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Authors: Ernst Baltrusch

Tags: #Historia

Esparta: historia, sociedad y cultura (7 page)

BOOK: Esparta: historia, sociedad y cultura
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Esta guerra, la llamada
Guerra del Peloponeso
(431-404 a. C.), ha sido calificada con razón de «guerra mundial». Tras las dos protagonistas, Esparta y Atenas, se agrupó toda Grecia; más allá del espacio griego se luchó en Italia, Sicilia, África, Asia Menor y Macedonia. El propio Imperio Persa, con sus todavía incalculables recursos, intervino, unas veces a favor de un bando y otras a favor del otro. La guerra duró en total 27 años y discurrió en dos fases: la primera fase (431- 421 a. C.) es conocida hoy, por el rey Arquídamo, como la «guerra de Arquídamo»; la segunda fase (413-404 a. C.), según una localidad del Ática en la que se habían establecido los espartanos, es denominada la «guerra de Decelia». Entre estas dos etapas hubo un período de paz (421-413 a. C.) basado en un acuerdo al que se denomina, por el político ateniense Nicias, la paz de Nicias. El que hoy hablemos de una gran Guerra del Peloponeso es algo que se remonta a Tucídides.

La situación de partida de la guerra era la siguiente: apoyando a Esparta estaban todas las ciudades del Peloponeso, a excepción de Argos y Acaya, al norte de la península, así como Megara, Beocia y partes de la Grecia central y noroccidental; apoyando a Atenas estaba todo el mundo insular del Egeo, así como la franja litoral de Asia Menor y Grecia, excepto las islas de Melas y Tera, que eran colonias espartanas. Reducido a la fórmula más simple, los protagonistas del enfrentamiento fueron hoplitas y remeros, falange y flota. La estrategia de Esparta consistía en asolar el Ática en época de cosecha. Ello implicaba que todos los años, en verano, los hoplitas espartanos invadían el Ática, de tal manera que los campesinos áticos tenían que retirarse a la amurallada ciudad de Atenas. Por el contrario, la estrategia ateniense, elaborada por Pericles, el primer hombre de la democracia ateniense, tenía por objeto evitar un enfrentamiento directo entre hoplitas atenienses y espartanos, y estaba más orientada a la protección de la población tras las muralla de Atenas, al aprovisionamiento económico a través de la Liga Marítima y a la flota, así como a expediciones de ataque por sorpresa con la flota en las regiones costeras del Peloponeso: en otras palabras, a la defensa del Ática. Esta estrategia defensiva se reveló al principio como la más acertada, pues, a pesar de la grave peste que padeció Atenas en el 429, de la que murió el propio Pericles, la ciudad no pudo ser vencida por los hoplitas espartanos. Al contrario, un único golpe afortunado en la costa occidental del Peloponeso reportó a los atenienses, en el año 425 a. C., casi la victoria. Su flota consiguió apresar en Pilos a unos 120 espartiatas y, como consecuencia de este golpe, Esparta se mostró inmediatamente dispuesta a negociar la paz e incluso a someterse a Atenas; para conservar a estos 120 espartiatas, la ciudad estaba dispuesta a renunciar a su posición hegemónica en Grecia. (Para entender esta decisión de Esparta hay que tener en cuenta que Esparta, a estas alturas, ya solo poseía de 4.000 a 5.000 ciudadanos de pleno derecho con capacidad para luchar).

Pero los atenienses perdieron fácilmente esta oportunidad de victoria, pues hacía tiempo que habían olvidado las lecciones de Pericles. En la engañosa certeza de tener en sus manos la anhelada victoria definitiva sobre los adversarios, no aceptaron las ofertas de paz de los espartanos. Estos entonces organizaron escenarios de guerra secundarios en Tracia y en la Calcídica, y después de lograr allí éxitos considerables bajo el mando del general Brásidas, tras interminables negociaciones, finalmente, en el 421 a. C., se llegó a una conclusión de paz cuya base era el
statu quo ante
, es decir, la situación anterior al estallido de la guerra. Este acuerdo resultó desastroso para Esparta, pues renunciaba a todo aquello por lo que los peloponesios y los griegos libres habían ido a la guerra. La consigna de libertad bajo la que se había combatido parecía ahora agua de borrajas. Atenas, por el contrario, había alcanzado sobradamente su objetivo inicial de salvaguardar sus posesiones. La consecuencia de este acuerdo fue que la Liga del Peloponeso se desmoronaba tan amenazadoramente, que Esparta, dada su desesperada situación, acordó incluso una sinmaquia (alianza) con Atenas. En consecuencia, Matinea y Élide abandonaron Esparta; Corinto, Tebas y otras ciudades se sintieron francamente indignadas con la capital de su Liga y, para colmo, el conflicto con Argos se agudizó de nuevo. Desgraciadamente, no poseemos noticias de cómo se vivió esta situación en la propia Esparta, pero tuvo que ser una época de grandes tensiones.

