Espadas de Marte (23 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

BOOK: Espadas de Marte
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—¿Sabes qué fue de la otra nave? —pregunté yo.

—Está en el cielo, encima del castillo. Flota allí, como si esperase algo… algo que nadie sabe qué es. UI Vas la teme. Por eso aún no ha acabado con vosotros. Espera a ver qué hace la nave, a la vez que trata de reunir el coraje para mandaros matar, pues Ul Vas es un grandísimo cobarde.

—¿Entonces crees que existe alguna posibilidad de que alcancemos la nave?

—La hay —opinó ella—. Puedo ocultarte en mis aposentos hasta que caiga la noche y todos duerman en el castillo. Si entonces logramos sortear a la guardia de la puerta de la salida exterior y alcanzar el patio, lo lograremos. Vale la pena intentarlo, pero puede que tengamos que abrir nos paso luchando con los guardias. ¿Eres bueno con la espada?

—Creo que me defiendo bastante bien. ¿Pero cómo nos las arreglaremos para que el resto de mis amigos alcancen el patio?

—Sólo nos iremos tú y yo.

Yo negué con la cabeza.

—No puedo irme, a menos que mi gente venga conmigo.

Ella me miró con repentina sospecha.

—¿Por qué no? —exigió saber—¡Estás enamorado de una de esas mujeres! No te irás con ella.

Su voz estaba teñida de resentimiento; eran las palabras de una mujer celosa.

Para lograr que los demás escaparan, en especial Dejah Thoris, no podría dejarle saber la verdad, así que pensé con rapidez, y se me ocurrieron dos razones por la que no podíamos partir solos.

—En el país del que vengo, es un punto de honor que ningún hombre abandone nunca a sus camaradas —le contesté—. Además, hay una razón más poderosa todavía.

—¿Cuál es?

—La nave que está en el patio, pertenece a mis enemigos, a los dos hombres que secuestraron a la princesa de mi país. Mi nave es la que flota sobre el castillo. No sé nada del mecanismo de la otra nave. Aunque lográsemos llegar hasta ella, no sabría cómo conducirla.

Ella consideró el problema un momento y luego me miró.

—¿Me estás diciendo la verdad? —me preguntó.

—Tu vida depende de la fe que tengas en mí, al igual que la mía y la de todos mis compañeros.

Ella estudió la cuestión, en silencio, y me dijo al fin, con un gesto de impaciencia:

—No se me ocurre cómo llevar a tus amigos al patio.

—Creo que sé cómo podremos escapar si tú nos ayudas. —¿Cómo? —quiso saber ella.

—Si pudieras proporcionarme herramientas con las que cortar los barrotes de las celdas, y me describes, exactamente, dónde se encuentra el lugar en que están encarceladas las mujeres, estoy seguro de que lo lograré.

—Si hago todas esas cosas, escaparás sin mí —dijo ella suspicazmente.

—Te doy mi palabra, Qzara, de que si haces todo lo que te pido, no me marcharé sin ti.

—¿Qué más quieres que haga?

—¿Podrías entrar en la estancia donde están la princesa y Zanda?

—Sí, creo que puedo hacerlo, a menos que Ul Vas se dé cuenta de que sospecho de sus intenciones y recele que mi intención es matarla, pero no estoy segura de poder conseguirte las herramientas para que cortes los barrotes de tu prisión. Bueno, puedo conseguirlas —corrigió—, pero no se me ocurre cómo hacértelas llegar.

—Si me enviases comida, podrías esconder una lima o una sierra en el recipiente —sugerí.

—¡Claro! —exclamó ella—. Puedo enviar a Ulah con comida para ti.

—¿Y qué hay de los barrotes de la celda de las mujeres?

—Están en las Torres de los Diamantes —contestó Qzara—, a mucha altura. En sus celdas no hay barrotes porque nadie puede escapar de la Torre de los Diamantes por una ventana. Siempre hay guardianes en su base, pues es la Torre en que se hallan las habitaciones del jeddak; así que si estás planeando que tus mujeres escapen de esa forma, ya puedes ir abandonando la idea.

