Read Espadas y demonios Online

Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y demonios (12 page)

BOOK: Espadas y demonios
2.04Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Fafhrd! —gritó Mara———. ¡Marido mío!

Y Mor gritó a su vez:

—¡No eres mi hijo!

Fafhrd se impulsó de nuevo con los cohetes chisporroteantes. El aire frío le azotaba el rostro, pero él apenas lo sentía. El borde del abismo, iluminado por la luna, estaba ya cerca. Percibió su curvatura hacia arriba. Más allá estaba la oscuridad. Ocho, nueve...

Apretó los cohetes furiosamente a los costados, bajo los codos, y voló a través de la oscuridad. Once, doce...

Los cohetes no se encendían. La luz de la luna mostraba la pared opuesta del cañón alzándose hacia él. Sus esquíes estaban dirigidos a un punto justamente por debajo de la cima, un punto que descendía cada vez más. Inclinó los cohetes hacia abajo y los apretó aún con más fuerza.

Los cohetes prendieron. Era como si se aferrase a dos grandes muñecas que le arrastraban hacia arriba. Tenía calientes los codos y los costados. Bajo el súbito fulgor, la pared de roca apareció cerca, pero no abajo. Dieciséis, diecisiete...

Aterrizó suavemente en la limpia corteza de nieve que cubría la Antigua Carretera y arrojó los cohetes a cada lado. Se oyó un trueno doble y estallaron las estrellas blancas a su alrededor. Una de ellas le alcanzó y torturó su mejilla hasta que se extinguió. Tuvo tiempo para un gran pensamiento hilarante: «Parto en un estallido de gloria».

Luego ya no tuvo tiempo para pensar en nada, pues dedicó toda su atención a esquiar por la pronunciada pendiente de la Antigua Carretera, ora brillante a la luz de la luna, ora negra como el carbón al curvarse, grietas a la derecha, un precipicio a la izquierda. Agachándose y manteniendo los esquíes unidos, utilizaba las caderas para dirigir el rumbo. Tenía ateridos el rostro y las manos. Aumentó la intensidad de las sacudidas. Los bordes blancos se acercaban, y le amenazaban negros lomos de colinas.

No obstante, en lo más profundo de su mente se sucedían los pensamientos. Aun cuando se esforzara por mantener toda su atención en el esquí, estaban allí. «Idiota, deberías haber cogido un par de palos con los cohetes. Pero, ¿cómo los habrías sujetado al arrojar los cohetes? ¿En tu paquete? Entonces ahora no te servirían de nada. ¿Será el recipiente de fuego que llevas en la bolsa más valioso que los palos? Deberías haberte quedado con Mara. Nunca volverás a ver semejante encanto. Pero a quien quieres es a Vlana. ¿O no? ¿Cómo, con Vellix? Si no fueras tan insensible y bueno, habrías matado a Vellix en el establo, en vez de huir a... ¿De veras pretendías matarte? ¿Qué pretendes ahora? ¿Pueden los hechizos de Mor superar en velocidad a tu forma de esquiar? ¿Eran esas muñecas en forma de cohete realmente las de Nalgron, que se alzaban del infierno? ¿Qué hay adelante?»

Se deslizó alrededor de un voluminoso saliente rocoso, echándose a la derecha porque el blanco borde se estrechaba a su izquierda. El borde nevado aguantó su paso. Más allá, en la pared opuesta del cañón que se ensanchaba, vio un débil resplandor. Era Hringorl, que aún tenía su antorcha, mientras galopaba por la Nueva Carretera, tirando de Harrax. Fafhrd se echó de nuevo a la derecha, pues la Antigua Carretera trazaba más adelante una curva cerrada. Los esquíes patinaron. La vida exigía que se inclinara aun más, frenando hasta detenerse, pero la muerte era un jugador con igualdad de oportunidades en aquel juego. Más adelante había un cruce donde se encontraban la Antigua y la Nueva Carretera. Debía alcanzarlo tan pronto como Vellix y Vlana en su trineo. La velocidad era esencial. No estaba seguro del motivo. Vio más curvas delante de él.

