Pero Esparta tuvo que pagar un precio muy alto por la adquisición de tierras y riqueza debida a la conquista de Mesenia. Los vecinos del norte y del este, los arcadios y los argivos, estaban atemorizados, y los mesenios, por su parte, acechaban continuamente la oportunidad de recuperar su libertad perdida. Esa oportunidad para la sublevación se presentó cuando Esparta, en el 669 a. C., sufrió una sensible derrota frente a Argos. Esta revuelta ha pasado a la historia como II Guerra Mesenia. A duras penas podemos reconstruir la fecha, la duración y el desarrollo de esta guerra. Es probable que empezara poco antes del 669 Y terminara hacia finales de siglo. Fue una guerra sangrienta. A los espartanos su recuerdo les provocaba una especie de trauma. La amenaza que esta guerra supuso para Esparta y sus numerosas consecuencias solo encuentran un paralelismo en la importancia que tuvo la guerra de Aníbal para Roma, más de 400 años después. Al final, Esparta venció a los rebeldes y pudo reafirmar su supremacía sobre Mesenia. Más importantes aún fueron las consecuencias de la guerra para el orden interno de Esparta. Aristóteles nos cuenta que la guerra acarreó graves cargas sociales a la sociedad espartana y que se alzaron voces reclamando una reforma del suelo; dicho brevemente, que la ciudad de Esparta estaba en «desorden» (
Pol
. 1306b). No en vano Tirteo, contemporáneo de la guerra, escribió en Esparta un poema acerca del «buen orden» o
eunomia
. Eunomia era una palabra de moda que se utilizaba con frecuencia en muchas ciudades griegas. Expresaba el deseo de un orden que se basara en las leyes y que sustituyera al desorden y a las revueltas. También a Salón de Atenas se le pasó por la cabeza la idea de un orden legal cuando, a principios del siglo VI, tuvo que zanjar una profunda crisis en su ciudad natal como árbitro entre los ricos y los pobres. Que más tarde fuera ensalzado como fundador de la democracia es algo que no había entrado en sus cálculos ni en su imaginación. Este «desorden» en las ciudades de Grecia fue el que, a juicio de Salón y de otros legisladores, dio lugar a tiranos como los que hubo, por ejemplo, en Corinto en torno al 650 a. C.: la dinastía de tiranos de los Cipsélidas. Una tiranía era la soberanía de un solo individuo que asumía el poder en una ciudad-estado sin haber sido legitimado por la comunidad de ciudadanos ni por ningún otro medio. Esparta se salvó del peligro de una tiranía porque reordenó su Estado «salvaguardando el derecho vigente», como lo formulara Tirteo. Esta reorganización, la eunomía, se hizo necesaria por la crisis que sufrió el Estado en la II Guerra Mesenia, y consistía, por una parte, en concluir con la crisis social y, por otra, en que los reyes, la
gerusia
y la Asamblea Popular conservaran unas competencias claramente definidas y cooperaran en interés del Estado. También Solón en Atenas había intentado reforzar el Estado frente a los intereses individuales, pero por el momento había fracasado. En Esparta, en cambio, la eunomia tuvo éxito. De ese éxito dependía —eso se sabía en la ciudad— nada menos que la existencia del Estado.
