Read Espadas y demonios Online

Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y demonios (3 page)

BOOK: Espadas y demonios
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Essedinex, que con los otros había contemplado las acciones del joven con expresión perpleja, exclamó:

—¡Basta ya, joven lascivo!

—Silencio —ordenó Fafhrd, y siguió desabrochando la prenda.

Las dos muchachas envueltas en mantas soltaron una risita y luego se llevaron una mano a la boca, dirigiendo divertidas miradas a Essedinex y los demás.

Apartándose el largo cabello de la oreja derecha, Fafhrd aplicó el rostro al pecho de Vlana, entre los senos, pequeños como medias granadas, los pezones de una tonalidad broncínea rosada. El joven mantuvo una expresión seria. Las muchachas rieron de nuevo. Essedinex se aclaró la garganta, preparándose para un largo discurso.

—Su espíritu no tardará en retornar —dijo Fafhrd, incorporándose—. Hay que cubrir sus magulladuras con vendajes de nieve, renovándolos cuando empiece a fundirse. Ahora solicito una copa de vuestro mejor aguardiente.

—¡Mi mejor aguardiente! —exclamó Essedinex airado—. Esto pasa de castaño oscuro. ¡Primero te regalas con un lúbrico espectáculo y luego quieres una bebida fuerte! ¡Márchate en seguida, joven presuntuoso!

—Sólo estoy buscando... —empezó a decir Fafhrd en un tono claro y con leve dejo amenazante.

Su paciente interrumpió la discusión abriendo los ojos, meneando la cabeza, haciendo una mueca de dolor y, finalmente, enderezándose, tras lo cual se puso pálida y su mirada osciló. Fafhrd le ayudó a tenderse de nuevo y colocó unas almohadas bajo sus pies. Entonces la miró al rostro. La muchacha seguía con los ojos abiertos y le miraba con curiosidad.

Él vio un rostro pequeño, de mejillas hundidas, ya no Juvenil, pero con una indudable belleza felina, a pesar de los moretones. Sus ojos, grandes, de iris marrones y largas pestañas, no estaban anegados en lágrimas. Su expresión era la de un ser solitario, pero reflejaba también decisión y reflexiva consideración de lo que veía.

Y veía a un guapo joven, de cutis agradable y unos dieciocho inviernos, amplia cabeza y larga mandíbula, como si no hubiera terminado de crecer. Una suave cabellera dorada y rojiza le caía sobre las mejillas. Tenía los ojos verdes, crípticos, y una mirada como la de un gato. Los labios eran anchos, pero algo comprimidos, como si fueran una puerta que encerrara las palabras y se abriera sólo a la orden de los crípticos ojos.

Una de las muchachas había vertido media copa de aguardiente de una botella que estaba sobre la mesa baja. Fafhrd la tomó y alzó la cabeza de Vlana para que la bebiera a sorbos. La otra muchacha llegó con nieve en polvo envuelta en paños de lana. Arrodillándose en el extremo del jergón, la aplicó contra los moratones.

Tras preguntar el nombre de Fafhrd y confirmar que la había rescatado de las Mujeres de la Nieve, Vlana inquirió:

—¿Por qué hablas con una voz tan aguda?

—Estudio con un bardo cantor —respondió él—. Ésta es la voz que usan, y son los verdaderos bardos, no los rugientes que usan tonos profundos.

—¿Qué recompensa esperas por rescatarme? —le preguntó ella sin ambages.

—Ninguna —replicó Fafhrd.

Las dos muchachas volvieron a reír, pero las silenció una rápida mirada de Vlana.

—Tenía la obligación personal de rescatarte —añadió Fafhrd—, ya que la guía de las Mujeres de la Nieve era mi madre. Debo respetar los deseos de mi madre, pero también he de evitar que cometa acciones equivocadas.

—Comprendo. ¿Por qué actúas como un sacerdote o un curandero? ¿Es ése uno de los deseos de tu madre?

No se había molestado en cubrirse los senos, pero ahora Fafhrd no los miraba. Sus ojos estaban fijos en los ojos y los labios de la actriz.

