Read Espadas y demonios Online

Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y demonios (4 page)

BOOK: Espadas y demonios
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—¡Mara, bruja mía!

Y con los brazos separó el cuerpo envuelto en el manto blanco del fondo que le servía de camuflaje y la abrazó. Ambos formaron una sola columna blanca, capucha contra capucha y labios contra labios, por lo menos durante veinte latidos de corazón de la clase más violenta y deliciosa. Luego ella le cogió la mano derecha, la llevó a su manto y, a través de una abertura bajo su larga chaqueta, la apretó contra los crespos rizos de su bajo vientre.

—Adivina qué es —le susurró, lamiéndole la oreja.

—Es parte de una muchacha. Creo que es un...

Su tono era alegre, aunque sus pensamientos se lanzaban ya con frenesí en una dirección distinta y horrenda.

—No, idiota, es algo que te pertenece —le instruyó el húmedo susurro.

La horrenda dirección se transformó en un salto de agua helada que avanzaba hacia la certidumbre. Sin embargo, el joven dijo con valentía:

—Bien, quisiera creer que no lo has intentado con otros, aunque estarías en tu derecho. Debo decir que me siento muy honrado...

—¡Estúpida bestia! Quiero decir que es algo que nos pertenece.

La horrenda dirección era ahora un negro túnel helado que se convertía en un pozo. De un modo automático y con el fuerte latido del corazón apropiado al momento, Fafhrd le dijo:

—¿No... ?

—¡Sí! Estoy segura, monstruo. He fallado dos veces.

Mejor que en ninguna otra ocasión de su vida, los labios de Fafhrd realizaron su tarea de encerrar las palabras. Cuando al fin se abrieron, tanto ellos como la lengua que estaba detrás permanecían bajo el dominio absoluto de los grandes ojos verdes. Las palabras salieron entonces en alegre cascada:

—¡Oh, dioses! ¡Qué maravilla! ¡Soy padre! ¡Qué lista has sido, Mara!

—Muy lista, desde luego —admitió la muchacha—, para haber formado algo tan delicado tras tus rudos manejos. Pero ahora debo hacerte pagar por esa desgraciada observación de si «lo he intentado con otros».

Alzándose la falda por detrás, guió las dos manos del joven bajo su manto hasta un nudo de correas en la base de su espina dorsal. (Las Mujeres de la Nieve llevaban capuchas de piel, botas de piel, una media de piel en cada pierna sujeta a una correa en la cintura, y una o más chaquetas de piel y mantos... Era un atuendo práctico, parecido al de los hombres excepto por las largas chaquetas.)

Mientras el muchacho trataba de deshacer el nudo, del que salían tres tensas correas, dijo a su compañera:

—En verdad, Mara, querida mía, no estoy a favor de estos cinturones de castidad. No son un instrumento civilizado. Además, deben de impedirte la circulación de la sangre.

—¡Tú y tu manía de la civilización! Te querré y me esforzaré para librarte de eso. Anda, desata el nudo y asegúrate de que tú y ningún otro lo ató.

Fafhrd obedeció y hubo de convenir en que era su nudo y no el de ningún otro hombre. La tarea le llevó cierto tiempo y Mara gozó de ella, a juzgar por sus leves quejidos y gemidos, sus suaves pellizcos y mordiscos. Fafhrd también empezó a interesarse. Cuando terminó la tarea, obtuvo la recompensa de todos los embusteros corteses: Mara le amó tiernamente porque él le había dicho las mentiras adecuadas, y ella lo mostraba en su conducta seductora. Y vasto llegó a ser el interés y la excitación del joven por la muchacha.

Tras ciertos toqueteos y otras pruebas de afecto, cayeron sobre la nieve uno al lado del otro, ambos acolchados y totalmente cubiertos por sus blancos mantos de piel y sus capuchas.

Un transeúnte habría pensado que un montón de nieve había cobrado vida de un modo convulso y tal vez estaba dando nacimiento a un hombre de nieve, duende o demonio.

