La reconstrucción de Esparta en la época de su fundación está basada en los logros de la historiografía moderna, es decir, en la valoración sistemática de las obras literarias de época posterior, de los hallazgos arqueológicos y de los análisis lingüísticos de los diferentes dialectos. Los espartanos de la época histórica no tenían la posibilidad de saber algo acerca de su origen. Este era, pues, para ellos un enigma aún mayor que para nosotros: no existía ningún testimonio escrito anterior al siglo VIII que les pudiera haber dado noticia de ello. Los recuerdos se transmitían a través de relatos y cantos que evocaban las eminentes hazañas de los grandes héroes. Debido a la falta de una escritura mediante la que podían haber sido fijados los recuerdos, las interpretaciones variaban continuamente y la tradición adoptaba tintes de glorificación legendaria. La propia inmigración de los dorios fue interpretada por los espartanos en un sentido que les favorecía abiertamente. Según ellos, los dorios no habían sido unos intrusos violentos; al contrario, con su inmigración solo habían hecho valer sus derechos. Los sucesores del verdadero «propietario» del Peloponeso, Heracles (hijo de Zeus, el padre de los dioses), habrían «regresado», tras su expulsión, junto con los dorios, de manera que se habían limitado únicamente a recuperar lo que el propio Zeus les había dado. Uno de los primeros testigos procedentes de Esparta, el poeta Tirteo, escribió a finales del siglo VII a. C.: «Pues el propio Zeus… entregó esta ciudad a los Heraclidas (los sucesores de Heracles), con los que abandonamos el ventoso Erineo y llegamos al extenso Peloponeso» (frg. 1 a). Tirteo interpreta la migración doria como una legítima (re)ocupación de un patrimonio asignado por Zeus y, de este modo, despeja las dudas que pudieran haber surgido entre los vecinos acerca de la legitimidad de la presencia doria en Esparta. Los espartanos tuvieron éxito con esta legitimación. Nadie les reprochó más tarde el haber adquirido ilegítimamente su posición en el Peloponeso. Incluso un crítico de todos los mitos como Tucídides hablaba del «regreso de los Heraclidas» al Peloponeso como un hecho histórico. De esta forma, se tendió un puente entre la Esparta micénica descrita por Homero y la Esparta dórica histórica; se estableció una continuidad y, al mismo tiempo, se realzó la legitimidad y la condescendencia de los dioses para con las reivindicaciones espartanas sobre el Peloponeso.
Otro mito sirvió también para justificar y explicar el origen del muy célebre orden político, social, económico y militar de Esparta. Como muy tarde desde mediados del siglo V, este orden se atribuía a un legislador, llamado Licurgo, cuya reestructuración de todos los ámbitos de la vida habría sido la responsable de la estabilidad de la constitución espartana. «Eunomía», es decir, buen orden (
Eunomos
), fue como se llamó a su obra constitucional. Otras ciudades griegas también se jactaban de tener grandes legisladores, como Solón de Atenas; pero Licurgo fue para Esparta aún más significativo, pues en cierto modo se convirtió en la fuente de toda su vida, pese a no haber dejado rastro comprobable de su existencia. A principios del siglo II d. C., Plutarco, uno de los autores más leídos de su época, intentó reunir la información de la que disponía acerca de Licurgo y convertirla en una «biografía». Tal intento fracasó, y estas son las frases iniciales de la obra: «Sobre el legislador Licurgo, en general no hay nada que decir que no haya sido cuestionado, ya que su origen, sus viajes, su final y, sobre todo, su actividad como legislador y hombre de Estado han hallado diferentes interpretaciones. Pero en lo que menos se coincide es en la época en la que vivió». A pesar de esta declaración, Plutarco