—Curar forma parte del arte de los bardos cantores —respondió—. En cuanto a mi madre, cumplo con mi deber hacia ella, ni más ni menos.

—Vlana, no es apropiado que hables así con este joven —terció Essedinex, ahora en tono nervioso—. Debe...

—¡Calla! —exclamó Vlana. Entonces su atención tornó a Fafhrd—. ¿Por qué vistes de blanco?

—Es un atuendo adecuado para toda la Gente de la Nieve. No sigo la nueva costumbre de los varones que usan pieles oscuras y teñidas. Mi padre siempre vestía de blanco.

—¿Está muerto?

—Sí. Murió cuando trepaba por una montaña tabú llamada Colmillo Blanco.

—¿Y tu madre desea que vistas de blanco, como si fueras tu padre que ha regresado?

Fafhrd ni respondió ni frunció el ceño ante aquella astuta pregunta. Cambiando de tema, le preguntó:

—¿Cuántos lenguajes sabes hablar... aparte de este lankhmarés macarrónico?

Ella sonrió por fin.

—¡Vaya pregunta! Pues verás, hablo... aunque no muy bien... mingol, kvarchish, alto y bajo lankhmarés, quarmalliano, ghoulés antiguo, habla del Desierto y tres lenguas orientales.

Fafhrd asintió.

—Eso está muy bien.

—¿Quieres decirme por qué?

—Porque significa que eres muy civilizada —respondió él.

—¿Y qué importancia tiene eso? —inquirió ella con una risa amarga.

—Deberías saberlo, pues eres una bailarina culta. En cualquier caso, me interesa la civilización.

—Se acerca uno —susurró Essedinex desde la entrada—. Vlana, este joven debe...

—¡No debe!

—Da la casualidad de que ya debo marcharme —dijo Fafhrd, levantándose—. Mantén colocados los vendajes de nieve y descansa hasta la puesta de sol. Luego toma más aguardiente con sopa caliente.

—¿Por qué has de irte? —preguntó Vlana, alzándose sobre un codo.

—Hice una promesa a mi madre —dijo Fafhrd sin mirar atrás.

—¡Tu madre!

Agachándose ante la entrada, Fafhrd se detuvo al fin para mirar atrás.

—He de cumplir muchos deberes para con mi madre —le dijo—. Por ahora, no tengo ninguno hacia ti.

—Vlana, debe marcharse —susurró con aspereza Essedinex—. Es él.

Entretanto empujaba a Fafhrd, pero a pesar de la esbeltez del joven, era como si tratase de arrancar a un árbol de sus raíces.

—¿Tienes miedo del que llega? —le preguntó Vlana, que ahora se abrochaba el vestido.

Fafhrd la miró pensativo. Luego, sin responder a su pregunta, se agachó, cruzó la abertura de la entrada y se irguió, esperando la llegada, a través de la niebla persistente, de un hombre en cuyo rostro iba acumulándose la ira.

Aquel hombre era tan alto como Fafhrd, bastante más robusto y debía doblarle en edad. Su vestimenta era de piel de foca marrón y plata tachonada de amatistas, excepto los dos macizos brazaletes de oro que llevaba en las muñecas y la cadena también de oro alrededor del cuello, marcas de un jefe pirata.

Fafhrd sintió cierto temor, no por el hombre que se aproximaba, sino por los cristales de hielo en la tiendas que ahora eran más densos de lo que recordaba que habían sido cuando entró a Vlana. El elemento sobre el que Mor y sus hermanas brujas tenían más poder era el frío... ya fuera en la sopa o en los riñones de un hombre, o en su espada o su cuerda para trepar, haciendo que se rompieran. El muchacho se preguntaba a menudo si era la magia de Mor lo que había hecho tan frío su propio corazón. Ahora el frío se acercaría a la bailarina. Tenía que prevenirla, pero era civilizada y se reiría de él.

El hombretón llegó ante él.

—Honorable Hringorl —le saludó en voz baja Fafhrd.