La pendiente disminuía de un modo casi imperceptible. A la izquierda se extendían las copas de los árboles que surgían de siniestras profundidades y luego se elevaban a cada lado. Fafhrd se encontró en un negro túnel de techo bajo. Su avance se hizo silencioso como el de un fantasma. Se deslizó por inercia hasta detenerse en el extremo del túnel. Con dedos ateridos se tocó la ampolla que le había producido la estrella del cohete en la mejilla. Agujas de hielo crujieron débilmente en el interior de la ampolla.

No había más sonido que el débil tintineo de los cristales que crecían a su alrededor en el aire quieto y húmedo.

A cinco pasos de distancia, bajo una súbita cuesta, había un arbusto bulboso cargado de nieve. Detrás de él se agazapaba el segundo de Hringorl —Hrey— cuya barba puntiaguda era inconfundible, aunque su color rojizo era gris a la luz de la luna. Sujetaba un arco en la mano izquierda.

Más allá, a dos docenas de pasos cuesta abajo, estaba el cruce de las dos carreteras. El túnel que iba al sur a través de los árboles estaba bloqueado por un par de arbustos más altos que un hombre. El trineo de Vellix y Vlana estaba detenido cerca, y sobresalían sus dos grandes caballos. Vlana estaba sentada en el trineo, encorvada, la cabeza cubierta por la capucha de piel. Vellix había bajado del vehículo y estaba apartando las ramas enroscadas que obstaculizaban el camino.

Apareció la luz de la antorcha por la Nueva Carretera, procedente de Rincón Frío. Vellix dejó la faena que estaba haciendo y desenvainó su espada. Vlana miró por encima del hombro.

Hringorl llegó galopando al claro, lanzando un jubiloso grito de triunfo, y arrojó su antorcha al aire, tiró de las riendas para detener el caballo detrás del trineo. El esquiador al que remolcaba —Harrax— pasó junto a él y recorrió media cuesta. Entonces frenó y se agachó para desatarse los esquíes. La antorcha cayó al suelo y su llamase extinguió con una crepitación.

Hringorl desmontó del caballo, con un hacha de combate en la mano derecha.

Vellix corrió hacia él. Había comprendido con claridad que debía acabar con el gigantesco pirata antes de que Harrax se quitara los esquíes, o tendría que luchar con dos hombres a la vez. El rostro de Vlana era una pequeña máscara blanca bajo la luz de la luna. Se había incorporado a medias en su asiento para mirar lo que sucedía. La capucha se desprendió de su cabeza.

Fafhrd podría haber ayudado a Vellix, pero aún no había hecho ningún movimiento para quitarse los esquíes. Con una punzada de dolor —¿o era de alivio?— recordó que había dejado atrás el arco y las flechas. Se dijo que debería ayudar a Vellix. ¿Acaso no había esquiado hasta allí, corriendo un riesgo incalculable, para salvar al Aventurero y a Vlana, o al menos advertirles de la emboscada que había sospechado desde que vio a Hringorl girar su antorcha al borde del precipicio? ¿Y no se parecía Vellix a Nalgron, ahora más que nunca en aquel momento de intrepidez? Pero la Muerte fantasmal seguía aún al lado de Fafhrd, inhibiendo toda acción.

Además, Fafhrd percibió que había un hechizo en el claro, haciendo que toda acción dentro de aquel espacio fuese vana. Como si una araña gigante de piel blanca hubiera ya tejido una tela alrededor del claro, aislándolo del resto del universo, convirtiéndolo en un recinto cercado con una inscripción que decía: «Este espacio pertenece a la Araña Blanca de la Muerte». No importaba que aquella araña gigantesca no tejiera seda, sino cristales; el resultado era el mismo.

Hringorl lanzó un poderoso hachazo a Vellix. El Aventurero lo evadió y dirigió su espada al brazo de Hringorl. Con un aullido de rabia, el pirata cogió el hacha con la mano izquierda, se lanzó adelante y atacó de nuevo.

