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Authors: Ernst Baltrusch

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Esparta: historia, sociedad y cultura (9 page)

BOOK: Esparta: historia, sociedad y cultura
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La estructura de mando del ejército espartano era estrictamente jerárquica y efectiva. A la cabeza, por regla general, estaba uno de los dos reyes, a cuyas órdenes se hallaban seis polemarcos (literalmente, «jefes en la guerra») y los jefes de las distintas unidades. «Casi todo el ejército de los lacedemonios consta de superiores sobre superiores», decía Tucídides al describir respetuosamente la estructura jerárquica del orden militar espartano. En él destacaba especialmente la posición de los 300 «jinetes» (
hippeis, koroi
), que eran elegidos del grupo de los que tenían entre 20 y 30 años, y que en el campo de batalla formaban la guardia del rey.

Pero los hoplitas espartanos no solo eran famosos por su formación y su disciplina, sino también por su forma de luchar, sobre todo por su observación del ritmo en la lucha. Porque no abrían el combate corriendo sin orden ni concierto, sino desfilando al compás del sonido de las flautas. De ahí que los flautistas gozaran de una gran consideración en Esparta. Para estas marchas, los espartanos encargaban canciones a los mejores compositores, entre los que figuraba el afamado poeta Tirteo. La importancia de la música para los asuntos militares llevó al filósofo Platón a asignar a la música en general un papel destacado en todo estado.

Los vínculos religiosos de la milicia espartana se manifiestan en que, antes de cualquier campaña, se consultaba a los dioses y se ofrecían sacrificios en el campo de batalla. Estas ceremonias eran más que meros rituales; tenían por objetivo crear al inicio del combate un estado de ánimo positivo entre los soldados, de modo que estos estuvieran dispuestos a luchar. Pues cuando los sacrificios y las consultas a los dioses daban buenos resultados, los soldados luchaban con valentía y con la certeza de que los dioses apoyaban la causa espartana. En caso de presagios desfavorables, por el contrario, se negaban a combatir por temor al enojo de los dioses. Esto ocurría con cierta frecuencia, de manera que, al lado de la imagen del insigne hoplita espartano, también halló difusión la del espartano miedoso.

A los 60 años, el espartiata abandonaba su oficio de soldado activo, pero seguía conservando una importante función como asesor y vigilante experimentado de los jóvenes. El respeto que infundían los ancianos era grande y se manifestaba también en la vida pública; por ejemplo, se les cedía el paso en la calle y se les guardaba un sitio en los festejos, incluidas las sisitias. Quien en el transcurso de su vida hubiera hecho méritos especiales por Esparta, era elegido para ingresar en la
gerusia
, el Consejo de Ancianos, y en este gremio ejercía una influencia política decisiva hasta el fin de sus días. En ese caso figuraba entre los «bellos y buenos», calificativo que en la lengua griega es equivalente a «nobleza». A juicio del famoso poeta Píndaro (en torno al 500 a. C.), el «consejo» de los ancianos era, junto con la «fuerza de la lanza» de los hombres y el «baile» de las mujeres, el tercer pilar del orden espartano.

El individuo estaba sometido a regulaciones legales incluso más allá de la muerte. En este aspecto Esparta no se diferenciaba esencialmente de otras ciudades griegas. También ahí intervenía el legislador, siempre que había que fijar el lugar del entierro, delimitar las ampliaciones de las tumbas o regular el tiempo y la forma del luto (por ejemplo, lanzando gritos de dolor o arañándose las mejillas). En Esparta, sin embargo, al lado de estas delimitaciones, la veneración de los muertos por parte de los allegados debía también adaptarse a la razón de Estado. Así, por ejemplo, honores especiales como la inscripción del nombre solo les correspondían a los hombres que hubieran caído en la guerra y a las mujeres que hubieran muerto de parto. Numerosas anécdotas confirman esta tendencia a fijar el tipo y la envergadura de los funerales según los servicios prestados en vida al Estado por el fallecido. Se atribuye a Licurgo el permitir enterrar a los muertos también dentro del perímetro de la ciudad de Esparta, una excepción única en toda Grecia. Con esta regulación se ponía de manifiesto la estrecha relación de los espartiatas con su ciudad incluso más allá de la muerte. Para los espartiatas corrientes, en cambio, no existían en Esparta funerales públicos como los que solía celebrar, por ejemplo, Atenas para honrar a los caídos en la guerra. Estos entierros corrían por cuenta exclusiva de la familia, la cual a su vez, y para demostrar la igualdad espartiata incluso después de la muerte, tenía que atenerse. a las delimitaciones mencionadas.