A modo de respuesta, el hombre dirigió a Fafhrd un gancho de abajo arriba con el revés de la mano. El muchacho lo esquivó con presteza, deslizándose por debajo del brazo, y se limitó a alejarse por el camino que antes había seguido.

Respirando pesadamente, Hringorl le dirigió una mirada furiosa durante el tiempo que el corazón da un par de latidos, y luego entró en la tienda semicilíndrica.

Hringorl era sin duda el hombre más fuerte del Clan de la Nieve, iba pensando Fafhrd, aunque no era uno de sus jefes debido a su carácter matón y sus desafíos a las costumbres. Las Mujeres de la Nieve le odiaban, pero les resultaba difícil hacerse con él, puesto que su madre había muerto y nunca había tomado esposa, contentándose con concubinas que traía de sus expediciones piráticas.

De algún lugar donde había pasado desapercibido, el hombre del turbante y el mostacho negro se acercó pausadamente a Fafhrd.

—Eso ha estado bien hecho, amigo mío. Y cuando entraste a la bailarina...

—Eres Vellix el Aventurero —dijo Fafhrd impasible.

El otro asintió.

—Traigo aguardiente de Klelg Nar a este mercado. ¿Quieres probar el mejor conmigo?

—Lo siento —dijo Fafhrd—, pero tengo un compromiso con mi madre.

—Entonces será en otra ocasión —dijo Vellix sin inmutarse.

—¡Fafhrd!

Era Hringorl quien llamaba. Ya no había cólera en su voz. Fafhrd se volvió. El hombretón, que estaba junto a la tienda, echó a andar al ver que Fafhrd no se movía. Entretanto, Vellix se escabulló.

—Lo siento, Fafhrd —dijo Hringorl con voz ronca—. No sabía que le habías salvado la vida a la bailarina. Me has hecho un gran servicio. Toma.

Se quitó de la muñeca uno de los pesados brazaletes de oro y se lo ofreció.

Fafhrd mantuvo las manos en los costados.

—No se trata de ningún servicio —le dijo—. Tan sólo evitaba que mi madre cometiera una mala acción.

—Has navegado bajo mis órdenes —rugió de súbito Hringorl, al tiempo que le enrojecía el rostro, pero conservaba la sonrisa, o al menos lo intentaba—. Así que aceptarás mis regalos al igual que mis órdenes.

Cogió la mano de Fafhrd, depositó en ella el pesado objeto, sobre el que cerró los flojos dedos del muchacho, y retrocedió.

Fafhrd se arrodilló al instante, apresurándose a decir:

—Lo siento, pero no puedo aceptar lo que no me he ganado como es debido. Y ahora he de cumplir un compromiso contraído con mi madre.

Dicho esto se irguió rápidamente, dio media vuelta y se alejó. Tras él, sobre una firme costra de nieve helada, brillaba el brazalete de oro.

Oyó el gruñido de Hringorl y su maldición reprimida, pero no miró a su alrededor para ver si Hringorl recogía su regalo rechazado, aunque le resultó un poco difícil no avanzar en zigzag o agachar un poco la cabeza, por si a Hringorl le daba por arrojarle el macizo brazalete a la cabeza.

Pronto llegó al lugar donde su madre estaba sentada entre siete Mujeres de la Nieve, totalizando ocho de ellas. Se detuvo a un vara de distancia.

—Aquí estoy, Mor —dijo agachando la cabeza y mirando a un lado.

—Has tardado mucho —comentó la mujer—. Demasiado.

Seis cabezas a su alrededor asintieron lentamente. Sólo Fafhrd notó, en la borrosa periferia de su visión, que la séptima y más esbelta Mujer de la Nieve se movía en silencio hacia atrás.

—Pero aquí estoy —dijo Fafhrd.

—Has desobedecido mi orden —dijo Mor con frialdad. Su rostro ojeroso y otrora bello habría parecido muy desdichado si no fuese tan orgulloso y autoritario.

—Pero ahora la obedezco —replicó Fafhrd.