Cogido por sorpresa, Vellix apenas pudo apartarse de la trayectoria del curvo acero, brillante a la luz de la luna. Pero ágilmente se puso en guardia de nuevo, mientras Hringorl avanzaba con más cautela, el hacha levantada y un poco por delante de él, preparado para asestar golpes cortos.

Vlana estaba de pie en el trineo, el acero brillante en su mano. Hizo ademán de lanzarlo, pero se detuvo insegura.

Hrey se levantó de su arbusto, una flecha colocada en su arco.

Fafhrd podría haberle matado, arrojándole su espada como si fuera una lanza, si no había otra manera. Pero la sensación de la Muerte junto a él seguía siendo intensa y paralizante, como la sensación de hallarse en la gran trampa de la Araña Blanca del Hielo, semejante a una matriz. Además, ¿qué sentía realmente hacia Vellix, o incluso Nalgron?

Vibró la cuerda del arco. Vellix se detuvo en su lucha, transfigurado. La flecha le había alcanzado en la espalda, a un lado de la columna, y sobresalía del pecho, por debajo del esternón.

Con un golpe de hacha, Hringorl derribó la espada que sujetaba el moribundo cuando empezaba a caer. Lanzó otra de sus grandes y ásperas risotadas y se volvió hacia el trineo.

Vlana lanzó un grito.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, Fafhrd desenvainó en silencio la espada de su funda bien aceitada y, usándola como un palo de esquí, bajó por la blanca pendiente. Sus esquíes producían un sonido débil pero muy agudo contra la corteza de nieve.

La muerte ya no estaba a su lado; había entrado en él. Eran los pies de la Muerte los que estaban atados a los esquíes. Era la Muerte la que sentía que la trampa de la Araña Blanca era su hogar.

Hrey se volvió, en el momento conveniente para que la hoja de Fafhrd le abriera el lado del cuello, con un corte profundo que le segó el gaznate y la yugular. El muchacho retiró su espada casi antes de que los borbotones de sangre la humedecieran, y desde luego antes de que Hrey alzara sus grandes manos en un vano esfuerzo de detener la hemorragia que le mataba. Todo ocurrió con la mayor facilidad. Fafhrd se dijo que no había sido él, sino sus esquíes, los que se habían puesto en marcha, como si tuvieran su propia vida, la vida de la Muerte, y le llevaran a un fatídico viaje.

También Harrax, como una marioneta de los dioses, había terminado de desatarse los esquíes, se levantó y volvió en el momento en que Fafhrd, agachado, golpeó hacia arriba y le atravesó las entrañas, tal como su flecha había alcanzado a Vellix, pero en la dirección contraria.

La espada rozó con la espina dorsal de Harrax, pero salió con facilidad. Fafhrd se apresuró a descender por la pendiente sin detenerse a mirar el resultado. Harrax le miró con los ojos muy abiertos. También la boca del gran bruto estaba muy abierta, pero ningún sonido salía de ella. Era probable que el golpe le hubiera afectado un pulmón y tal vez el corazón, o quizá alguno de los grandes vasos que salían de éste.

Y ahora la espada de Fafhrd apuntaba directamente a la espalda de Hringorl, que se disponía a subir al trineo, y los esquíes imprimían más y más velocidad al acero ensangrentado.

Vlana vio a Fafhrd por encima del hombro de Hringorl, como si contemplara la aproximación de la misma muerte, y gritó.

Hringorl giró sobre sus talones y al instante alzó el hacha para desviar de un golpe la espada de Fafhrd. Su ancho rostro tenía el aspecto alerta pero también soñoliento de quien ha contemplado a la Muerte muchas veces y nunca le sorprende la súbita aparición de la Asesina de Todos.

Fafhrd frenó y se volvió de manera que, reduciendo su ímpetu, pasó por el extremo del trineo, su espada apuntando sin cesar a Hringorl pero sin alcanzarle. Evadió el golpe de Hringorl.

Entonces Fafhrd vio ante sí el cuerpo tendido de Vellix. Efectuó un giro en ángulo recto, frenando al instante, incluso lanzando su espada a la nieve, que golpeó con la roca de debajo, para evitar tropezar con el cuerpo. Se torció cuanto le permitían sus pies atados a los esquíes, y vio que Hringorl se precipitaba contra él, deslizándose en sus esquíes y apuntando con el hacha al cuello de Fafhrd.

