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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y demonios (10 page)

BOOK: Espadas y demonios
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De repente, temblando con violencia en todo su ser, pero sobre todo los brazos, Fafhrd retrocedió con la rapidez de una serpiente, acurrucándose bajo el banco.

Luego dejó de temblar, pero unas fuertes manos de carne y hueso le agitaban los hombros, y en vez de oscuridad estaba el pellejo débilmente translúcido del techo de la tienda que ocupaban los mingoles, y en lugar del rostro de su padre vio el rostro cetrino, de negros bigotes, sombrío pero preocupado de Vellix el Aventurero.

Fafhrd le miró deslumbrado, luego agitó los hombros y la cabeza para desentumecerse y apartar las manos que los sujetaban.

Pero Vellix ya le había soltado y estaba sentado en un montón de pieles a su lado.

—Perdona, joven guerrero —le dijo gravemente—. Parecías tener un sueño que ningún hombre habría querido proseguir.

Sus maneras y el tono de su voz eran como los de aquel Nalgron de pesadilla. Fafhrd se irguió sobre un codo, bostezó y, haciendo una mueca, se estremeció de nuevo.

—Tienes helado el cuerpo, la mente, o ambos —dijo Vellix—. Así que tenemos una buena excusa para el aguardiente que te prometí.

Cogió con una sola mano dos pequeñas tazas de plata, y con la otra un jarro marrón de aguardiente que descorchó con el dedo índice y el pulgar.

Fafhrd sintió repugnancia ante el sucio aspecto de las tazas y la idea de lo que podría estar pegado en sus fondos, o quizá lo que había en la taza que iba a usar él. Recordó entonces con una punzada de temor que aquel hombre rivalizaba con él por el afecto de Vlana.

—Espera —dijo cuando Vellix se disponía a servirle—. En mi sueño salía una copa de plata que tenía un papel desagradable. ¡Zax! —llamó al mingol que vigilaba ante la puerta de la tienda—. ¡Una taza de porcelana, por favor!

—¿Tomas el sueño como una advertencia para no beber en recipientes de plata? —inquirió Vellix en voz baja, con una sonrisa ambigua.

—No —respondió Fafhrd—, pero ha instilado en mi carne una antipatía que aún me dura.

No dejó de sorprenderle un poco que los mingoles hubieran dejado entrar tan informalmente a Vellix para sentarse a su lado. Tal vez los tres eran antiguos conocidos de los campamentos de comercio. O quizá los habían sobornado.

Vellix rió y mostró una actitud más distendida.

—Además, mi limpieza deja mucho que desear, pues carezco de mujer o criado. ¡Effendrit! Que sean dos tazas de porcelana, y limpias como madera de abedul recién descortezada.

Era, en efecto, el otro mingol el que había estado apostado junto a la puerta... Vellix los conocía mejor que Fafhrd. El aventurero le ofreció en seguida una de las relucientes tazas blancas. Vertió un poco de líquido burbujeante en su propia taza, luego una cantidad generosa para Fafhrd y, finalmente, se sirvió más... como para demostrar que la bebida de Fafhrd no podía estar envenenada o drogada. Y el muchacho, que le había observado con atención, no pudo encontrar nada que objetar. Entrechocaron las tazas y cuando Vellix tomó un largo trago, Fafhrd le imitó, tomando un sorbo largo pero prudentemente lento. El líquido era bastante ardiente.

—Es mi último jarro —dijo Vellix en tono alegre—. He trocado todas las existencias por ámbar, gemas de nieve y otras cosillas... sí, y mi tienda y mi carreta también, todo excepto mis dos caballos, nuestro equipo y las raciones de invierno.

—He oído decir que tus caballos son los más rápidos y resistentes de las estepas —observó Fafhrd.

—Ésa es una afirmación excesiva. Pero no hay duda de que aquí cuentan entre los mejores.

—¡Aquí! —exclamó Fafhrd despectivamente.

Vellix le miró como lo había echo Nalgron en todo el sueño excepto en la última parte. Entonces le dijo:

—Fafhrd... ¿puedo llamarte así? Llámame Vellix. ¿Me permites una sugerencia? ¿Puedo darte un consejo como se lo daría a un hijo mío?

—Claro —respondió Fafhrd, sintiéndose no sólo incómodo sino también receloso.

—Es evidente que estás aquí inquieto e insatisfecho. Lo mismo le sucede a todo joven sano, en todas partes, a tu edad. El ancho mundo te llama, y estás deseando ponerte en marcha. Pero déjame decirte esto: se necesita más que ingenio y prudencia —sí, y sabiduría también— para enfrentarse con la civilización y encontrar algún consuelo. Para eso has de volverte poco a poco taimado, mancillarte como se mancilla la civilización. Allí no puedes trepar para obtener el éxito de la misma manera que escalas una montaña, por fría y traicionera que sea. Esta última exige lo mejor de ti; la otra, mucho de lo peor que tienes: una maldad calculada que todavía has de experimentar y que no tienes por qué hacerlo. Yo nací renegado. Mi padre era un hombre de las Ocho Ciudades que cabalgaba con los mingoles. Ojalá me hubiera quedado en las estepas, a pesar de su crueldad, sin escuchar la corruptora llamada de Lankhmar y las Tierras Orientales.