Observó que la séptima Mujer de la Nieve corría ahora en silencio, su gran manto blanco ondeante, entre las tiendas domésticas y hacia el alto y blanco bosque que era el límite de Rincón Frío en la única parte en que no lo era el cañón de los Duendes.

—Muy bien —dijo Mor—. Y ahora me obedecerás siguiéndome a la tienda del sueño para la purificación ritual.

—No estoy manchado —objetó Fafhrd—. Además, yo mismo me purifico a mi modo, que también es agradable a los dioses.

Hubo murmullos de desaprobación entre el grupo brujeril de Mor. Las palabras de Fafhrd habían sido audaces, pero su cabeza seguía inclinada, de modo que no veía los rostros m sus ojos engañosos, sino sólo sus cuerpos envueltos en los mantos blancos, como un grupo de grandes abedules.

—Mírame a los ojos —le ordenó Mor.

—Cumplo con los deberes acostumbrados de un hijo adulto —dijo Fafhrd—, desde ganarme el sustento hasta la conservación de mi espada. Pero por lo que puedo determinar, mirar a mi madre a los ojos no es uno de esos deberes.

—Tu padre siempre me obedecía —dijo Mor en tono amenazante.

—Cada vez que veía una montaña alta, la escalaba, sin obedecer a nadie salvo a sí mismo —replicó Fafhrd.

—¡Sí, y murió haciendo eso! —gritó Mor, dominando con su autoritarismo la aflicción y la ira que sentía, pero sin ocultarlas.

Fafhrd hizo un esfuerzo para decir sus siguientes palabras:

—¿De dónde vino el gran frío que rompió su cuerda y su pico en el Colmillo Blanco?

En medio de los gritos sofocados de su séquito, Mor exclamó con su voz más profunda:

—¡Recibe una maldición de madre, Fafhrd, por tu desobediencia y tus malos pensamientos!

Fafhrd respondió con extraña impaciencia:

—Acepto obedientemente tu maldición, madre.

—Pero no maldigo a tu persona, sino tus malignas imaginaciones.

—De todas formas, la atesoraré para siempre —replicó Fafhrd—. Y ahora, obedeciéndome a mí mismo, debo alejarme de ti, hasta que el demonio de la cólera te haya dejado.

Y con esto, la cabeza todavía gacha y desviada, se dirigió con rapidez hacia un punto del bosque al este de las tiendas domésticas, pero al oeste de la gran lengua de bosque que se extendía al sur, casi hasta la Sala de los Dioses. Los airados susurros del grupo de Mor le siguieron, pero su madre no gritó su nombre, ni pronunció palabra alguna. Fafhrd casi habría preferido que lo hiciera.

Los jóvenes se reponen con rapidez de sus heridas superficiales. Cuando Fafhrd se internó en su amado bosque, sin rozar una sola rama cubierta de cristales, sus sentidos estaban despiertos, su cuello flexible y la superficie externa de su ser interior tan limpia y dispuesta a nuevas experiencias como la nieve intacta delante de él. Tomó el camino más fácil, evitando los espinos cubiertos de gélidos diamantes a la izquierda y los enormes salientes de pálido granito que ocultaban los pinos a la derecha.

Vio huellas de pájaros, ardillas y osos recién nacidos. Los pájaros de la nieve horadaban con sus negros picos las bayas de la nieve. Una peluda serpiente de la nieve le silbó, y al joven no le habría sorprendido la presencia de un dragón con espinas cubiertas de hielo.

Por ello no se asombró cuando se abrió la corteza revocada con nieve de un pino de altas ramas y le mostró a su dríada, el rostro de una muchacha, alegre, de ojos azules y cabello rubio, que no tendría más de diecisiete años. De hecho, el joven había esperado semejante aparición desde que observó la huida de la séptima Mujer de la Nieve.

Sin embargo, fingió estar asombrado casi durante el tiempo que tarda el corazón en latir dos veces. Luego dio un salto hacia ella, exclamando:

BOOK: Espadas y demonios
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