Read Espadas y demonios Online

Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y demonios (9 page)

BOOK: Espadas y demonios
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—¡Calla y ten paciencia! Para rematar tu decepción, sube a lo alto de la Sala de los Dioses bastante antes del espectáculo, como hiciste anoche. Podría haber un intento de secuestrarme durante el espectáculo... si Hringorl o sus hombres se ponen demasiado nerviosos, o Hringorl quiere estafarle a Seddy su oro... y me sentiré más segura si estás vigilando. Luego, cuando salga después de llevar la toga y las campanas de plata, baja rápidamente y reúnete conmigo en el establo. Huiremos durante la pausa entre la primera y la segunda parte del espectáculo, cuando de un modo u otro todos estarán demasiado interesados en lo que va seguir para reparar en nosotros. ¿Has comprendido? ¿Mantenerte hoy alejado? ¿Esconderte en el tejado? ¿Reunirte conmigo durante el intermedio? ¡Muy bien! Y ahora, mi querido teniente, dejemos de lado toda disciplina. Olvida todo el respeto que debes a tu capitana y...

Pero ahora le tocaba a Fafhrd el turno de demorarse. La conversación de Vlana le había dado tiempo para que despertaran sus propias preocupaciones, y la mantuvo apartada de él, aunque la mujer le rodeaba el cuello con sus manos y se esforzaba para unir sus cuerpos.

—Te obedeceré en todos los detalles —dijo él—. Pero he de hacerte una sola advertencia más, que es muy importante y has de tenerla en cuenta. Hoy piensa tan poco como puedas acerca de nuestros planes, incluso mientras lleves a cabo acciones esenciales para ellos. Mantenlos ocultos tras el escenario de tus demás pensamientos, como haré yo con los míos, puedes estar segura, pues Mor, mi madre, es una gran lectora de mentes.

—¡Tu madre! En verdad que te ha amedrentado en exceso, querido, hasta tal punto que estoy deseando verte libre del todo... ¡Oh, no me rechaces! Hablas de ella como si fuera la Reina de las Brujas.

—Y lo es, no te engañes—le aseguró Fafhrd severamente—. Ella es la gran araña blanca, mientras que todo el Yermo Frío, tanto encima como debajo, es su tela, sobre la que nosotros, las moscas, hemos de ir de puntillas, saltando sobre extensiones viscosas. ¿Me harás caso?

—¡Sí, sí, sí! Y ahora...

La atrajo lentamente hacia él, como un hombre que se llevara a la boca un pellejo de vino, con torturante lentitud. Sus epidermis se encontraron, sus labios, se reunieron.

Fafhrd notó un profundo silencio encima, alrededor, debajo, como si la misma tierra retuviera el aliento, un silencio que le asustaba.

Se besaron profundamente y Fafhrd perdió su temor. Cuando se separaron para cobrar aliento, él tendió la mano y pinzó con los dedos la mecha de la lámpara. La llama se extinguió y la estancia quedó a oscuras, con excepción de la fría plata del alba que se filtraba por grietas y ranuras. Le escocían los dedos y se preguntó por qué había hecho aquello, ya que antes habían hecho el amor a la luz de la lámpara. Volvió a sentir temor.

Apretó a Vlana con fuerza en el abrazo que aleja todos los temores.

Y entonces, de repente —el muchacho no podría haber dicho por qué rodó sobre sí mismo, abrazado a la mujer, hacia el fondo de la tienda. Sus manos se aferraban a los hombros de Vlana y sus piernas se entrelazaban con las de ella, arrastrándola primero encima de él y luego debajo, en la más rápida alteración.

Se oyó un estruendo como un trueno y el puño de un gigante golpeó contra el granito helado del suelo bajo ellos. El centro de la tienda se abatió, los aros por encima de ellos se inclinaron en aquella dirección, arrastrando el cuero de la tienda.