»Lo sé, lo sé, aquí la gente es estrecha de miras y apegada a la costumbre. Pero comparados con las mentes retorcidas de la civilización, son derechos como pinos. Aquí, con tus dones naturales, fácilmente llegarías a ser un jefe... más, en verdad, un jefe supremo que reuniría a una docena de clanes y haría de los nórdicos una potencia que habrían de reconocer las naciones. Luego, si lo deseas, podrías desafiar a la civilización, en tus propias condiciones, no en las de ella.

Los pensamientos y las sensaciones de Fafhrd eran como el mar agitado, aunque externamente había adoptado una calma casi sobrenatural. Incluso sentía un júbilo intenso, al ver que Vellix consideraba las posibilidades de un joven con Vlana tan altas que le atosigaba con halagos tanto como aguardiente.

Pero más allá de aquella corriente jubilosa, tenía la impresión, difícil de eliminar, de que el Aventurero no disimulaba del todo, que se sentía como un padre con respecto a Fafhrd, que trataba realmente de evitarle daños y aquello que decía de la civilización era en gran parte sincero. Naturalmente, eso podría ser porque Vellix estaba tan seguro de Vlana que podía permitirse ser amable con un rival. Sin embargo...

Sin embargo, ahora, una vez más, Fafhrd se sentía más incómodo que otra cosa. Apuró su taza.

—Vuestro consejo es digno de ser tenido en cuenta, señor... quiero decir, Vellix. Reflexionaré en él.

Rechazando otro trago con un movimiento de cabeza y una sonrisa, se levantó y alisó sus ropas.

—Había esperado tener una larga charla —dijo Vellix, sin levantarse.

—Tengo cosas que hacer —respondió Fafhrd—. Gracias de todo corazón. —Vellix sonrió pensativamente mientras el muchacho se alejaba.

La pista de nieve pisoteada que serpenteaba entre las tiendas de los comerciantes estaba llena de ruido y atestada de gente. Mientras Fafhrd dormía, los hombres de la Tribu de Hielo y la mitad de los Compañeros de la Escarcha habían llegado y estaban reunidos alrededor de dos fuegos solares —llamados así por su tamaño, calor y altura de sus llamas— comiendo carne humeante, riendo y dándose golpes. A cada lado había oasis de compra y regateo, invadidos por los juerguistas o cuidadosamente evitados, según el rango de los participantes en los negocios. Viejos camaradas se descubrían unos a otros, gritaban y a veces avanzaban a empellones entre la multitud para abrazarse. Se derramaba comida y bebida, se hacían y aceptaban retos, o más a menudo se rechazaban entre risas. Las bardos cantaban y rugían.

El tumulto molestaba a Fafhrd, el cual deseaba quietud para separar en sus sensaciones a Vellix de Nalgron, eliminar sus vagas dudas acerca de Vlana y sobre el desdoro de la civilización. Caminaba como un soñador turbado, con el ceño fruncido pero sin reparar en los codazos y empujones.

De súbito se puso alerta, pues observó, a través de la multitud, a Hor y Harrax que se dirigían hacia él, y leyó el propósito que tenían en sus ojos. Dejando que le rodeara un remolino de gente, observó que Hrey, otra de las criaturas de Hringorl, estaba cerca, a sus espaldas.

El propósito de los tres estaba claro. Simulando que eran camaradas, le darían una paliza o algo peor.

En su caprichosa preocupación por Vellix, había olvidado a su enemigo y rival más cierto, el brutalmente directo pero astuto Hringorl.

Entonces los tres llegaron a su lado. En un instante observó que Hor llevaba una pequeña porra y que los puños de Harrax eran demasiado grandes, como si sujetaran piedra o metal para que sus golpes fuesen más dañinos.

Fafhrd se lanzó hacia atrás, como si pretendiera escabullirse entre aquel par y Hrey; entonces, con la misma rapidez, invirtió su rumbo y lanzando un grito corrió hacia el fuego solar, delante de él. Las cabezas se volvieron al oír aquel grito y algunos, sorprendidos, se apartaron de su camino. Pero los hombres de la Tribu de Hielo y los Compañeros de la Escarcha tuvieron tiempo de ver lo que sucedía: un joven alto perseguido por tres matones. Aquello prometía un buen espectáculo. De un salto se colocaron a cada lado de la hoguera para impedirle el paso más allá de ella. Fafhrd giró primero a la izquierda y luego a la derecha. Prorrumpiendo gritos sarcásticos, los hombres se agruparon más apretadamente.

Fafhrd contuvo el aliento, se protegió los ojos con una mano y saltó a través de las llamas, las cuales alzaron el manto de piel por detrás, haciéndolo subir muy alto, y el muchacho sintió la punzada del calor en la mano y el cuello.

Salió de la hoguera con sus pieles chamuscadas y llamas azules avanzando por su cabello. Delante se había congregado más gente, pero había un espacio ancho, alfombrado y con un toldo entre dos tiendas, donde jefes y sacerdotes se sentaban alrededor de una mesa baja, absortos en la acción de un mercader que pesaba polvo de oro en una balanza.

