—Caray, ¿los has dejado muertos de verdad o qué?
Sarah se volvió y vio a su compañera de habitación, la encargada de comunicaciones de primera categoría Lisa Willing, de la Marina de los Estados Unidos, que sonreía y sujetaba los libros contra sus prominentes pechos. El mono de trabajo de color azul del Grupo le quedaba demasiado ajustado, lo cual contribuía a que la gente la llamara, a sus espaldas, y haciendo un juego de palabras con el significado de su apellido, «la dispuesta Lisa». Sarah estaba segura de que Lisa lo habría oído alguna vez, pero su amiga siempre se mostraba partidaria de no hacer mucho caso de lo que dijera la gente. Sarah sabía que Lisa era enormemente inteligente y que era una eminencia en su campo: la electrónica y las comunicaciones. Como su compañera de habitación, sabía que a lo que estaba siempre dispuesta era a dedicar las noches al estudio o, en alguna rara ocasión, a ver una película en la televisión por cable que se sintonizaba en el complejo. Aunque existía alguien importante en su vida, de momento esa historia permanecía en secreto, y su apodo era, por desgracia, muy popular.
—Ah, muchas gracias, ¿así que soy aburrida?
—No, que lo decía de broma, chica —dijo Lisa, sonriendo y dándole a su amiga con el hombro.
—En una semana más acabo mi trabajo de graduación y tendré mi máster en la Escuela de Minas de Colorado. Y ni siquiera eso me garantiza que me envíen a algún sitio. —Sarah se quedó mirando a Lisa—. Tú sí has estado alguna vez, ¿verdad?
—¿Lo de Egipto? Sí, el año pasado estuvimos en esa operación que se echó a perder cuando ese francés gilipollas informó al doctor Fryman, de la Universidad de Nueva York. Nos quedamos así de cerca —Lisa casi juntó sus dedos índice y pulgar— de conseguir pistas muy interesantes sobre algunas reliquias que habían sobrevivido a la destrucción de la gran biblioteca de Alejandría.
Sarah miró a su amiga con envidia. Tenía ganas de que llegara el día de participar en algo que no fueran simulacros o clases. Saldría de aquí con un máster en geología, un cargo de oficial y una insignia de alférez, pero lo que ella quería, al igual que casi todos los integrantes del Grupo, era trabajar sobre el terreno. En los dos años que llevaba allí aún no había surgido la oportunidad. Ella no era igual que la mayoría de los científicos que trabajaban en el Grupo; ante todo era una soldado, y por eso le resultaba aquello tan frustrante. Había recibido la formación necesaria para sobrevivir en condiciones adversas, estaba capacitada para algo más que para los equipos de túneles y de geología; deberían destinarla allí donde hiciera falta un soldado. Aunque sabía que era una simple casualidad que su equipo de geología no hubiera sido enviado aún a ninguna misión, eso no aliviaba la sensación de frustración que sentía.
—Me habría encantado estar allí —dijo Sarah mientras se cruzaban con más gente que iba camino de las clases o del comedor.
—Ya te llegará el turno —dijo la chica rubia—. Oye, ¿te apetece comer algo? Me muero de hambre. —Lisa se había convertido en una experta en desviar a su amiga de los temas de conversación más espinosos.
Sarah se encogió de hombros y las dos juntas se dirigieron al comedor. Sarah entró en la cafetería inmersa en sus pensamientos, de manera que no vio al hombre que llevaba la insignia de hojas de roble doradas. Por suerte, él previo el choque antes de que sucediera. Con un rápido movimiento levantó la bandeja con rosbif y puré de patatas. Sarah puso los brazos encima de la cabeza, con la esperanza de que si le caía encima la comida, lo hiciera sobre el libro que llevaba, y no sobre ella. Al hacerlo, dio unos pasos hacia atrás sin darse cuenta y chocó con otro hombre un poco menos alto, tirando también su bandeja. El hombre fue lo bastante hábil como para dar un par de pasos atrás y evitar que los platos cayeran, si bien no pudo salvar un sándwich y un dulce de gelatina de color verde.
—Va rebotando como una bola de
pinball
—dijo el primer oficial con el que había chocado, el que era más alto.
Sarah se volvió hacia el segundo hombre, que sostenía con una mano la bandeja e intentaba reorganizar su contenido.
—Lo siento muchísimo —dijo avergonzada.
—Tendrá que disculpar a mi compañera de habitación, se pasa el día soñando con cuevas, túneles y más cosas espantosas —intervino Lisa, fijando más de la cuenta la mirada en el más alto de los dos oficiales.
—No se preocupen, señoras, solo ha sido un ligero choque en cadena. No se han producido heridos —dijo el hombre de pelo moreno oscuro que llevaba una insignia de comandante del Ejército en su nuevo mono de trabajo.
Sarah retrocedió con el libro pegado al pecho. Sus ojos se quedaron clavados en los ojos azules del hombre. Tenía una mirada decidida, su sonrisa era cautivadora y sus ojos tenían algo de hipnóticos. Sarah rompió la incomodidad del momento dándose la vuelta y caminando lo suficientemente deprisa como para que Lisa tuviera que correr un poco para alcanzarla.
—Eh, no vayas tan aprisa —le dijo Lisa a Sarah mientras esta se batía en retirada; y luego se volvió a mirar al más alto de los dos hombres, el que llevaba la insignia de capitán de corbeta. Él le devolvió la mirada, sonriendo ante el comentario de su compañero y finalmente siguió su camino.
—Maldita sea, es el nuevo jefe de seguridad —dijo Sarah mientras cogía una de las bandejas apiladas y se ponía en la fila.