Los amantes rodaron hasta llegar a los vestidos en sus perchas esparcidos por el suelo. Se oyó un segundo estruendo monstruoso seguido de un crujido, como si una bestia gigantesca cogiera a un behemot y lo triturase entre sus mandíbulas. La tierra tembló durante un rato.

Entonces todo quedó en silencio tras aquel gran ruido y estremecimiento del suelo, excepto el asombro y el temor que vibraban en sus oídos. Se abrazaron como niños aterrados.

Fafhrd se recuperó primero.

—¡Vístete! —ordeno a Vlana, y a continuación se deslizó por debajo de la tienda y salió desnudo al frío cortante bajo el cielo rosado.

La gran rama del sicomoro de nieve, sus cristales arrancados en un gran montón, estaba de través en medio de la tienda, presionando a ésta y al jergón que estaba debajo contra la tierra helada.

El resto del sicomoro, privado de la gran rama que lo equilibraba, había caído cuan largo era en la dirección contraria y permanecía tendido y rodeado de montones de cristales. Sus raíces negras, peludas y rotas estaban expuestas.

El sol desprendía de todos los cristales un pálido reflejo rosáceo.

Nada se movía, ni siquiera una voluta de humo, aunque era la hora del desayuno. La brujería había descargado un gran martillazo y nadie lo había notado excepto las víctimas escogidas.

Fafhrd, que empezaba a temblar, se deslizó de nuevo bajo la tienda. Vlana había obedecido su orden y se vestía con rapidez de actriz. Fafhrd se puso a toda prisa sus ropas, apiladas de modo providencial en aquel extremo de la tienda. Se preguntó si habría seguido las instrucciones de algún dios al hacer aquello y apagar la lámpara, pues de lo contrario la llama habría prendido en la tienda derribaba.

Sus ropas estaban más frías que el gélido aire, pero sabía que aquello cambiaría.

Se arrastró con Vlana al exterior una vez más. Cuando se levantaron, él le hizo ver la rama caída con el gran montón de cristales a su alrededor y le dijo:

—Ahora ríete de los poderes brujeriles de mi madre, su grupo de brujas y todas las Mujeres de la Nieve.

—Sólo veo una rama que se ha desprendido debido a un exceso de hielo —replicó Vlana dubitativa.

—Compara la masa de cristales y nieve que ha caído de esa rama con las que hay por todas partes. Recuerda lo que te he dicho: ¡oculta tus pensamientos!

Vlana permaneció en silencio.

Una negra figura corría hacia ellos desde las tiendas de los mercaderes. Su tamaño aumentó a medida que saltaba grotescamente.

Vellix el Aventurero jadeaba cuando llegó hasta ellos y cogió los brazos de Vlana. Cuando su respiración se normalizó, dijo:

—He tenido un sueño en el que te veía aplastada y destrozada. Entonces me despertó un trueno.

—Has soñado el principio de la verdad —respondió Vlana—, pero en un asunto como éste, «casi» vale tanto como «nada».

Al fin Vellix vio a Fafhrd. Una expresión de cólera y celos apareció en su rostro, y se llevó la mano a la daga que le colgaba del cinto.

—¡Espera! —le ordenó Vlana vivamente—. Desde luego habría muerto aplastada si los sentidos de este joven, que deberían haber estado del todo absortos en otra cosa, no hubieran percibido los primeros indicios de la caída de la rama, y así me libró de la muerte en el último instante. Se llama Fafhrd.

Vellix cambió el movimiento de su mano, que pasó a formar parte de una reverencia, al tiempo que hacía un amplio gesto con su otro brazo.

—Estoy en deuda contigo, joven —le dijo en tono afectuoso, y tras una pausa añadió—:por haber salvado la vida de una artista notable.

Otras figuras habían aparecido a la vista, algunas apresurándose hacia ellos desde las cercanas tiendas de los actores, y otras a las puertas de las lejanas tiendas de la Tribu de Nieve, que no se movían.