Al cabo de un rato el montículo de nieve se quedó inmóvil por completo, y el hipotético paseante habría tenido que acercarse mucho para percibir las voces que surgían de su interior.

MARA: Adivina lo que estoy pensando.

FAFHRD: Que eres la Reina de la Felicidad. ¡Aaah!

MARA: Te devuelvo tu ¡aaah!, junto con un ¡oooh! Y añado que eres el Rey de las Bestias. No, estúpido, te lo diré. Pensaba en lo contenta que estoy de que hayas tenido tus aventuras sureñas antes del matrimonio. Estoy segura de que has violado o incluso hecho el amor indecente a docenas de mujeres sureñas, lo cual quizá explique tu terquedad con respecto a la civilización. Pero no me importa lo más mínimo. Te amaré para que no hayas de recurrir más a eso.

FAFHRD: Tienes una mente brillante, Mara, pero de todos modos exageras mucho aquella única incursión pirata que hice al mando de Hringorl, y sobre todo las oportunidades que ofreció de aventuras amorosas. En primer lugar, todos los habitantes, y especialmente todas las mujeres jóvenes de cualquier ciudad costera que saqueábamos, huían a las colinas antes de que hubiésemos bajado a tierra. Y si hubiera habido alguna violación, como yo era el más joven habría estado al final de la lista de violadores y, por lo tanto, muy poco tentado. La verdad es que las únicas personas interesantes que conocí en aquella aburrida travesía fueron dos viejos apresados para pedir rescate por ellos, de los que aprendí los rudimentos del quarmalliano y el alto lankhmarés, y un joven flacucho que era el aprendiz de un brujo pobre. Era diestro con la daga y tenía una mente quebrantadora de leyendas, como la mía y la de mi padre.

MARA: No te aflijas. La vida será más excitante para ti después de que nos casemos.

FAFHRD: En eso estás equivocada, queridísima Mara. ¡Espera, déjame explicarte! Conozco a mi madre. Cuando nos caemos, Mor esperará de ti que te ocupes de cocinar y del trabajo !e la tienda. Te tratará como una esclava en las siete octavas .artes y, quizá, en una octava como mi concubina.

MARA: ¡Ja! La verdad es que has de aprender a tratar con tu madre, Fafhrd. Pero ni siquiera has de temer eso, querido. Está claro que no sabes nada de las armas que una esposa fuerte e incansable tiene contra su suegra. La pondré en su lugar, aun cuando tenga que envenenarla... oh, no quiero decir matarla, sino sólo debilitarla lo suficiente. Antes de que hayan transcurrido tres lunas, temblará bajo mi mirada y tú te sentirás mucho más hombre. Ya sé que siendo hijo único, y como tu padre murió joven, ella ha adquirido una influencia sobre ti poco natural, pero...

FAFHRD: En este instante me siento muy hombre, inmoral y envenenadora brujita, tigresa del hielo; y tengo intención de demostrártelo sin más demora. ¡Defiéndete! ¡A ver... !

Una vez más el montículo de nieve se convulsionó, como un oso de nieve gigante agonizante. El oso murió cuando sonaba una música de sistros y triángulos, mientras chocaban y se quebraban los brillantes cristales que habían crecido en cantidad y tamaño fuera de lo común sobre los mantos de Mara y Fafhrd durante su diálogo.

El breve día avanzó hacia la noche, como si incluso los dioses que gobiernan el sol y las estrellas estuvieran impacientes de ver el espectáculo.

Hringorl conferenció con sus tres principales secuaces, Hor, Harrax y Hrey. Estos fruncieron el ceño y asintieron, y mencionaron el nombre de Fafhrd.

El marido más joven del Clan de la Nieve, un gallito vano e irreflexivo, cayó en una emboscada de una patrulla de jóvenes Esposas de la Nieve, que le bombardearon con bolas de nieve hasta dejarlo inconsciente. Las mujeres le habían visto conversar con una mingola, una muchacha de la escena. Con toda seguridad estaría fuera de combate durante los dos días que duraba el espectáculo, y su esposa, que había sido la más entusiasta de las lanzadoras de bolas de nieve, le cuidó con ternura pero con lentitud, hasta hacerle volver en sí.