—Creo que no —repliqué—. Si mi plan funciona, podrán escapar de la Torre de los Diamantes con mucha mayor facilidad que del patio.

—¿Y tú y el resto de los hombres de tu grupo? Aunque logréis descolgaron desde la ventana de vuestra celda, nunca podréis alcanzar la Torre de los Diamantes sin arruinar la fuga.

—Déjame eso a mí: ten confianza y, si haces tu parte, creo que lograremos escapar.

—¿Esta noche? —preguntó ella.

—No, será mejor esperar hasta mañana por la noche, pues no sé cuánto tiempo nos llevará cortar los barrotes de nuestra celda. Quizás sea mejor que me envíes de vuelta a la celda y que me hagas llegar las herramientas lo más pronto que puedas.

Ella asintió.

—Tienes razón.

—Espera un momento —dije yo—. ¿Cómo encontraré la Torre de los Diamantes?

Ella pareció desconcertada.

—Es la torre central del castillo, y la más alta, pero no sé cómo podrás llegar a ella sin un guía y muchos hombres armados.

—Déjame eso a mí, pero debes ayudarme a encontrar la habitación en que están encerradas las mujeres.

—¿Cómo puedo hacerlo?

—Cuando llegues a su habitación, cuelga un pañuelo de color de su ventana… Un pañuelo rojo.

—¿Y cómo podrás verlo desde el interior del castillo?

—No te preocupes, si mi plan funciona, lo encontraré. Y ahora, por favor envíame a la celda.

Qzara golpeó un gong que tenía a su lado y la esclava Ulah entró en la habitación.

—Llévale el prisionero a Zamak —le ordenó—, para que lo devuelva a su celda.

Ulah me cogió de la mano y me condujo, de nuevo, al pasillo que llevaba a las habitaciones de la jeddara, donde me esperaba Zamak y los guardianes de la Torre de las Turquesas, donde estaban encerrados mis compañeros.

Jat Or profirió una exclamación de alivio cuando vio que entraba en la celda.

—Cuando te llevaron, mi príncipe, pensé que ya no te vería más; pero ahora el destino se porta mejor conmigo. Me acaba de dar dos pruebas de su favor: has vuelto y, cuando la puerta se abrió, logré ver a los táridas que te traían.

—¿Pudiste verlos? —exclamé yo.

—Pude verlos y oírlos.

—Y yo también —afirmó Gar Nal.

—¿Y tú, Ur Jan? —pregunté, puesto que, cuantos más de nosotros los viéramos, mayor serían nuestras posibilidades de éxito, en caso de que se produjera alguna lucha, durante nuestro intento de rescate a las mujeres y escapar.

Ur Jan sacudió la cabeza tristemente.

—Ni los vi ni los escuché.

—No te desanimes —lo alenté—. Tienes que verlos. Persevera y lo conseguirás. Y ahora —proseguí, dirigiéndome a Gar Nal—, tengo algunas buenas noticias. Nuestras naves están a salvo; la tuya aún está en el patio. Les da miedo acercarse a ella.

—¿Y la tuya?

—Flota en el cielo, por encima del castillo.

—¿Trajiste a más gentes contigo de Barsoom? —preguntó Gar Nal. —No.

—Pero debe haber alguien a bordo de la nave, o no podría haber despegado y permanecer bajo control.

—Hay alguien a bordo.

Él pareció perplejo.

—Pues acabas de afirmar que no trajiste a nadie contigo —repuso él, desafiantemente.

—Hay dos guerreros táridas a bordo de ella.

—¿Pero cómo pueden controlarla? ¿Qué pueden saber del intrincado mecanismo de la nave de Fal Silvas?

—No saben nada de él, y no pueden controlarla.