El nuevo orden de Esparta se apoyaba en la formación de combate de los triunfadores guerreros espartanos. A mediados del siglo VII a. C., es decir, en tiempos de la II Guerra Mesenia, se impuso definitivamente en Esparta una nueva forma de combate: una línea de batalla compuesta por soldados de armamento pesado (hoplitas) intentaba, en formación cerrada, hacer retroceder al enemigo con todo el peso de su masa. Este cambio de táctica fue consecuencia de las deprimentes derrotas contra Argos y los mesenios. En especial Argos, que iba por entonces militarmente a la cabeza en Grecia; de ella adoptó Esparta la formación de los hoplitas. Esta adopción no solo trajo el éxito militar, sino que además transformaría el semblante del Estado espartano. Porque los ciudadanos que eran utilizados por el Estado como hoplitas exigieron, a cambio de su servicio, la cogestión política en cuestiones tales como que si una guerra en la que iban a participar debía ser o no sostenida. De la adquisición de conciencia de la propia valía como actividad militar se siguió, pues, su mayor influencia en el Estado. Se ejercitaban para ser cada vez mejores y de hecho se convirtieron en los mejores hoplitas de todas las ciudades, dado que no tenían otra cosa que hacer más que entrenarse, pues gracias a los ilotas —los esclavos del estado espartano—, ya no necesitaban trabajar para proveer al propio sustento. De este modo los espartiatas vivían solo para la guerra y la política. Conscientes de su fuerza y de la imposibilidad de ser sustituidos, se llamaban a sí mismos los «iguales», y solo quien formaba parte de su grupo estaba cualificado como ciudadano. Esparta se había convertido en un estado de hoplitas, pero de hoplitas de cuño muy particular.
Después de la II Guerra Mesenia, Esparta se hallaba en un estado de ánimo exultante que, en torno al 600 a. C., dio también al arte, a la literatura y a la música un impulso inusitado. Este éxito, sin embargo, tenía dos caras. Una la constituían la riqueza, el aumento de poder y la fama, que traspasó las fronteras del Peloponeso. Embajadores foráneos procedentes de todas partes se daban cita en Esparta para ganarse a los afamados espartiatas como aliados. Como consecuencia de ello, la confianza en sí mismos de los espartiatas aumentó hasta un punto que reclamaba una y otra vez nuevas proezas. Pero luego estaba la otra cara del éxito: el odio de los mesenios vencidos, siempre al acecho de sacudirse el yugo al que habían sido sometidos. El éxito trajo consigo, además, mucha envidia y mucho miedo entre los vecinos, que temían una nueva expansión de Esparta. Este temor estaba justificado, pues, dado que las potencias y los reyes extranjeros pretendían mediante costosos regalos conseguir una alianza con Esparta, las tentaciones de comprometerse militarmente también fuera del Peloponeso eran demasiado grandes, aunque igual de grande era el peligro de exigir demasiado rendimiento a las propias fuerzas. Esparta no habría sido el primer estado que, fracasados sus sueños de gran potencia, se hubiera visto obligado a retroceder al terreno de la realidad. En resumidas cuentas, el éxito debía repercutir en el orden interno de Esparta; la cuestión era: ¿de qué modo?
Esparta supo adaptarse a la nueva situación. Los garantes del éxito, los hoplitas, fueron reforzados y, al mismo tiempo, obligados —en cierto modo por mandato constitucional— a perfeccionar su oficio de la guerra. Los extranjeros empezaron a no ser bien vistos en Esparta, por si introducían una ideología que pusiera en duda suavizara los estrictos preceptos espartanos. Poco a poco fueron desapareciendo también el gusto refinado, la literatura, la música y la pintura de esta belicosa filosofía de vida de «campamento» en que se había convertido Esparta: hacia el 500 a. C. se extinguió por completo la creación cultural. Este fue el precio que tuvo que pagar la poco poblada Esparta por transitar un camino tan especial en comparación con otras ciudades griegas. No podemos decir quién inició esta evolución ni cuándo; hay quien menciona como autor al éforo Cilón, del año 556-555 a. C. Sin embargo, son muchas las cosas que hablan en favor de que la II Guerra Mesenia había puesto en marcha un proceso de transformación que, hacia mediados del siglo VI a. C., halló su remate.
En materia de política exterior, este proceso de concentración de la vida en torno a la guerra se tradujo en una pronunciada actividad. Alrededor del 500, Esparta tenía un radio de acción que abarcaba desde Sicilia e Italia por el oeste, hasta Persia al este y África al sur. Se construyó una flota que, como se desprende de una fuente más bien tardía, debió alcanzar el dominio marítimo entre el 517 y el 515 a. C. En la propia Grecia, Esparta hacía las veces de policía, inmiscuyéndose en los asuntos internos de muchas ciudades. Solo rara vez se alzaban en Esparta voces de advertencia que recomendaban no sobrevalorar las propias fuerzas, en lo que tal vez fuera un presentimiento del futuro destino de la ciudad.