Este detuvo el golpe con su espada. Si la hubiese mantenido en ángulo recto con respecto a la trayectoria del hacha, la hoja se habría roto, pero Fafhrd colocó la espada en el ángulo apropiado para que el hacha se desviara con un chirrido metálico y silbara por encima de su cabeza.

Hringorl pasó doblando junto a él, incapaz de detener su impulso.

Fafhrd torció de nuevo su cuerpo, maldiciendo los esquíes que le clavaban los pies a la tierra. Su impulso fue demasiado tardío para alcanzar a Hringorl.

El hombretón dio media vuelta y regresó velozmente hacia él, preparándose a asestar otro hachazo. Esta vez, la única manera en que Fafhrd pudo evitarlo fue arrojándose al suelo de bruces.

Atisbó dos líneas de acero iluminado por la luna. Entonces utilizó su espada para incorporarse, dispuesto a asestar otro golpe a Hringorl, o a esquivarle de nuevo, si había tiempo.

El hombre había dejado caer su hacha y tenía las manos en el rostro.

Dando un torpe paso lateral con su esquí —¡no era aquel lugar para exhibiciones de estilo!— Fafhrd tomó impulso y le atravesó el corazón.

Hringorl dejó caer las manos mientras su cuerpo se inclinaba hacia atrás. De la cuenca de su ojo derecho sobresalía el mango plateado de una daga. Fafhrd extrajo su espada y el pirata golpeó el suelo con un ruido sordo, levantando una nube de nieve, se retorció violentamente dos veces y quedó inmóvil.

Fafhrd mantuvo suspendida la espada y miró a su alrededor. Estaba preparado para enfrentarse a otro ataque de cualquiera.

Pero ninguno de los cinco cuerpos se movió, los dos a sus pies, los dos tendidos en la cuesta, ni el erecto cuerpo de Vlana en el trineo. Con cierta sorpresa, el muchacho se dio cuenta de que la respiración jadeante que oía era la suya propia. Aparte de aquel, no había más sonido que un débil tintineo, al que de momento hizo caso omiso. Incluso los dos caballos de Vellix atados al trineo y la gran montura de Hringorl, que permanecían a corta distancia en la Antigua Carretera, guardaban absoluto silencio.

El muchacho se apoyó en el trineo, descansando el brazo izquierdo en el helado toldo que cubría los cohetes y demás equipo. Todavía sostenía la espada con la mano derecha, ahora con cierto descuido, pero preparado para atacar.

Inspeccionó los cadáveres una vez más y finalmente miró a Vlana. Aún no se había movido ninguno de ellos. Cada uno de los cuatro primeros estaba rodeado de nieve ensangrentada, grandes manchas junto a Hrey, Harrax y Hringorl, y pequeña junto al cuerpo de Vellix, muerto de un flechazo.

Contempló los ojos bordeados de blanco de Vlana, su mirada fija. Dominando su respiración, le dijo:

—Te doy las gracias por matar a Hringorl... Dudo de que hubiera podido vencerle, estando él de pie y yo de espaldas. Pero dime, ¿lanzaste tu cuchillo a Hringorl o a mi espalda? ¿Y escapé de la muerte tan sólo porque caí, mientras el cuchillo pasó por encima de mí para golpear a otro hombre?

Ella no respondió y se llevó las manos a las mejillas y los labios. Siguió mirando a Fafhrd por encima de sus dedos.

BOOK: Espadas y demonios
2.04Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Blood Money by Brian Springer
The Dark Places by D. Martin
The Mountain and the Valley by Ernest Buckler
If Books Could Kill by Carlisle, Kate
Marigold's Marriages by Sandra Heath
Zenith Hotel by Oscar Coop-Phane
Sackett's Land (1974) by L'amour, Louis - Sackett's 01
The Girl in the Wall by Jacquelyn Mitchard, Daphne Benedis-Grab