. Estimé que debían de estar a punto de llegar al piso de abajo. Un momento más y alcanzarían la puerta.
Yo llevaba la espada larga de uno de los guerreros táridas que habíamos capturado en el camarote de la nave, pero ¿podría una simple espada prevalecer mucho tiempo contra la multitud que estaba subiendo?
Las naves se acercaron más, estando la de Gar Nal casi a mi altura. Vi a Jat Or y a Ur Jan de pie en la puerta de la nave de Fal Silvas.
—Se ha dado la alarma y los guerreros están casi en la puerta —les comuniqué—. Intentaré contenerlos mientras vosotros subís a las mujeres a bordo.
Mientras hablaba, escuché al enemigo al otro la de la puerta de la cámara.
—Acercaos a la ventana —ordené a las tres mujeres—, y subid a la nave en cuanto toque el alféizar, —y crucé rápidamente la habitación, espada larga en mano.
Apenas habíamos llegado ante la puerta, cuando ésta se abrió; una docena de guerreros se agolparon en el pasillo. El primero que saltó dentro de la habitación se ensartó limpiamente en mi espada. Murió con un único y penetrante aullido y, cuando retiré mi acero de su corazón, cayó muerto a mis pies.
En el breve instante en que mi arma estuvo así ocupada, tres hombres más se abrieron paso, empujados por los de atrás.
Uno me lanzó una estocada, al tiempo que otro lanzaba un terrorífico tajo contra mi cabeza. Yo paré la estocada y esquivé el tajo, y acto seguido mi hoja le hendió en el cráneo a uno de ellos.
Durante un momento, con la alegría de la batalla, olvidé todo lo demás. Sentí mis labios tensos en la sonrisa de combate famosa en dos mundos. Una vez más, como en muchas otras batallas, mi acero parecía inspirado; pero los táridas no eran malos espadachines, ni cobardes. Se abrieron paso en la habitación por encima de los cadáveres de sus compañeros.
Con tan fiero entusiasmo luchaba en defensa de mi princesa, que creo que podía haber dado cuenta de ellos sin muchas dificultades: pero, rampa abajo, escuché las pisadas de muchos pies y el ruido de muchos aceros. ¡Llegaban refuerzos!
Hasta entonces, había sido un combate glorioso. Seis enemigos muertos yacían en torno a mí; pero ahora los otros seis habían logrado entrar todos en la habitación, cosa que no me habría afectado lo más mínimo de no estar oyendo el estruendoso retumbo de todos aquellos pies subiendo rápidamente.
Me enfrentaba a un fornido enemigo, que procuraba hacerme retroceder, cuando uno de sus compañeros intentó colocarse a mi costado y distraer mi atención, mientras otro se deslizaba hacia el flanco opuesto.
Mi situación era, como poco, apurada, porque el tipo que tenía delante no era sólo un fortachón, sino también un espléndido esgrimista; y entonces vi una espada relampaguear a mi derecha y otra a mi izquierda. Dos de mis adversarios pasaron a mejor vida, y un rápido vistazo me mostró que Ur Jan y Jat Or luchaban a mi lado.
Mientras los tres táridas supervivientes se adelantaron bravamente para ocupar los puestos de sus camaradas caídos, llegó la vanguardia de sus refuerzos; una perfecta avalancha de guerreros vociferantes penetró en la habitación.
Cuando al fin logré librarme de mi antagonista, tuve una oportunidad para mirar detrás de mí.
Vi a las tres mujeres y a Umka en la habitación y a Gar Nal de pie sobre el alféizar de la ventana.
—¡Rápido, Gar Nal! —grité—. ¡Sube a las mujeres bordo!
Durante los minutos siguientes estuve tan ocupado como no recuerdo haberlo estado en toda mi vida. Los táridas habían logrado rodeamos por todas partes. Me enfrentaba, constantemente, a dos o tres guerreros a la vez. No pude ver lo que pasaba en el resto de la habitación, pero mis pensamientos estuvieron constantemente con Dejah Thoris y su seguridad; y, repentinamente se me ocurrió que si todos los que estábamos luchando allí resultábamos muertos, ella quedaría indefensa en poder de Gar Nal. Jat Or combatía a mi lado.
—¡La princesa! —le grité—; está sola en la nave con Gar Nal. Si nos matan a los dos, está perdida. Ve con ella en seguida.