En esta crítica situación, tres circunstancias salvaguardaron una vez más a Esparta de la quiebra:

  • 1.
    a
    La imperturbabilidad con la que los espartiatas se aferraron a su pretensión de liderazgo

  • 2.
    a
    La política radical imperialista de Atenas, que bajo el demagogo y posterior traidor Alcibíades emprendió una expedición militar hacia Sicilia (415-413 a. C.) de funestas consecuencias, ayudando así a su enemigo de guerra

  • 3.
    a
    La ayuda material por parte de los persas, que de este modo volvieron a adquirir influencia en Grecia.

Con motivo del estallido de nuevos conflictos, en el 413 a. C., se reinició la guerra bajo diferentes condiciones, Esparta mostró en ella su gran fuerza, la flexibilidad militar. En primer lugar, convirtió la localidad de Decelia, del Ática (a 20 km de Atenas), en una fortaleza desde la cual los soldados espartanos estuvieron amenazando todo el año al Ática. Luego, con fondos persas, construyeron una flota con la que combatieron al enemigo con sus propias armas y, además, obtuvieron el apoyo de aquellos aliados de Atenas que querían separarse de la Liga Marítima. Por otra parte, Atenas, por culpa de su aventura militar en Sicilia, había perdido gran parte de su flota. Así se llegó, en el 404 a. C., en Egospótamos, en el Helesponto, a la batalla decisiva, en la que fue aniquilada toda la flota ateniense que aún quedaba. En esta fase, la política de los espartanos se basó en las aptitudes militares y organizativas del nuarco (comandante de la flota) Lisandro, que transformó el Egeo en una esfera de dominio espartano y colocó harmostes, es decir, altos funcionarios espartanos, en muchas ciudades. Algunos autores de la Antigüedad, en vista del extremo rigor de sus medidas, sospecharon que Lisandro aspiraba a la autocracia en la Grecia oriental y, tal vez incluso, en su ciudad natal. En la propia Ática actuaron los dos reyes lacedemonios Agis y Pausanias, cuya fama empalideció ante las hazañas de Lisandro.

La derrota que sufrió Atenas fue absoluta e invitó a la venganza. Alguna ciudad de la Liga del Peloponeso exigió la total destrucción del odiado enemigo. Esparta permaneció al margen de estas demandas. Como ya ocurriera en el 494 con respecto a Argos, tampoco esta vez explotó del todo su victoria. El acuerdo con Atenas preveía lo siguiente: entrega de la flota, a excepción de 12 barcos; demolición de las murallas; readmisión de los desterrados y entrada en la Liga del Peloponeso. Aparte de eso, Esparta se esforzó por derrocar la democracia de Atenas e instalar un régimen oligárquico afín a Esparta. La consecuencia de esta política fue que los acontecimientos se precipitaron en Atenas y acabaron escapando al control de Esparta. Dicha política llevó a la tiranía de los «Treinta» —recordada en años posteriores como algo cruel—, que instauraron en Atenas un régimen de terror (404-403 a. C.). Esta intrincada situación se vio aún más complicada por celos mezquinos entre el rey Pausanias y Lisandro. En el 403 a. C., con la famosa amnistía general otorgada bajo los auspicios de los espartanos, se restableció el orden democrático en Atenas. A este equilibrio entre demócratas y oligarcas había contribuido Pausanias. Los atenienses se recuperaron asombrosamente pronto de la guerra y de las revueltas internas. En el futuro ya no desempeñarían un papel dominante, pero sí significativo en el concierto de ambas potencias griegas.

Esparta, por su parte, parecía estar ahora en la cúspide del poder. Tenía en su mano la Liga del Peloponeso; los antiguos aliados atenienses en el Egeo y en Tracia eran gobernados por harmostes espartanos. Además de eso, a la ciudad del Eurotas afluyeron inconmensurables riquezas procedentes de botines, tributos y fondos persas. Solo Lisandro ingresó 470 talentos (una cantidad millonaria, según el baremo de hoy en día) en el erario espartano.