Ya hemos visto cómo vivía un espartiata desde su infancia hasta que era enterrado. Pero ¿de qué vivía? ¿Cuáles eran las
bases económicas
del Estado espartano? El fundamento de la vida económica de Esparta, como del resto de Grecia, era el
oikos
, la casa, en la que convivían el marido, la mujer, los hijos (hasta los siete años) y la servidumbre, y a la que pertenecían las tierras —campos cultivados y pastos—, el ganado y los aperos de labranza. También pertenecían a la casa, aunque no directamente, los ilotas, que trabajaban en el campo pero seguían siendo propiedad del Estado. La dirección de esta
oikos
, a diferencia de lo que ocurría en otras ciudades, recaía sobre el ama de casa, pues la capacidad de funcionamiento del Estado espartano dependía de una división de las tareas entre los sexos claramente definida (véase cap. 6). Mientras que al hombre, como ya hemos visto, le estaba asignado el ámbito «exterior», la guerra y la política, las mujeres tenían que ocuparse del ámbito doméstico-económico «interior». De la competencia económica de las mujeres dependía, pues, el estatus de toda la familia. Porque si la
oikos
no rendía lo suficiente como para poder pagar los tributos fijados para las sisitias, el señor de la casa perdía su derecho de ciudadanía plena. Ya desde el siglo V, pero sobre todo desde el IV, las fuentes registran cada vez más diferencias patrimoniales entre los espartiatas, diferencias que no acaban de encajar en la imagen ideal de una sociedad de «iguales». Se cuenta, por ejemplo, que muchos de estos «iguales» se empobrecieron y se convirtieron en «inferiores», mientras otros conseguían amasar una inmensa fortuna. Con esta evolución, Esparta se había alejado mucho de su orden primitivo. Si creemos a Plutarco, Licurgo había dividido toda Laconia en lotes de tierra del mismo tamaño (en griego,
klaroi
) para 30.000 periecos y 9.000 espartiatas. ¿Es esta noticia una invención de época posterior para idealizar el orden social de los antepasados? Muchos historiadores, naturalmente solo modernos, así lo creen. Como prueba de ello aducen la desigualdad entre los espartiatas en la época clásica. No obstante, hay muchas posibilidades de explicar cómo, en un período de 200 años, se transformaron las relaciones de posesión. Una de estas explicaciones podría ser que el territorio de Esparta, con la anexión de la fértil Mesenia, se vio considerablemente ampliado, por lo que ya solo siguió teniendo validez la antigua regulación de los lotes de tierra del mismo tamaño en Laconia, mientras que Mesenia quedó expuesta al libre acceso de los espartiatas poderosos. Si esta explicación fuera correcta, entonces tendríamos en el territorio espartano una coexistencia de una «antigua» tierra del Estado lacónica, inalienable y siempre del mismo tamaño, y una «nueva» propiedad privada mesenia (problemas similares los encontraremos en las futuras posesiones germánicas en suelo romano). Pero, naturalmente, también caben otras explicaciones para la creciente diferenciación económica en el estrato social de los espartiatas. Así, las guerras y las catástrofes naturales, la creciente despoblación y los cambios sociales internos podrían haber dado lugar a nuevas regulaciones, a las que se sacrificó la antigua imagen ideal de la igualdad en la posesión. Conocemos una de esas regulaciones cuya autenticidad es puesta en duda por algunos investigadores modernos: hacia el 400 a. C., un tal Epitadeo habría facilitado legalmente la enajenación de tierras mediante testamentos o legados, promoviendo de este modo el proceso de concentración de tierras en manos de unos pocos. Como, además, a los espartiatas les estaba prohibido todo tipo de comercio, muchos habrían invertido su capital en tierras. Un paralelismo lo encontramos en la Roma republicana: cuando en el año 218 a. C. se dictó allí una ley que prohibía a los senadores participar en negocios comerciales de cierta envergadura, estos fueron invirtiendo cada vez más en tierras. La consecuencia fue que la tierra se concentró en manos de unos pocos, y la gran mayoría de los campesinos perdió paulatinamente sus tierras y se empobreció. Podemos sospechar que en la Esparta de los siglos V y IV a. C. ocurrió algo similar, si bien la respuesta a esta pregunta queda en el aire.