La principal actuación de Esparta en materia de política exterior fue la fundación, hacia mediados del siglo VI, de la Liga del Peloponeso. Ahora ya no era obligatorio que Esparta se convirtiera en la potencia dominante del Peloponeso. Al contrario, Arcadia o Argos parecían más adecuadas para desempeñar un papel hegemónico que la Esparta rodeada de enemigos. Pero Esparta había salido de las Guerras Mesenias reforzada no solo en cuanto a la política exterior, sino también en cuanto a la interior. Fueron liberadas nuevas fuerzas que se emplearon con éxito contra los antiguos adversarios de Argos y Arcadia. De este modo, hacia el 546 a. C., en una memorable batalla contra Argos, se obtuvo una victoria que, en adelante, los espartanos celebrarían, en su fiesta de las Gymnopaides (una competición en honor del dios Apolo), con la denominada «corona de Tireatis» (en otro tiempo, los espartanos habían arrebatado a los argivos la comarca de Tireatis). Esparta destruyó con esta victoria el «imperio» argivo, que no solo perdió Tireatis —una región fronteriza reclamada por ambas ciudades y situada al norte del Parnón—, sino también la isla de Citera. Argos estuvo mucho tiempo sin poder olvidar esta pérdida.
Más significativos que la victoria sobre Argos se revelaron para Esparta, hacia mediados del siglo VI, los éxitos contra los arcadios, pues con ellos sentaron los espartanos las bases de su —posteriormente tan eficaz— sistema de alianzas. Puede ser que Esparta, en origen, tuviera la intención de ilotizar también Arcadia; pero como esta ofreciera mucha resistencia, finalmente los espartanos se conformaron con concertar acuerdos con Tegea y otras ciudades arcadias. A través de ellos, estas se comprometían a «considerar amigos y enemigos a los mismos que los lacedemonios», es decir, a prestar también ayuda militar en caso de sublevación de los ilotas. Así nació la Liga del Peloponeso (véase cap. 9). Con ella, Esparta fue convirtiéndose paulatinamente en la potencia hegemónica del Peloponeso y de Grecia. Para legitimar esta posición, por así decirlo, «divinamente», a los espartanos se les ocurrió el siguiente procedimiento: cuando vieron que Tegea se les resistía, consultaron al oráculo de Delfos, y este les profetizó el éxito si encontraban los restos mortales de Orestes en Tegea y se los llevaban a Esparta (Orestes era hijo de Agamenón, el jefe griego de la Guerra de Troya). Tras un tiempo de búsqueda infructuosa, un espartano logró «encontrar» a Orestes en Tegea, con lo que los restos mortales fueron trasladados a su nuevo hogar en Esparta. A continuación, Tegea fue sometida por Esparta. Esta historia legitimaba la pretensión de liderazgo de Esparta, pues del mismo modo que los restos mortales del hijo de Agamenón, Orestes, como símbolo del Peloponeso pre-dorio, estaban cubiertos por tierra dorio-espartana, así también la ciudad doria de Esparta —según la interpretación del mito— asumía el papel del Agamenón pre-dorio como potencia líder de la península. Delfos sancionó esta interpretación. He aquí un ejemplo temprano de la veneración de reliquias.
El radio de acción de la política espartana se fue ensanchando cada vez más. Desde mediados del siglo VI, Esparta fue lisonjeada por potencias extranjeras como Creso de Lidia, por los escitas y hasta por Amasis de Egipto. En la propia Grecia, Esparta se inmiscuía donde se le antojaba. Al mismo tiempo fue adquiriendo fama de enemigo de la tiranía. Se decía que había expulsado de todas partes a los tiranos: de Corinto, de Atenas, de Samas o de Naxos. Si esta fama respondía o no a la realidad queda en tela de juicio; en cualquier caso, Esparta, la llamaran o no, era omnipresente en Grecia.