Oyó estrépito y gritos detrás, alguien que gritaba: «Corre, cobarde», y otro: «Una pelea, una pelea»; vio el rostro de Mara delante, enrojecido y excitado.

Entonces el futuro jefe supremo de las tierras nórdicas —pues así pensó de sí mismo en aquel instante— saltó por encima de la mesa bajo el toldo, derribando inevitablemente al mercader y dos jefes, junto con la balanza, y arrojando el polvo de oro al viento antes de aterrizar con un siseo de vapor en el gran banco de nieve blanda situado más allá.

Rodó dos veces sobre sí mismo para asegurarse de que todas las llamas se extinguieran, y luego se puso en pie y corrió como un gamo al bosque, seguido por ráfagas de maldiciones y estallidos de risas.

Cincuenta grandes árboles después se detuvo abruptamente en la penumbra nevada y contuvo el aliento mientras escuchaba. A través del suave golpeteo de su sangre, no le llegaba el más leve ruido de persecución. Tristemente se peinó con los dedos el cabello hediondo, disminuido, y sacudió sus pieles ahora agujereadas e igualmente hediondas.

Esperó entonces para recobrar el aliento y serenarse. Y fue durante esta pausa cuando efectuó un descubrimiento desconcertante. Por primera vez en su vida, el bosque, que siempre había sido su lugar de retiro, su tienda del tamaño de un continente, su gran sala privada con techado de pinaza, le pareció hostil, como si los mismos árboles y la madre tierra de carne fría y entrañas calientes en la que arraigaban conocieran su apostaría, su desdén, su rechazo y su pretendido divorcio de la tierra nativa.

No era el silencio habitual, ni tampoco la siniestra y sospechosa cualidad de los débiles sonidos lo que al final empezó a oír: el rasguño de pequeñas garras en la corteza, el ruido de pisadas animales, el ulular de un búho distante anticipando la noche. Estos eran efectos, o como mucho, concomitancias. Se trataba de algo innombrable, intangible, pero profundo, como el fruncimiento de ceño de un dios. O una diosa.

Estaba muy deprimido, y al mismo tiempo nunca había sentido tanta dureza en su corazón.

Cuando al fin volvió a ponerse en movimiento, lo hizo en el mayor silencio posible y no con su inhabitual conciencia relajada y bien abierta, sino más bien con la nerviosa sensibilidad v la disposición a saltar de un explorador en territorio enemigo.

Y fue beneficioso para él que lo hiciera así, pues de otro modo le habría resultado difícil esquivar la caída casi silenciosa de un carámbano, agudo, pesado y largo como el proyectil de una catapulta de asedio, ni tampoco el golpe de una enorme rama muerta cargada de nieve que se rompió con un solo crujido estruendoso, ni el dardo venenoso lanzado por la cabeza de una víbora de nieve desde su desacostumbrado redondel blanco a la vista, ni el zarpazo lateral de las garras afiladas y crueles de un leopardo de nieve que pareció casi materializarse de un salto en el aire gélido y se desvaneció del modo más extraño cuando Fafhrd se hizo a un lado para evitar su primer ataque y se enfrentó a él con la daga desenfundada. Tampoco podría haber percibido a tiempo la trampa disimulada, colocada contra toda costumbre en aquella zona doméstica del bosque y lo bastante grande para estrangular no a una liebre sino a un oso.

Se preguntó dónde estaba Mor y qué podría estar musitando o cantando. ¿Se habría limitado su error a haber soñado con Nalgron? A pesar de la maldición del día anterior —y de otras .antes de aquélla— y de las abiertas amenazas de la última noche, nunca había imaginado seriamente que su madre tratara de asesinarle. Pero ahora el pelo de la nuca se le erizaba de aprensión Y horror, la mirada vigilante de sus ojos era febril y frenética, mientras un hilillo de sangre goteaba sin que él hiciera nada para restañarla, del corte en la mejilla que le había producido el gran carámbano al caer.

Tanto se había concentrado en espiar los peligros que se sorprendió un poco al encontrarse en el claro donde el día anterior había abrazado a Mara, sus pies en el corto sendero que conducía a las tiendas domésticas.

Entonces se relajó un poco, enfundó la daga y se aplicó un puñado de nieve a la mejilla sangrante... pero se relajó sólo un poco, con el resultado de que percibió que alguien iba a su encuentro antes de que oyera sus pisadas.

Entonces se fundió con el fondo nevado de un modo tan silencioso y completo, que Mara estuvo a tres pasos antes de verle.

—Te han herido —exclamó.

—No —respondió él secamente, su atención todavía con entrada en los peligros del bosque.

—Pero la nieve roja en tu mejilla... ¿Ha habido una pelea? —Sólo me hice un rasguño en el bosque. Me libré de ellos.

Su mirada de preocupación se desvaneció.

—Es la primera vez que te veo huir de una pelea.

—No me vi con coraje para enfrentarme a tres o más —dijo él sin ambages.

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