Ur Jan, al cual, por supuesto, ya conocía, era justamente lo que se podía esperar: un luchador fornido y brutal, de la más baja estofa, pero creo que de los dos hubiera confiado más en él que en Gar Nal.
Parecía extraño encontrarme, allí confinado, con dos enemigos tan irreconciliables; mas me daba cuenta, como ellos también debían dársela, de que en aquellas circunstancias no nos beneficiaría nada dirimir nuestras diferencias, mientras que se presentaba una oportunidad de escapar. Cuatro hombres capaces de empuñar una espada tendrían muchas más posibilidades de obtener la libertad que dos. Digo dos porque, si nos empecinábamos en continuar con nuestras luchas, al menos dos de nosotros, y posiblemente tres, tendríamos que morir antes de que se hiciera la paz.
Umka, parecía más bien abandonado mientras, nosotros cuatro, conversábamos en nuestro propio idioma. Él y yo, nos habíamos hecho muy amigos, y contaba con él para que nos ayudase, si se presentaba alguna posibilidad de escapar. Por lo tanto, estaba particularmente interesado en conservar su amistad, así que lo introduje, ocasionalmente, en la conversación, actuando como intérprete.
Día tras día, durante largo tiempo, yo había presenciado los juegos de Umka con las infelices criaturas que le traían como alimento, así que ya estaba acostumbrado y no me afectaba verlo, pero cuando aquel día nos trajeron la comida, los barsoomianos observaron al masena con fascinado horror; noté que Gar Nal llegó a temerlo.
Poco después de que hubiésemos concluido nuestra comida, la puerta se abrió de nuevo, dando paso a algunos guerreros. De nuevo eran mandados por Zamak, el oficial que nos había conducido, a Umka y a mí, al salón del trono.
Sólo Umka y yo pudimos advertir que alguien había entrado en la habitación; y yo, con cierta dificultad, simulé no haberme dado cuenta.
—Ahí está —dijo Zamak, señalándome—; traedlo aquí.
Los soldados se me aproximaron y, asiéndome por ambos brazos, me arrastraron hacia la puerta.
—¿Qué pasa? —gritó Jat Or—. ¿Qué te sucede? ¿Adónde vas?
La puerta aún estaba abierta, y pude ver que me dirigía hacia ella.
—No sé adónde voy —dije yo—. Me llevan de nuevo.
—Mi príncipe, mi príncipe —gritó él, lanzándose detrás de mí, para tirar hacia adentro, pero los soldados me arrastraron fuera y le cerraron la puerta en las narices.
—Es buena cosa que estos tipos no puedan vernos —comentó uno de los soldados que me daban escolta—. Me parece que hubiéramos tenido toda una escaramuza ahora si hubiese sido así.
—Creo que éste daría mucha guerra —observó uno de los que me empujaban—; los músculos de sus brazos son como correas de plata.
—Incluso el mejor luchador no puede combatir contra enemigos que no pueda ver —opinó otro.
—Éste se las apañó bastante bien el día que lo capturamos en el patio. Dejó contusionado a muchos de los guardianes del jeddak…, y mató a dos.
Aquel era el primer indicio de que yo había tenido algún éxito en aquella lucha y me gustó sobremanera. Pude imaginarme cómo se sentirían si supieran que yo no sólo podía verlos y oírlos, sino también entenderlos.
Creían estar tan seguros, e iban tan completamente negligentes, que podía haber despojado de sus armas a cualquiera de ellos; yo sabía que de esta forma podría dar buena cuenta de mí mismo, pero no vi cómo podría ayudarme, ni a mí ni a los demás prisioneros.
Me condujeron a una sección del palacio completamente diferente a cualquiera de las zonas que había visto hasta la fecha. Su decoración lujosa y abundante así como el mobiliario eran incluso más espléndidos que los del salón del trono.
Finalmente llegamos ante una puerta, junto a la cual montaban guardia varios soldados.