Mara, feliz como una paloma de la nieve, se presentó en aquel hogar para ayudar. Pero mientras contemplaba al marido tan impotente y a la esposa tan tierna, sus sonrisas y su gracia soñadora se desvanecieron. Se puso tensa y nerviosa, aunque era una muchacha sana y atlética. Por tres veces abrió los labios para hablar, luego los frunció y, finalmente, se fue sin decir palabra.

En la Tienda de las Mujeres, Mor y su grupo de brujas conjuraron a Fafhrd. Fueron dos los encantamientos: uno para que volviera a casa y otro para enfriarle los riñones, y luego se pusieron a discutir medidas más severas contra todos los hijos, maridos y actrices.

El segundo encantamiento no causó efecto en Fafhrd, probablemente porque en aquel momento se estaba dando un baño de nieve, y era un hecho bien conocido que aquella magia surtía poco efecto en quienes ya se estaban infligiendo los mismos resultados que el hechizo trataba de causar. Tras separarse de Mara, se desnudó, se zambulló en un banco de nieve y restregó toda superficie, recoveco y hendidura de su cuerpo con el gélido material en polvo. A continuación se sirvió de unas ramas de pino con muchas agujas para limpiarse y golpearse a fin de que la sangre volviera a circular. Una vez vestido, sintió el tirón del primer encantamiento, pero se opuso a él y, en secreto, se encaminó a la tienda de los dos traficantes mingoles, Zax y Effendrit, que habían sido amigos de su padre, y allí dormitó en medio de un montón de pellejos hasta la noche. Ninguno de los hechizos de su madre pudieron alcanzarle donde estaba, ya que, por costumbre comercial, era una pequeña zona del territorio mingol, aunque la tienda de los mingoles empezaba a combarse a causa de un número excesivo de cristales de hielo, que los mingoles más viejos, arrugados y ágiles como monos, eliminaban ruidosamente con palos. El sonido penetraba placentero en el sueño de Fafhrd sin despertarle, lo cual haría enojado a su madre de haberlo sabido, pues creía que tanto el placer como el descanso eran malos para los hombres. Su sueño se centró en Vlana, danzando sinuosamente en un vestido confeccionado con una fina red de alambres de plata, de cuyas intersecciones colgaban miríadas de campanillas de plata, una visión que habría enojado a su madre más allá de lo soportable. Por suerte, en aquel momento la mujer no utilizaba su poder de leer la mente a distancia.

La misma Vlana dormitaba, mientras una de las muchachas mingolas, a quien la actriz había pagado por anticipado medio smerduk, renovaba los vendajes de nieve cuando era necesario, y cuando parecían secos, humedecía los labios de Vlana con vino dulce, algunas de cuyas gotas se deslizaban por las comisuras de su boca. En la mente de Vlana se había desatado una tormenta de esperanzas y estratagemas, pero cada vez que despertaba, las acallaba con un conjuro oriental que decía más o menos: «Despacio, duerme, levántate, dormita, pace, susurra; adormécete en la sombra, en el monte, en la fuente, sueña en las garras y el fuego de la muerte; sube, desciende, salta sobre los abismos; despacio, duerme». Este hechizo, que en su idioma tenía un ritmo y una rima rápidos y martilleantes, lo repetía una y otra vez. Sabía que una mujer puede tener arrugas en la mente tanto como en la piel. Sabía también que sólo una solterona cuida de otra solterona. Y finalmente, sabía que una actriz ambulante, lo mismo que un soldado, ha de procurar dormir siempre que sea posible.

Vellix el Aventurero, que pasaba por allí deslizándose ociosamente, oyó parte de las maquinaciones de Hringorl, vio a Fafhrd entrar en su tienda de retiro, observó a Essedinex, que estaba bebiendo más de la cuenta, y fisgoneó un rato al Maestro del Espectáculo.