Tiqué, la versión griega de la diosa romana Fortuna, donó a los espartanos, cuando habían llegado al punto culminante de su ascenso al poder hegemónico, al rey Cleómenes. Procedente de la dinastía real de los Agíadas, Cleómenes definió la política exterior espartana, entre el 520 y 490, con una peculiar combinación de dinamismo y autolimitación. Era lo bastante perspicaz como para reconocer que las posibilidades del estado espartano tenían sus límites. Para él, estos límites estaban en Grecia o, más exactamente, en la metrópoli griega. El Egeo y, en especial, los griegos del Asia Menor se hallaban fuera de sus intereses. La autolimitación que Cleómenes aplicó a la política exterior sería inútil, en cambio, buscaría en el allanamiento de los conflictos políticos internos con las instituciones estatales o con el rey con el que compartía el cargo. Cleómenes era autocrático, tenaz y despiadado, y aprovechaba sus relaciones personales con los nobles de todas las ciudades de Grecia para hacer política en favor de las instituciones de su ciudad natal. Nada reproduce tan ostensiblemente las contradicciones políticas de la Esparta de finales de la época arcaica, de la etapa de transición hacia el «Estado de los lacedemonios», como la actitud de Cleómenes en cuanto rey. De él, por ejemplo, se decía que «recluta un ejército de todas partes y no dice para qué lo va a utilizar». No es, pues, extraño que tanto el otro rey con quien compartía el cargo como las instituciones estatales se sintieran postergados y tuvieran continuos enfrentamientos con él. Cleómenes, por lo demás, continuó la política religiosamente orientada de Esparta, buscando justificación para todas sus acciones a través de los poderes divinos. En ello desempeñó un papel especial el oráculo de Delfos, al que Esparta se consagró con más ahínco. La voluntad de los dioses se consideraba de cumplimiento obligatorio… incluso para un rey como Cleómenes. De ahí que la crítica y el escepticismo expresados cada vez con mayor frecuencia por el helenismo jónico como consecuencia de su inclinación hacia las ciencias naturales más o menos en la misma época de Cleómenes, no tuvieran lugar en Esparta. El proyecto de Cleómenes en materia de política exterior estaba concebido con mucha perspectiva. Tenía en la cabeza una especie de sistema hegemónico en el que todas las ciudades formaran una comunidad de intereses bajo la dirección espartana, pero que al mismo tiempo conservaran su autonomía. Por eso respetó, por ejemplo, a Argos, que había sido aniquilada bajo su mando en Tirinto-Sepea en el 494 a. C., y —con gran sagacidad y previsión, como lo demostraría el futuro— configuró en este sentido la Liga del Peloponeso. A las ambiciones de los espartiatas, que se proyectaban más allá de la metrópoli griega, respondió con una negación rotunda; en este sentido, se podría incluso hablar de una «doctrina Cleómenes». Es cierto que había ofertas tentadoras como la de Menandro, que pedía el apoyo espartano para convertirse en tirano de Samos, o la de Aristágoras de Mileto, que en el año 500 necesitaba ayuda para la rebelión de las ciudades jonias del Asia Menor contra el dominio persa; sin embargo, no tuvieron ningún éxito al intentar granjearse el favor de Cleómenes, pese a que ambos casos ofrecían muchas perspectivas de fama y riqueza. En torno al 514 rechazó asimismo una propuesta de los escitas para proceder conjuntamente contra los persas. Al mismo tiempo, sin embargo, Cleómenes hacía frente a cualquier intervención foránea en la metrópoli griega. Por eso, en el 491, se enojó ante la pretensión del rey persa que, a través de sus emisarios, había exigido de todas las ciudades griegas, incluida Esparta, tierra y agua como símbolos de su sumisión al poder de los persas. Cleómenes había contado con un reparto explícito, o tácito, de las esferas de influencia: Asia Menor y el Egeo podían ser para los persas, pero Grecia era para Esparta. En el momento en que los persas atacaron este reparto, estalló una gran guerra.