El tamaño de los «lotes de tierra de Licurgo» en la «antigua comarca» de Laconia ha sido calculado repetidamente por los investigadores modernos, sin que se haya llegado a resultados coincidentes; los cálculos oscilan entre 7 y 30 hectáreas, según la fertilidad (he aquí otro paralelismo con las yugadas de la Alta Edad Media). Cada finca debía rendir, según nos informa Plutarco, 70 fanegas de cebada por hombre y 12 fanegas por mujer (1 fanega lacónica = 73 litros), así como una cantidad correspondiente de «frutos líquidos», como el vino y las aceitunas. De este rendimiento había que pagar los tributos mensuales a las sisitias, a saber, 1 fanega de harina de cebada, 8 galones de vino (unos 35 litros), 5 minas de queso (3 kg) y 2,5 minas de higos (1,5 kg), así como una cantidad de dinero que se utilizaba para aditamentos. Estos productos tenían que ser obtenidos por los ilotas, que debían transportarlos desde todos los rincones de Laconia y Mesenia hasta Esparta, donde eran transformados. Todos estos trabajos y los transportes eran asimismo supervisados y organizados por las mujeres.

A los productos agrícolas ya mencionados, cuyo cultivo estaba prescrito por el Estado para abastecer a las sociedades gastronómicas, se añadían otros más. Porque en el menú figuraba también la sopa de sangre con carne de cerdo, carne que a su vez debía ser producida en grandes cantidades y, o bien ser importada, o traída directamente de las fincas de los espartiatas. Además de cerdos se criaban también ovejas y caballos. De todos modos, la economía espartana no era tan estática como para no reaccionar ante los cambios de gusto de los consumidores. Así, por ejemplo, a partir del siglo IV se empezó a cultivar, cada vez más, como un bocado exquisito, el trigo, que luego se transformaba para las sisitias (al
maza
—pan de cebada— se fue añadiendo cada vez con mayor frecuencia el pan de trigo). Tenemos pocas informaciones más acerca de la economía espartana, aunque también era famosa la elaboración textil y del cuero, que probablemente estaba en manos de los periecos.

El principio que regía la economía espartana era el de conservar la independencia. Y, en efecto, los espartanos lograron este objetivo, pues en la Antigüedad Esparta estuvo considerada como la encarnación del estado autárquico. Pero esto no significa que Esparta estuviera completamente aislada y no tuviera ningún contacto comercial con otras ciudades. Solo la difusión de la cerámica por toda la cuenca mediterránea (Etruria, Lidia, Egipto y Grecia) demuestra que Esparta, en especial en su época de bienestar material, tras la II Guerra Mesenia en la primera mitad del siglo VI a. C., tenía también contactos comerciales con el exterior. Aunque, desde luego, Esparta no fue nunca una ciudad comercial como Corinto o Atenas.