Apretando su mejilla contra la de Fafhrd, como expresando gratitud formal, Vlana susurró rápidamente:

—Recuerda mi plan para esta noche y para nuestro futuro éxtasis. No te apartes de él lo más mínimo. Ahora vete.

—Ten cuidado con el hielo y la nieve —le advirtió Fafhrd—. Actúa sin pensar.

Vlana se dirigió a Vellix en un tono más distante, aunque con cortesía y amabilidad.

—Gracias, señor, por vuestra preocupación por mí, tanto en el sueño como en la vigilia.

Essedinex, abrigado en un manto de piel cuyo cuello le tapaba las orejas, saludó con bronco humor.

—Ha sido una noche dura para las tiendas.

Vlana se encogió de hombros.

Las mujeres de la compañía se reunieron alrededor de ella haciéndole inquietas preguntas, y ella les habló en voz baja mientras se dirigían a la tienda de los actores y entraban por la abertura destinada a las muchachas.

Vellix frunció el ceño y se tiró del negro mostacho.

Los actores masculinos se quedaron mirando y meneando las cabezas ante la tienda semicilíndrica derribada.

Vellix se dirigió a Fafhrd en tono amistoso.

—Antes te ofrecí aguardiente y ahora creo que lo necesitas. Además, desde ayer por la mañana tengo grandes deseos de hablar contigo.

—Perdona, pero en cuanto me siente seré incapaz de permanecer despierto para decir una sola palabra, aunque sean tan sabias como lechuzas, ni siquiera para tomar un sorbo de aguardiente —respondió cortésmente Fafhrd, reprimiendo a medias un gran bostezo—. Pero te lo agradezco.

—Parece que mi destino es preguntar siempre en el momento menos indicado —comentó Vellix encogiéndose de hombros—. ¿Quizás a mediodía? ¿O a media tarde? —añadió con rapidez.

—A media tarde, por favor —replicó Fafhrd, y se alejó con rapidez, a grandes zancadas hacia las tiendas de los mercaderes. Vellix no intentó seguirle.

Fafhrd se sentía más satisfecho de lo que jamás había estado en su vida. La idea de que aquella noche huiría para siempre de aquel estúpido mundo de nieve y de sus mujeres que encadenaban a los hombres casi le hizo sentir nostalgia de Rincón Frío. Se dijo que debía evitar el pensamiento. Unas sensaciones de amenaza misteriosa, o quizá su deseo de dormir, daban un aspecto espectral a cuanto le rodeaba, como un escenario de su infancia que visitara de nuevo.

Apuró una jarra de porcelana blanca llena de vino que le sirvieron sus amigos migoles Zax y Effendrit, les dejó que le llevaran a un brillante camastro de pieles, oculto por montones de otras pieles, y en seguida se sumió en un sueño profundo.

Tras permanecer largo tiempo bajo una oscuridad absoluta y confortable, se encendieron una luces tenues. Fafhrd estaba sentado al lado de Nalgron, su padre, ante una recia mesa de banquete atestada de humeantes y sabrosos alimentos y buenos vinos en jarras de barro, piedra, plata, cristal y oro. Había otros comensales a la mesa, pero Fafhrd no podía distinguir nada de ellos salvo sus oscuras siluetas y el monótono sonido de su conversación incesante, demasiado baja para poder entenderla, como muchos arroyos de agua murmuradora, aunque con ocasionales accesos de risa baja, como pequeñas olas que ascendían y se retiraban por una playa de grava. El ruido de los cubiertos contra los platos y entre sí era como el chasquido de los guijarros en aquel oleaje.

Nalgron vestía pieles de oso polar blanquísimas, con agujas, cadenas y muñequeras y anillos de la plata más pura, y también había plata en su cabello, lo cual turbaba a Fafhrd. Sostenía en la mano izquierda una copa de plata, que se llevaba de vez en cuando a los labios, pero mantenía bajo el manto la mano con la que comía.