Sin embargo, y pese a la satisfacción por lo conseguido, a los espartiatas más reflexivos debieron de asaltarles dudas sobre si Esparta estaría en condiciones de hacer frente al incremento de tareas que el éxito les había acarreado. ¿Acaso durante la guerra y, sobre todo, durante la paz de Nicias no se había revelado como frágil su poder sobre los propios aliados? ¿Acaso no debía Esparta la afluencia de ciudades no pertenecientes al Peloponeso, principalmente, al agudo temor de muchos griegos ante la actuación tirana de la Atenas democrática y al deseo de ingresar en un sistema de alianzas espartano? ¿Se iban a someter voluntariamente estas ciudades, una vez superado el temor, a un dominio espartano de cualquier índole? ¿Y no estaba el modo de vida espartano amenazado por la importación de bienes materiales y espirituales de una Jonia despreciada por sus costumbres disolutas y libertinas? ¿Se acostumbrarían los espartiatas a su regreso a Esparta, tras haber conocido como harmostes —lejos de la patria— nuevas costumbres y tras haberse sentido como reyezuelos en su jurisdicción, a la adusta vida comunitaria de los espartiatas, a la inclusión en la sociedad de los «iguales» y a la sustitución de los intereses individuales por la razón de Estado? ¿Cómo podría construirse un imperio con tan escaso número de ciudadanos de pleno derecho, más reducido aún por las bajas de la guerra y por las catástrofes naturales? ¿Eran realmente suficientes la voluntad incondicional de dominio, la todavía insuperable capacidad militar y el rasgo totalitario del Estado espartano, para afrontar la nueva situación? Estas preguntas tuvo que plantearse la sociedad espartana poco después del 404 a. C., planteamiento que dio lugar a dos tendencias políticas diferentes, y que podríamos denominar la corriente imperialista y la conservadora. La evolución posterior de la historia espartana se encargaría de demostrar que las fuerzas de Esparta no estaban a la altura de los nuevos cometidos, y que en el mayor éxito se ocultaba ya el germen de la decadencia.

Grecia

5
La vida en Esparta:
educación y currículo de los espartiatas

Esparta se hallaba en una encrucijada. El año 404 a. C. nos muestra a Esparta en la cúspide de su poder, pero al mismo tiempo también en el punto culminante de la sobrecarga. Para el historiador, una cesura de tan amplia significación constituye un motivo apropiado para preguntarse por las causas y por el trasfondo del despliegue de poder, por una parte, y de la subsiguiente decadencia, por otra. De ahí que en los siguientes capítulos nos queramos centrar en la vida cotidiana social, religiosa, cultural y económica de la ciudad de Esparta. Ya los contemporáneos de otras ciudades griegas atribuían la fama y el éxito de Esparta al modo de vida y a las costumbres de su ciudadanía, los espartiatas. Y no fueron pocos los que, como el filósofo Platón, el historiador Jenofonte y el orador Isócrates, vieron incluso en la
agoge
, la educación de los espartiatas, no solo la base para el éxito de Esparta, sino también un modelo que podía ser de utilidad para otras ciudades.

La descripción histórica, es decir, fiel a la verdad, de esta
agoge
resulta difícil por dos razones: por un lado, la mayor parte de las fuentes sobre la
agoge
pertenecen a una época tardía en la que Esparta ya no tenía ninguna significación y mantenía solo una especie de diálogo con su glorioso pasado. En otras palabras, hay que tener en cuenta el hecho de que estas fuentes no describen la verdadera
agoge
, sino una imagen ideal de la misma. Por otro lado, como ya se sabe, la Esparta clásica era poco amiga de suministrar información a los extranjeros, por lo que, fuera de Esparta, apenas encontramos datos sobre la vida espartana. De ahí que los relatos de la época sean todo menos detallados y fiables, pues también ellos idealizan el orden de Esparta como condición previa para el asombroso éxito de la ciudad. De este modo, lo que surge es una imagen irreal y velada a la que el historiador moderno ha de quitarle primero el velo de la idealización y de la glorificación. Todas estas limitaciones hay que tenerlas en cuenta a la hora de ocuparnos de la vida en Esparta.

La unidad social más pequeña de la sociedad espartana era la
unidad familiar
, que se constituía mediante el matrimonio. A la casa pertenecían, además de los cónyuges, los hijos legítimos reconocidos por ambos padres (los muchachos solo hasta la edad de siete años), así como todas las personas que trabajaban al servicio de la casa. Las fincas que pertenecían a la casa (
oikos
) estaban repartidas por Laconia y Mesenia y eran cultivadas por los ilotas. De los tributos de estos vivía la familia, que por su parte pagaba unos «impuestos» que todo espartiata, independientemente de sus ingresos, debía entregar a la ciudad y a sus instituciones. Si un espartiata ya no podía aportar sus tributos a la comunidad, perdía su estatus de ciudadano. El señor de la casa no tenía un oficio en el sentido actual de la palabra: campesino no necesitaba ser, porque las tierras eran trabajadas por los ilotas, y comerciante o artesano no le estaba permitido, porque así lo había dispuesto, supuestamente, Licurgo. De modo que tenía mucho «tiempo libre», que estaba obligado a poner al servicio de sus conciudadanos y del Estado en las plazas de armas, en los banquetes de hombres o en la sala de oradores. Aun en épocas de paz no debía permanecer mucho tiempo en casa con su mujer, por lo que su esposa era la encargada de gobernar la casa y todo lo que ello llevaba consigo, como la vigilancia del personal, la administración de los tributos de los ilotas y la planificación económica en general. Una mujer espartiata podía gobernar hasta dos o más
oikoi
si tenía hijos de varios maridos, lo que era bien aceptado en interés de la descendencia (sobre ello volveremos más adelante).

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