—Entonces, en el nombre de Issus, ¿cómo subió allí?

—Eso es algo que no necesitas saber, Gar Nal. El hecho es que allí está.

—¿Y de qué nos sirve que esté allí, colgada del cielo?

—Creo que puedo recobrarla a su debido tiempo —afirmé, aunque no estaba nada seguro de poder controlarla a tan gran distancia—. No estoy tan preocupado por mi nave, Gar Nal, como por la tuya. Tenemos que recuperarla, porque nuestra tregua expira en cuanto abandonemos el castillo, y no creo que sea bueno, para nosotros, viajar en la misma nave.

Él mostró su aprobación con un gesto, pero vi sus ojos estrecharse astutamente. Traté de adivinar si aquella expresión reflejaría algún pensamiento traicionero, más abandoné la idea con un encogimiento de hombros mental, ya que en realidad no importaba mucho lo que pensara hacer Gar Nal, mientras yo no le quitase los ojos de encima hasta tener a Dejah Thoris a salvo a bordo de mi propia nave.

Ur Jan estaba sentado en un taburete contemplando el vacío, presumí que concentraba su estúpido cerebro en liberarse del hechizo hipnótico tárida, del cual era presa. Umka estaba hecho un ovillo sobre una alfombra, ronroneando de satisfacción. Jat Or miraba por una de las ventanas.

La puerta se abrió, y todos nos volvimos hacia ella. Ulah, la esclava de la jeddara, entró con una gran vasija de barro y, dejándola en el suelo, retrocedió hacia el pasillo y cerró la puerta con llave.

Yo me dirigí con presteza hacia la vasija y la cogí; al volverme hacia los demás, vi a Ur Jan de pie contemplando la puerta, con los ojos muy abiertos.

—¿Qué te pasa, Ur Jan? —le pregunté—. Parece como si hubieras visto un fantasma.

—¡La vi! —exclamó él—. ¡La vi! ¡Fantasma o no fantasma, la vi!

—¡Bravo! —aulló Jat Or—. Ahora todos estamos libres de ese maldito sortilegio.

—Dadme una buena espada y pronto estaremos libres —gruñó Ur Jan.

—Primero tendremos que salir de esta habitación —le recordó Gar Nal.

—Creo que en esta vasija encontraremos los medios de escapar —les informé—. Vamos, demos buena cuenta de la comida y ya veremos qué encontramos en el fondo de la jarra.

Todos se congregaron en torno a mí, y comenzamos a vaciar la vasija de la forma más agradable; no habíamos profundizado mucho cuando descubrí tres limas, con las que nos dedicamos, de inmediato, a trabajar en los barrotes de una de las ventanas.

—No los cortéis todos —advertí—. Sólo debilitad tres, de forma que podamos apartarlos cuando llegue la ocasión.

Los barrotes estaban forjados con un metal desconocido, tanto en la Tierra como en Barsoom, o una aleación igualmente misteriosa. Era muy duro. De hecho, al principio parecía ser casi tan duro como nuestras limas; mas finalmente comenzaron a penetrar en él, pese a lo cual nos apercibimos de que iba a ser un trabajo largo y difícil.

Limamos los barrotes toda aquella noche y todo el día siguiente.

Cuando los esclavos nos trajeron comida, dos de nosotros permanecimos mirando por la ventana, asiendo los barrotes, para ocultar la evidencia de nuestra labor; de esta forma logramos terminar sin ser sorprendidos.

Cayó la noche. Se aproximaba la hora en que debía poner a prueba la fase de mi plan que era la clave de la que dependía el éxito o el fracaso de nuestra aventura. Si fallaba, todos nuestros esfuerzos no habrían servido para nada, todas nuestras esperanzas de escapar se desvanecerían. No les había contado a los demás lo que me proponía hacer, y ahora tampoco les puse al corriente de las dudas y temores que me asediaban. Ur Jan miraba por la ventana.