Que la sociedad espartana no estaba orientada al comercio económico, sino a la guerra, también lo revela el hecho de que Esparta tuviera una moneda propia tan característica como la famosa barra de hierro. Los espartanos atribuían su introducción también a Licurgo, quien supuestamente habría tenido la intención de desterrar de su estado el atesoramiento de dinero y, por consiguiente, el afán de lucro, ya que las monedas de hierro eran tan grandes y tan pesadas que su almacenamiento resultaba impracticable. Sin embargo, esta imagen ideal quedaba desvirtuada por la realidad. Al fin y al cabo, Esparta había salido vencedora de la guerra, y gracias a los botines y a la venta de los mismos, así como a los tributos, aunque también a las vías comerciales «normales», a Esparta afluían monedas extranjeras, como las monedas de oro y de plata habituales en otros lugares. De todas maneras, por los restos arqueológicos y por los documentos escritos, se sabe que desde principios del siglo III a. C. se acuñaron en Esparta algunas monedas de oro y plata. Para concluir este resumen sobre la economía espartana, ocupémonos del presupuesto nacional de los espartanos. Al contrario que su vieja rival, Atenas, a finales del siglo V a Esparta le costaba un gran esfuerzo financiar guerras. Ello se debía a la continua reducción del número de ciudadanos y a la falta de moral de los mismos para el pago de impuestos, pero también a un sistema de contribuciones poco efectivo. Como ya sabemos, todo espartiata tenía que pagar la misma cuota para las sisitias, independientemente de las diferencias patrimoniales que hubiera entre unos y otros. Esparta no poseía fuentes de ingresos eficaces como la denominada
leiturgia
. Con este procedimiento, que conocemos bien por Atenas, a los ciudadanos ricos de la ciudad se les asignaban importantes tareas de Estado, y de este modo se organizaban festejos o se construían barcos. A diferencia de Atenas en su Liga Marítima Ática, Esparta también tuvo que renunciar a las prestaciones de tributos de los aliados. Pero las obligaciones financieras del Estado eran altas. Hay indicios de que en Esparta, a diferencia de otras ciudades griegas, el Estado se encargaba del equipamiento y el mantenimiento de los hoplitas, lo cual consta como absolutamente seguro en el caso de que hubiera que armar a los ilotas. Con razón calificaba Aristóteles a Esparta como «una ciudad pobre de dinero con ciudadanos ávidos de dinero», formulación que expresa acertadamente la tensa relación entre las pretensiones del individuo y las del Estado espartano.

La vida en Esparta transcurría en un espacio idealmente planeado por el Estado. Chicos y chicas eran formados desde su nacimiento para el papel que habrían de desempeñar en el futuro, de tal modo que la infancia constituía un fiel reflejo de su futura vida. En ella los muchachos eran familiarizados con la guerra mediante la vida en comunidad, el duro entrenamiento físico, las pruebas de resistencia y las competiciones. Si entre las filas de los espartiatas surgían críticas a este tipo de educación, es algo que ignoramos por completo. Y, sin embargo, la vida «espartana», en sentido figurado, estaba muy amenazada. Así, las numerosas influencias y tentaciones procedentes del exterior, que solo podían ser insuficientemente contrarrestadas por las regulares expulsiones de extranjeros, surtían un efecto de alteración de la armonía social. El orden interno, por más que apuntara a la igualdad de todos los ciudadanos, era en principio contradictorio y tendía a la desigualdad. Pues a una comunidad realmente igualitaria de todos los ciudadanos se oponían diametralmente la competencia generalizada como componente esencial de la vida, los consiguientes honores a los vencedores y la deshonra y humillación de los perdedores. También era contradictorio que el derecho de ciudadanía plena estuviera vinculado al éxito económico, pero que al mismo tiempo la razón de Estado desacreditara el comercio económico. De este modo se fomentaba de una manera increíble la envidia competitiva y la acumulación de riqueza. Pese a todas estas contradicciones internas y cargas externas, el sistema funcionó por un tiempo prolongado, y como además el éxito le daba la razón, funcionó bien. Luego mostró las primeras grietas, que se hicieron visibles en épocas de guerras o de terremotos, pero que, como reconocía Aristóteles, eran en realidad inmanentes al sistema. ya veremos cómo estas grietas, con un único golpe definitivo, la derrota de Esparta contra Tebas en Leuctra en el año 371 a. C., provocaron el derrumbamiento casi completo del edificio.

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