habla del origen de Licurgo en una de las dos familias reales espartanas, dice incluso que llegó a ser rey, que viajó por todo el mundo, como, por ejemplo, a Creta, Asia y Egipto, con el fin de inspirarse para su reordenación, y que consultó al oráculo de Delfos. También nos habla de sus partidarios y de sus detractores en Esparta, así como de la última etapa de su vida, y lo hace como si todo ello procediera de fuentes fidedignas y comprobables. Esta «biografía» le sirve a Plutarco como base sobre la que poder describir el orden espartano que supuestamente creó Licurgo. Todas estas historias no nos sirven para reconstruir el origen histórico de la legislación y, menos aún, la vida de Licurgo; pero son importantes para la legitimación del orden en la conciencia de los espartanos. Licurgo aparece como un mediador entre el dios Apolo de Delfos y los espartanos. Por lo que se le atribuyó un origen divino es porque su obra legislativa está avalada en la leyenda por el oráculo de Delfos. El sentido de este origen divino era evidente: cualquiera que quisiera violar en Esparta este «acuerdo» (en griego:
rethra
) entre los dioses y los hombres se convertía en un impío. Resulta difícil imaginar mejor garantía para la permanencia de una constitución, sobre todo teniendo en cuenta lo temerosos de Dios que eran los espartanos. Que eran especialmente religiosos es algo que veremos más adelante. Lo cierto es que el orden de Licurgo tuvo una existencia duradera; todavía en el siglo III, los reyes de Esparta evocaban a Licurgo cuando querían cambiar las cosas a su manera… y aun cuando la capacidad de reforma no estuviera contemplada por el sistema de Licurgo.
Así pues, fueron dos mitos —el del regreso de los Heraclidas y el del legislador Licurgo— los encargados de explicar y justificar el origen de Esparta y su orden, y los que cumplieron por completo esta función en la conciencia de los espartanos e incluso de todos los griegos. Gracias a ellos, el orden de Licurgo permaneció mucho tiempo sustraído a la intervención humana, lo que a su vez garantizó su estabilidad. La fe en estos mitos como en una especie de ley fundamental podemos derivarla de dos rasgos característicos de la mentalidad espartana: su destacada religiosidad y su rígido conservadurismo. La combinación de estos dos atributos protegió a Esparta durante mucho tiempo de crisis políticas como las que padecieron otras ciudades, pero al mismo tiempo fue también la responsable de que el florecimiento espiritual y cultural de la época clásica de Grecia pasara por Esparta sin apenas dejar huella.
Antes de abordar la historia de Esparta desde los oscuros tiempos de su fundación hasta la época de las Guerras Mesenias y los comienzos de su hegemonía en el Peloponeso, es decir, hasta finales del siglo VI, echaremos una ojeada al orden social y político de esta ciudad atribuido —antes como ahora— a Licurgo. A través de este resumen sistemático podremos hacernos una idea de las peculiaridades del orden espartano y de sus peligros inherentes, antes de pasar a analizar las condiciones históricas que posibilitaron el nacimiento de dicho orden.
Para comprender la historia espartana es imprescindible el conocimiento del orden político y social de Laconia. De ahí que este capítulo se presente como un resumen sistemático. Para ello hay que tener en cuenta que el orden de Esparta no surgió de la noche a la mañana, sino que su formación se prolongó a lo largo de varios siglos. Los factores decisivos fueron: la organización tribal de los dorios, el sometimiento de la población autóctona, las continuas guerras contra los vecinos, el aumento de la población y las crisis sociales. Todo ello contribuiría a la formación de la Esparta «histórica», tal y como la conocemos desde el 500 a. C.