Nalgron hablaba con prudencia, tolerancia, casi con ternura de muchos temas. Dirigía su mirada aquí y allá alrededor de la mesa, pero aun así hablaba en voz tan baja que Fafhrd sabía que la conversación iba dirigida solamente a él.

Fafhrd también sabía que debería escuchar con atención cada palabra y almacenar cuidadosamente cada aforismo, pues Nalgron hablaba de valor, honor, prudencia, esmero en dar y puntillo en mantener la propia palabra, de seguir los impulsos del corazón, y esforzarse sin desviación hacia una meta elevada y romántica, de sinceridad en todas estas cosas pero sobre todo en reconocer las propias aversiones y deseos, de la necesidad de hacer oídos sordos a los temores y críticas de las mujeres, pero perdonarles libremente todos sus celos, intentos de poner trabas e incluso la maldad más extrema, dado que todo eso brota de su amor ingobernable por uno u otro, y de muchas cosas diferentes que un joven en el umbral de la virilidad debe conocer.

Pero aunque sabía todo esto, Fafhrd escuchaba a su padre sólo a retazos, pues estaba tan turbado por la extrema flacura del rostro de Nalgron y la delgadez de los dedos que sostenían la copa de plata, por la blancura de su cabello y una débil coloración azulada en sus labios rojizos, aunque los movimientos, gestos y palabras de Nalgron eran firmes e incluso vivaces, que se sentía impulsado a buscar en los platos y cuencos humeantes que tenía ante él porciones de alimento especialmente suculentas y echarlas en el ancho plato vacío de Nalgron para provocar su apetito.

Cada vez que hacía esto, Nalgron le miraba con una sonrisa y un gesto cortés, con amor en los ojos, y luego se llevaba la copa a los labios y volvía a su discurso, pero sin descubrir nunca la mano que debería utilizar para comer.

A medida que avanzaba el banquete, Nalgron empezó a hablar de asuntos aún más importantes, pero ahora Fafhrd apenas escuchaba ninguna de sus preciosas palabras, tan agitado estaba por la preocupación que le producía la salud de su padre. Ahora la piel parecía tensarse a estallar en el pómulo saliente, los ojos brillantes estaban cada vez más hundidos y rodeados de oscuros círculos, las venas azules sobresalían más a través de los fuertes tendones de la mano que sostenía ligeramente la copa de plata, y Fafhrd había empezado a sospechar que, si bien Nalgron dejaba a menudo que el vino le tocara los labios, nunca bebía una gota.

—Come, padre —suplicó Fafhrd en voz baja, tensa de preocupación—. Bebe por lo menos.

De nuevo la mirada, la sonrisa, el gesto de asentimiento, los ojos brillantes aún más llenos de amor, el breve contacto de la copa con los labios cerrados, la mirada lejana, la reanudación del discurso tranquilo, imposible de seguir.

Y ahora Fafhrd conoció el miedo, pues las luces eran cada vez más azules y se daba cuenta de que ninguno de los comensales, vestidos de negro y sin rasgos, levantaban, ni lo habían hecho hasta entonces, más que una mano, llevándose el borde de la copa a los labios, aunque hacían un ruido incesante con sus cubiertos. La preocupación del muchacho por su padre se hizo agónica, y antes de que supiera con exactitud lo que hacía, echó atrás el manto de su padre, le cogió el brazo y la muñeca derechos y llevó hacia el plato lleno de comida la mano derecha.

Entonces Nalgron no asintió más, sino que volvió la cabeza a Fafhrd, y no sonrió, sino que hizo una mueca que mostró todos sus dientes de vieja tonalidad marfileña, mientras sus ojos eran fríos, fríos, fríos.

La mano y el brazo que Fafhrd sostenía daban la sensación de... parecían... eran de descarnado hueso marrón.

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