—Podemos apartar estos barrotes en cuanto queramos, pero no veo de qué nos servirá. Aunque atáramos todos nuestros correajes, no alcanzaríamos el tejado del castillo. Me parece que hemos trabajado para nada.

—Apártate y siéntate —le indiqué—, y manténte callado. Guardad silencio todos; no habléis ni os mováis hasta que yo lo diga.

De todos ellos, solamente Jat Or podía adivinar lo que me proponía, no obstante, todos hicieron lo que les pedía.

Acudieron a la ventana, recorrí el cielo con la vista, pero no vi nada de nuestra nave. Pese a ello, intenté concentrar mis pensamientos en el cerebro mecánico, estuviera donde estuviera. Le ordené que descendiera y se aproximara a la ventana de la torre donde me encontraba. Nunca con anterioridad, en toda mi vida, me había concentrado tanto en una idea. Sentí una reacción tan definida como si hubiese tensado un músculo. Mi frente se perló de gotas de sudor frío.

Detrás de mí, la habitación estaba silenciosa como un tumba; y tampoco a través de la ventana llegaba sonido alguno del durmiente castillo.

Los segundos se fueron arrastrando perezosamente, convirtiéndose en lo que parecía ser una eternidad. ¿Podía haberse salido el cerebro de mi zona de control? ¿Estaba la nave perdida para siempre? Estos temores me acosaron a la vez que mi poder de concentración iba disminuyendo. Mi mente se convirtió en un loco tumulto de esperanzas y dudas contrapuestas, de recelos y de repentinas confianzas en el éxito que se desvanecieron en el desánimo tan rápidamente como habían surgido de la nada.

Y entonces, a través del cielo, vi un gran casco negro surgir de la noche y avanzar hacia mí.

Durante un instante la reacción me dejó debilitado, pero apenas recuperé el control de mí mismo, separé a un lado los tres barrotes que habíamos limado.

Los demás, que sin duda habían estado mirando por la ventana desde el lugar donde se encontraban, avanzaron entonces. Pude oír reprimidas exclamaciones de sorpresa, de alivio y de asombro. Volviéndome rápidamente, les avisé que guardaran silencio.

Indiqué al cerebro que acercara la nave a la ventana y me volví de nuevo hacia mis compañeros.

—Hay dos guerreros táridas a bordo. Si encontraron el agua y las provisiones, aún estarán con vida, y no hay razón para que dos hombres hambrientos no lo encontraran. Por lo tanto, debemos prepararnos para la lucha. Cada uno de esos hombres, sin duda, está armado con una espada larga y una daga. Nosotros estamos desarmados. Tendremos que vencerlos con las manos desnudas.

Me volví hacia Ur Jan.

—Cuando se abra la puerta, dos de nosotros debemos saltar, simultáneamente al camarote, para ver si podemos cogerlos por sorpresa. ¿Saltarás primero conmigo, Ur Jan?

Él asintió, y una tortuosa sonrisa curvó sus labios.

—Sí —dijo—, y será una extraño espectáculo ver a Ur Jan y a John Carter luchando uno al lado del otro.

—Al menos libraremos una buena lucha —dije yo.

—Es una pena —suspiró él—, que esos dos táridas nunca tengan el honor de saber quién los mató.

—Jat Or, tú y Gar Nal seguidnos inmediatamente —e indiqué a Umka, en su propia lengua, que abordara la nave detrás de Jat Or y de Gar Nal, aconsejándole—: Y si la lucha no ha terminado, ya sabrás lo que hacer cuando veas a los dos táridas.

Su boca superior se extendió de una de sus extrañas sonrisas y ronroneó de satisfacción.

Subí al alféizar de la ventana y Ur Jan me imitó. El casco de la nave casi rozaba la pared del edificio; la puerta estaba a solo un pie de nosotros.

—Listos —susurré a Ur Jan, indicando al cerebro, acto seguido, que abriera la puerta con la mayor rapidez posible.

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