En la época arcaica y clásica, los griegos, salvo unas pocas excepciones de organización tribal situadas al norte y al oeste (etolios y macedonios), vivían en ciudades, en
poleis
. Estos centros urbanos eran radicalmente diferentes de las ciudades pertenecientes a las culturas del Antiguo Oriente o de Egipto; si acaso, podrían compararse con las ciudades de los navegantes fenicios, como Tiro o Sidón. El territorio de la
polis
abarcaba, además del centro urbano, también las superficies aprovechables para la agricultura, que abastecían a los habitantes de lo necesario para vivir. Cada
polis
tenía una acrópolis (fortaleza), una plaza de reunión y de mercado (
ágora
), edificios administrativos, templos y santuarios y (casi siempre) una muralla para protegerse de los enemigos. Para los griegos, sin embargo, la particularidad de sus ciudades no era la sustancia arquitectónica o la muralla urbana, sino el sentido de la comunidad de sus habitantes: «La polis es la cantidad suficiente de ciudadanos para el autoabastecimiento (autarquía)», dice Aristóteles. De ahí que cada ciudadano fuera juzgado en función de su valor para la comunidad, y de este juicio dependía la asignación de los derechos políticos: cuanto más hacía un ciudadano por la polis, más podía participar en las decisiones. La contribución más valiosa de un ciudadano era su capacidad de prestación militar, la cual se medía sobre todo por la cantidad de armas y pertrechos que el ciudadano podía permitirse. Quien era tan rico como para poseer un caballo o un equipo de armamento pesado pertenecía a una «clase» de ciudadano superior al que solo podía ir a la guerra con un armamento ligero o al que no poseía ninguna clase de pertrechos. Para la valoración del orden espartano, esta orientación militar de la ciudadanía es fundamental.
En cada polis se podía ser políticamente activo en tres instituciones:
En la Asamblea Popular se reunían con regularidad todos los ciudadanos varones adultos que tuvieran más de veinte años.
El Consejo de la Nobleza o de los Ancianos (en griego:
gerusia
; en latín: senado) reunía a las personas más prestigiosas de la ciudadanía; este prestigio se adquiría casi siempre por el origen, pero a veces también por los servicios prestados a la ciudad. El tamaño de estos consejos variaba de una ciudad a otra.
Finalmente, los funcionarios asumían tareas específicamente circunscritas a la guerra, a las finanzas o a la administración de justicia. Estos cargos, que casi siempre tenían carácter temporal, eran ocupados por elección o por sorteo, y sustituían a la antigua realeza.
La constitución de una ciudad dependía de cuál de estas tres instituciones prevaleciera: democracia se llamaba a la forma de Estado que se apoyaba en la Asamblea Popular; aristocracia a la que se basaba en el Consejo de la Nobleza, y cuando la magistratura estaba en manos de una sola persona, es decir, de un rey o un tirano, entonces se hablaba de monarquía.
El orden de Esparta respondía también a la estructura básica de una
polis
. Sin embargo, la constitución de esta ciudad contenía elementos que no había en ninguna otra ciudad, de tal manera que no es fácil responder a la pregunta de si la constitución de Esparta era democrática, monárquica o aristocrática. Sus peculiaridades eran la monarquía dual, la falta de una nobleza en el sentido tradicional, el cargo de los éforos (que explicaremos más tarde), el procedimiento de votación en la Asamblea Popular, los ilotas, la especial orientación del Estado y de la educación hacia la guerra, el papel socialmente significativo de las mujeres, la religiosidad de los espartanos y la ritual expulsión de los extranjeros (en griego:
xenelasie
).
Detrás de estas peculiaridades no estaba la voluntad de los espartanos por actuar de un modo distinto a los demás griegos, sino una evolución histórica específica. Los dorios habían penetrado violentamente en el valle del Eurotas, habían sometido en el siglo VIII a los aqueos en Laconia y, a continuación, en otras dos guerras, a los mesenios, reduciéndolos a siervos. Al mismo tiempo, los espartanos sostenían luchas casi continuas con sus vecinos del norte y del este, por lo que resultaría muy extraño que el orden interno de su estado no se hubiera visto afectado por ello. Las huellas dejadas por la tradición confirman esta sospecha: Herodoto y Tucídides coinciden en que Esparta, en aquella época, era la ciudad que peores leyes tenía y que más revueltas padecía. Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mesenia, que causó muchas bajas pero concluyó con éxito, a finales del siglo VII (o tal vez en la primera mitad del siglo VI), los espartanos adoptaron el orden que hoy conocemos como «orden de Licurgo». Constituía la base de este orden la denominada «Gran Retra», que para los espartanos significaba tanto como un oráculo. El documento reza así (Plutarco,
Vida de Licurgo
, 6,1 y 6,4):
Después de erigir un templo a Zeus Syllanios y a Atenea Syllania, de disponer tribus (phylai) y de crear aldeas (obai), previa institución de un consejo de ancianos (gerusia) de treinta miembros con los reyes (archagetai) incluidos, reúnanse de cuando en cuando las asambleas de Babyka y Knakion (localidades de Esparta) y háganse las propuestas y rechácense. La decisión ha de recaer en el pueblo.