En el tercio de la tienda de los actores ocupada por las muchachas, Essedinex discutía con las dos mingolas, que eran gemelas, y una ilthmarix apenas núbil, acerca de la cantidad de grasa que proponían extender sobre sus cuerpos afeitados para la función de aquella noche.

—Por los huesos negros, me vais a arruinar —se lamentaba el viejo—. Y no pareceréis más lascivas que unas masas de manteca.

—Por lo que sé de los nórdicos, les gustan las mujeres bien engrasadas —dijo una de las mingolas—. ¿Y por qué no fuera tanto como dentro?

—Y otra cosa—añadió incisivamente su hermana gemela—. Si esperas que se nos hielen los dedos de los pies y los pechos para complacer a un público de viejos hediondos vestidos con pieles de oso, estás mal de la chaveta.

—Note preocupes, Seddy —dijo la ilthmarix, dándole unas palmadas en las mejillas ruborizadas y en el escaso cabello cano—. Siempre doy mi mejor representación cuando estoy bien untada. Haremos que se suban por las paredes para cazarnos, y nos escaparemos de sus garras como otras tantas pepitas de melón.

—¿Cazar...? —Essedinex cogió a la ilthmanx por su delgado hombro—. No provoques ninguna orgía esta noche, ¿me oyes? Excitar da buenos resultados, pero las orgías son otra cosa. La cuestión es...

—Sabemos hasta dónde tenemos que excitar, papaíto —dijo una de las muchachas mingolas.

—Sabemos cómo controlarlos —continuó su hermana.

—Y si nosotras no los controlamos, Vlana lo consigue —concluyó su hermana.

Mientras las sombras casi imperceptibles se alargaban y el aire cargado de niebla iba oscureciéndose, los cristales de hielo omnipresentes parecían crecer con más rapidez. La palabrería de las tiendas de los comerciantes, que la gruesa lengua de nieve separaba de las tiendas domésticas, fue reduciéndose hasta que cesó. El interminable cántico bajo de la Tienda de las Mujeres se hizo más patente y también más agudo. Soplaba una brisa vespertina del norte, que hacía tintinear todos los cristales. El cántico se hizo más áspero, y la brisa y el tintineo cesaron como si obedecieran una orden. Llegaron festones de niebla por el este y el oeste, y los cristales crecieron de nuevo. El cántico de las mujeres fue desvaneciéndose hasta convertirse en un murmullo. Con la proximidad de la noche, todo Rincón Frío se volvía tenso, expectante y silencioso.

El día emprendió la huida por el horizonte erizado de colmillos de hielo, como si temiera la oscuridad.

En el estrecho espacio entre las tiendas de los actores y la Sala de los Dioses hubo movimiento, un centelleo, un brillante chisporroteo que duró nueve, diez, once latidos de corazón, luego una fulgurante llamarada, y entonces, primero lentamente y luego con creciente rapidez, se levantó un cometa con una larga cola de fuego anaranjado que desprendía chispas. Muy por encima de los pinos, casi en el borde del cielo —veintiuno, veintidós, veintitrés—, la cola del cometa se desvaneció y estalló con estruendo, transformándose en nueve estrellas blancas.

Era el cohete que señalaba la primera representación del espectáculo.

En el interior de la alta y extraña Sala de los Dioses, en forma de largo navío, reinaba una helada negrura, porque estaba muy mal iluminada y caldeada por un arco de velas en la proa, que todo el resto del año era un altar, pero que ahora servía de escenario. Sus mástiles eran once pinos vivos que surgían del puente, la popa y los lados de la nave. Sus velas —en realidad sus paredes— eran pellejos cosidos y atados tensamente a la nave. Por encima, en lugar de cielo, había una maraña de ramas de pino, cubiertas de nieve, que empezaba por lo menos a la altura de cinco hombres superpuestos sobre la cubierta.

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