—Tal como se nos ordenó, hemos venido con el prisionero de la piel blanca —dijo Zamak.
—Te esperábamos —dijo uno de los guardias, que precedió a abrir la gran doble puerta—. Podéis entrar.
Más allá de la puerta, se hallaba un apartamento de tal exquisita belleza y suntuosidad que, en mi pobre vocabulario, no encontraba palabras para describirlo. Colgantes de colores desconocidos en la Tierra, resaltaban sobre paredes que parecían de puro marfil, siendo el material de que estaban hechas, absolutamente nuevo para mí. Era la riqueza de su decoración lo que la hacía tan hermosa porque, después de todo, al empezar a rememorarla, descubro que la simplicidad era su nota dominante.
No había nadie allí cuando entré. Mis guardias me condujeron al centro de la habitación y se detuvieron.
Una puerta se abrió frente a nosotros, y por ella apareció una mujer. Era una joven de muy buen ver. Posteriormente sabría que era una esclava.
—Espera en el pasillo, Zamak —dijo ella—, el prisionero debe seguirme.
—¿Cómo? ¿Sin escolta? —exigió saber Zamak, sorprendido.
—Esas son mis órdenes.
—Pero ¿cómo podrá seguirte si no puede verte ni oírte, y aunque pudiera hacerlo, no te entendería?
—Yo lo conduciré.
Al acercárseme, los soldados me soltaron los brazos, y ella me condujo hacia la puerta, cogiéndome la mano.
La habitación a la que me guió, aunque ligeramente más pequeña que la otra, era mucho más hermosa. Pese a ello, no me percaté de esto en seguida, al estar mi atención atraída y absorbida por un único ocupante.
No me sorprendo con facilidad, pero en esta ocasión tengo que confesar que lo hice, cuando reconocí a la mujer que, reclinada sobre el diván, me miraba intensamente a través de sus largas pestañas: era Qzara, jeddara de los táridas.
La esclava me condujo al centro de la habitación y se detuvo, mirando interrogativamente a la jeddara mientras yo, recordando que se suponía que estaba ciego y sordo, intenté dirigir mi mirada más allá de la bella emperatriz, cuyos ojos parecían estar leyendo en mi alma.
—Puedes retirarte, Ulaho —dijo ella entonces.
La esclava hizo una profunda reverencia y salió de la habitación, caminando de espalda.
Durante un largo rato, después de su partida, nada turbó el silencio de la habitación, aunque no dejé de notar los ojos de Qzara fijados en mi persona.
Entonces ella se rió, con una risa musical y argentina. —¿Cómo te llamas? —quiso saber.
Yo pretendí no haberla oído, mientras, ocupaba mi atención en admirar las bellezas de la cámara. Parecía el gabinete de una emperatriz; y proporcionaba un entorno admirable a su adorable propietaria.
—Escucha —dijo ella, acto seguido—, engañaste a Ul Vas, a Zamak, al Gran Sacerdote y a todos los demás, pero no me engañaste a mí. Debo admitir que posees un espléndido autocontrol, pero tus ojos te traicionaron. Te delataron en el salón del trono y te han vuelto a traicionar ahora, cuando entraste en la habitación, como yo sabía que lo harían. Mostraron sorpresa al mirarme, y eso sólo puede significar una cosa: que me viste y me reconociste.
«En el salón del trono supe también que comprendiste todo lo que se dijo. Eres una criatura muy inteligente, la luz cambiante de tus ojos reflejó tus reacciones a lo que se decía allí.
«Seamos honestos el uno con el otro, tú y yo, pues tenemos en común más de lo que te imaginas. No soy tu enemiga. Comprendo por qué crees que te será ventajoso ocultar el hecho de que puedes vemos y oírnos; pero puedo asegurarte que tu situación no empeorará si confías en mí, puesto que yo ya sé que no somos ni invisibles ni inaudibles para ti».