(Apéndice): Pero si el pueblo toma una decisión torcida, que la rechacen los ancianos y los archagetai.
Estas líneas forman la ley fundamental del Estado espartano, que fue interpretada por los espartanos como una orden dada por el Apolo de Delfos al legislador Licurgo. Delfos, la ciudad del oráculo del dios Apolo, era respetada como autoridad incluso fuera de Grecia. Ciudades, reyes y particulares iban allí en busca de consejo cuando se trataba de tomar decisiones importantes para el futuro. ¿Dónde se podía fundar una colonia? ¿Se podía iniciar una guerra con perspectivas de éxito? ¿Convenía defenderse de un enemigo demasiado poderoso o era preferible rendirse? ¿Quién era el más adecuado para convertirse en rey? ¿Convenía cambiar la constitución? Para todo ello tenía respuestas Delfos, que daba consejos de cumplimiento obligatorio que justificaban todas las decisiones tomadas sobre esa base. Los oráculos que resultaron equivocados no lograron por ello perturbar la autoridad de Delfos. Solo en el siglo V, cuando Apolo les dio a los griegos el —a todas luces— mal consejo de no enfrentarse a los persas, surgieron dudas acerca de la incondicional infalibilidad de los consejos de Delfos. En el siglo VII a. C., sin embargo, no existía el menor atisbo de duda. La Retra, a juicio de todos los espartanos, estaba legitimada, por así decirlo, desde lo más alto. Esta dividía a la sociedad espartana en
phylai
y aldeas, y regulaba la coordinación de las tres partes que formaban la constitución: la realeza, la Asamblea Popular y el Consejo.
La realeza
Articulada en Esparta como monarquía dual, se remonta probablemente a la época de las migraciones. Los espartanos, en cambio, pensaban que en el origen solo había habido un rey, y que fue un parto doble el que había hecho necesaria la introducción de la diarquía. En la época histórica, esta monarquía dual estaba repartida en dos familias que se remontaban a Heracles y a su hijo Hyllos: los Agíadas, que eran considerados como los más distinguidos, y los Europóntidas. La función principal de los reyes en la época de las migraciones era, por una parte, la dirección del ejército y, por otra, la averiguación de la voluntad divina, tareas de las que siguieron encargándose tras la fundación de Esparta. De todos modos, con el paso del tiempo los reyes vieron considerablemente restringida su plenitud de poderes, pues estos fueron recayendo cada vez más en instituciones como el Consejo y la Asamblea Popular. La historia espartana conoce muchos reyes destacados, o regentes que representaban a reyes que aún no habían alcanzado la mayoría de edad. Cleómenes (siglo VI), Leónidas y Pausanias (siglo V) y Agesilao (siglo IV) fueron grandes generales cuya fama, en una ciudad que como Esparta estaba completamente orientada a la guerra, era especialmente deslumbrante. A menudo, los reyes aprovechaban su celebridad para modificar a su favor la coordinación de las instituciones regulada por la Retra e intentaban dominar al Consejo y a la Asamblea Popular. Por eso la ciudadanía no solo se alegraba de los éxitos militares, sino que al mismo tiempo recelaba cuando algunos reyes se alzaban por encima de las instituciones de la ciudad. De ahí que, a partir del siglo VI, se limitara el poder de los reyes también en el campo de batalla, por ejemplo, mediante la implantación de consejos de control, la obligación de rendir cuentas o la transferencia del cargo de general en jefe a otros espartanos (cuyos ejemplos más conocidos fueron Brásidas y Lisandro en la Guerra del Peloponeso). Aparte de eso, los reyes tenían que jurar todos los meses que estaban ejerciendo la soberanía real con arreglo a las leyes.