No pude comprender a qué se refería al decir que teníamos mucho en común, a menos que fuera una añagaza para hacerme admitir que podía ver y oír a su gente; mas también había que tener en cuenta que no me imaginaba de qué forma podría beneficiarles este conocimiento. Estaba absolutamente en su poder, y aparentemente había poca diferencia para ellos, en si los veía, oía o si no. Más aún, estaba convencido de que aquella mujer era extremadamente lista y que no podría engañarla haciéndola creer que me era invisible. En resumen, no encontré razones para proseguir con la farsa con ella, así que la miré directamente a los ojos y sonreí.
—La amistad de la jeddara Qzara me proporcionará mucho honor — dije.
—¡Conque sí! —exclamó ella—. ¡Sabía que tenía razón!
—De modo que te quedaban algunas dudas.
—Si las tenía es porque eres un auténtico maestro en el arte de la simulación.
—Presentía que la libertad y las vidas de mis compañeros y de mí mismo, dependía de mi habilidad para evitar que tu pueblo se diera cuenta de que podía verlos y comprenderlos…
—No hablas muy bien nuestra lengua. ¿Cómo la aprendiste?
—El masena, que estaba encerrado conmigo, me la enseñó.
—Háblame de ti; dime tu nombre, el de tu país; háblame de los extraños aparatos en que llegaste al último reducto de los táridas, de tus razones para venir.
—Me llamo John Carter, príncipe de la Casa de Tardos Mors, jeddak de Helium.
—¿Helium? ¿Dónde está Helium? Nunca he oído hablar de él.
—Está en otro mundo, en Barsoom, el gran planeta al que vosotros llamáis vuestra luna mayor.
—¿Entonces eres un príncipe en tu país? No me extraña. Las dos mujeres y uno de los hombres que te acompañan son personas muy educadas, los otros dos no lo son —continuó ella—. Uno de ellos, sin embargo, posee un cerebro brillante, mientras que el otro es un simple patán, un bruto.
No pude dejar de sonreír ante su exacto juicio sobre mis compañeros. Tenía ante mí a una mujer realmente brillante. Si de verdad quería ser mi amiga, presentí que podríamos conseguir mucho por medio de ella; mas no dejé que mis pensamientos se elevaran demasiado, porque después de todo se trataba de la compañera de UI Vas, el hombre que nos había condenado a muerte.
—Has leído en ellos como en un libro abierto, jeddara.
—Tú —prosiguió—, eres un gran hombre en tu mundo. Serías un gran hombre en cualquier mundo, pero no me has dicho por qué viniste a nuestro país.
—Los dos hombres que describiste en último lugar, secuestraron a una princesa de la casa real de mi patria.
—Debe ser la que es muy hermosa —dijo Qzara con gesto pensativo.
—En efecto. Los perseguí con el otro hombre y la chica, en otra nave. A poco de alcanzar Ladan, descubrimos su nave en el patio de tu castillo. Aterrizamos junto a ella, para rescatar a la princesa, y castigar a sus secuestradores. Fue entonces cuando los tuyos nos capturaron.
—¿No viniste para hacernos daño?
—Claro que no. Ni siquiera sabíamos de vuestra existencia. Ella asintió.
—Estaba casi segura de que no pretendías hacemos ningún mal, ya que ningún enemigo se hubiera colocado tan absolutamente en nuestro poder; pero no pude convencer a Ul Vas y a los otros.
—Aprecio tu fe en mí; pero no puedo comprender la causa de que te hayas interesado tanto en mi persona, siendo yo un forastero y un extraño. Ella me contempló, en silencio, durante un momento, con ojos soñadores.
—Quizás haya sido porque tenemos muchas cosas en común, o quizás por la fuerza más poderosa que existe, la fuerza que nos domina sin remedio.
Hizo una pausa y me contempló intensamente, agitando después la cabeza con impaciencia.
—La cosa que tenemos en común es que ambos somos prisioneros en el castillo de Ul Vas. Y la razón por la que me he interesado tanto por ti, la comprenderás si eres la décima parte de inteligente de lo que yo creo.
Intentamos la fuga
Qzara podía haber sobrestimado mi inteligencia, pero había subestimado mi cautela. No podía permitirme el lujo de admitir que había entendido la interferencia que, en teoría, tenía que deducir de su indirecta. De hecho, esta implicación era tan ridícula, que al principio me sentí inclinado a creer que se trataba de algún tipo de ardid destinado a hacerme admitir, después de haber ganado mi confianza, que albergaba planes ocultos con relación a su pueblo; así que intenté ignorar la posible confesión en su segunda afirmación, aparentando estar sin hablar a causa de la primera, que constituía en verdad una sorpresa para mí.
—¿Tú una prisionera? Creía que eras la jeddara de los táridas.
—Lo soy, pero no por eso menos prisionera.
—¿Pero no es éste tu pueblo?
—No. Yo soy domniana. Mi país, Domnia, se encuentra lejos de aquí, detrás de las montañas que hay más allá del bosque que nos rodea.
—¿Y tu pueblo te casó con Ul Vas, jeddak de los táridas?
—No —respondió ella—. Ul Vas me raptó de entre los míos. Mi pueblo ignora qué ha sido de mí. Nunca me hubiera enviado de buena gana a la corte de Ul Vas, ni yo permanecería aquí si pudiese escapar. Ul Vas es un bestia. Cambia a menudo de jeddara. Sus agentes recorren otros países sin descanso en busca de jóvenes atractivas. Cuando encuentre a una más hermosa que yo, seguiré el camino de mis predecesoras: pero creo que Ul Vas ya ha encontrado una de su gusto, así que mis días están contados.
—¿Crees que sus agentes han encontrado otra más hermosa que tú? Parece increíble.
—Gracias por el cumplido, pero no han sido sus agente los que la han encontrado, sino el propio Ul Vas. ¿No te fijaste, en el salón del trono, en cómo miraba a tu bella compatriota? Apenas si apartaba la vista de ella, y recordarás que le perdonó la vida.—También hizo lo propio con la joven llamada Zanda —le recordé—. ¿También va a hacerla su jeddara?
—No, sólo puede tener una jeddara a la vez. La chica, a la que llamas Zanda, será para el Gran Sacerdote. De esta forma aplaca Ul Vas a los dioses.
—Si toma a esa otra mujer, ella lo matará.
—Pero eso a mí no me sirve de nada.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque mientras una jeddara viva, él no puede tomar otra. —¿Acabará contigo?
—Desapareceré —explicó ella—. En el castillo de Ul Vas suceden cosas extrañas, extrañas y terribles.
—Comienzo a entender porqué me mandaste llamar: quieres escapar, y piensas que si nos ayudamos a hacerlo, te llevaremos con nosotros.
—Comienzas a entender, al menos, una parte de mis razones. Ya me cuidaré de que entiendas las restantes, a su debido tiempo.
—¿Crees que hay alguna posibilidad de escapar?
—Existe una remota posibilidad y, como de una forma u otra vamos a morir, no podemos despreciarla.
—¿Tienes algún plan?
—Podemos escapar en la nave que queda en el patio. Ahora sí que estaba yo interesado.
—¿Una de las naves está aún en el patio? ¿Acaso no las han destruido?
—Pensaban destruirlas, pero les tienen miedo; temen acercarse a ellas. El día que te capturaron, dos guerreros subieron a una de las naves, y ésta se echó a volar, inmediatamente, con ellos a bordo. No emprendió el vuelo hasta después que el primero, que subió, le gritó a su compañero que estaba desierta. Ahora creen que estas naves son presas de algún sortilegio mágico, y no se acercan a la que queda en el patio.