—Si te conviertes pronto en oficial, de ahí podría salir algo —le dijo Lisa, señalando con la cabeza el lugar donde había sucedido el accidente, y donde ahora solo había gente que las miraba y que esperaba a que la cola volviese a ponerse en marcha.
Sarah se giró y miró a su amiga.
—¿Todo el Ejército tiene la mente sucia y ve cosas inexistentes en algo tan mundano como estar a punto de tirarme un montón de comida por encima, o eres solo tú?
Lisa sonrió, parpadeó seductoramente y dijo:
—No, supongo que soy solo yo.
El capitán de corbeta Carl Everett medía un metro noventa centímetros, y por eso había podido maniobrar con tanta facilidad con la bandeja por encima de la cabeza de Sarah. Tenía el pelo rubio y corto. Las mangas de su mono dejaban ver unos brazos bronceados y musculosos. Dejó la bandeja con la comida en la mesa y cogió una de las sillas, pero mientras esperaba a que su jefe se sentara primero, dirigió la vista hacia Lisa y hacia Sarah, la compañera de habitación con la que había estado a punto de chocar, que acababan de ponerse en la fila. Se quedó esperando a ver si Lisa volvía a mirar, pero parecía demasiado ocupada charlando con la gente que tenía alrededor y haciendo bromas con los cocineros. Finalmente se dio por vencido y se sentó. Nunca intentaba comunicarse con Lisa durante las horas de servicio, porque el secreto que mantenían era una infracción grave del protocolo militar que podría llegar a llevarles ante un consejo de guerra.
—¿La comida es siempre tan buena aquí? —preguntó Jack.
—Sí, señor, normalmente hay tres o cuatro segundos platos, y desde que está gestionado por el Gobierno y no por el Ejército, oficialmente tiene la categoría de cafetería, aunque no sé muy bien lo que eso significa —bromeó Everett, luego se quedó un momento parado, con el tenedor cargado de puré de patatas camino de la boca, y dijo—: Pero la comida durante las misiones es la de siempre: comida precocinada en abundancia pero no de buena calidad.
Collins sonrió. Durante el tiempo que había estado en activo había ingerido comida liofilizada suficiente como para alimentar a toda Botswana.
—¿Entonces qué, capitán, le gusta la misión aquí? —preguntó antes de llevarse la comida a la boca.
—Lo suficiente como para no querer cambiar de puesto. Quieren mandarme de vuelta a las fuerzas especiales con un ascenso y un cómodo período de entrenamiento, pero he solicitado formalmente estar seis años más apartado del servicio.
Collins alzó las cejas, sorprendido.
—Sí, aunque he prometido que reconsideraría mi alistamiento si otra de las misiones del Grupo volvía a truncarse.
—¿No echa de menos las misiones de las fuerzas especiales?
Everett se quedó pensando un momento mientras dejaba el tenedor. Había aprendido que cuando hablaba con un oficial de rango superior debía tomarse el tiempo necesario y dar la respuesta que él quería dar y no la que querían que diera.
—Echo de menos a mis compañeros, pero esta es la misión en la quiero estar, y para serle sincero, señor, aquí hay más acción que en tres equipos de fuerzas especiales juntos.
Everett miró por encima del hombro del comandante y vio a Lisa y a Sarah sentadas al otro extremo del enorme comedor. Lisa levantó la vista un momento y sonrió fugazmente a Everett, luego le susurró algo al oído a su amiga y siguió comiendo.
—Por cierto, he visto la forma en que os mirabais tú y tu señor Everett hace un minuto —dijo Sarah sin levantar la vista del plato.
—¿Mi señor Everett? —le dijo Lisa a su compañera de cuarto, con la cuchara quieta en la mano.
Sarah siguió sin levantar la vista del plato.
—Cada vez tengo más claro que no deberías ir a las misiones con el Grupo, y sobre todo nada de barcos. Tienes la mala costumbre de hablar en sueños, y si yo me entero de estas cosas, también se pueden enterar los demás.
—Yo no hablo en sueños… ¿Lo dices de verdad? —dijo Lisa quedándose pensativa.
—Sí, y recuerda que eres una soldado y que ese capitán tuyo, Everett, es un oficial y un caballero, por lo menos según el Congreso de los Estados Unidos —afirmó Sarah, levantando al fin la vista de la ensalada.
—Se me ha ido un poco de las manos, estamos intentando reconducir la situación. Pero no paro de pensar en ese grandullón todo el tiempo —dijo Lisa, dejando la cuchara en el cuenco de sopa y frotándose los ojos con las palmas de las manos—. ¿Y qué me dices del nuevo oficial? Carl no me ha dicho nada. ¿Tú has oído algo?
—Se supone que es una especie de gurú en lo que a operaciones secretas se refiere.
—A mí me ha parecido un oficial normal y corriente. Pero bueno, tú lo has visto bastante mejor que yo.
—Más te valdría pensar en cómo vas a dejar esa historia tuya con el capitán América —le reprendió Sarah mientras alzaba la ceja izquierda.
Lisa no contestó, se quedó allí sentada con la mirada perdida delante de la sopa.
—El senador me contó algunas cosas bastante increíbles, desde luego, pero no acabo de estar convencido de la importancia de todo esto.
Everett volvió a meditar su respuesta y dejó el cuchillo y el tenedor al tiempo que se limpiaba la boca con una servilleta; luego intervino:
—Señor, le pasa a usted lo mismo que a mí o que a cualquier oficial que llega al Grupo. Le asalta la pregunta de si estamos aquí solo para jugar unos cuantos juegos y hacer de niñeras.
Collins apartó el plato y escudriñó los ojos de Carl, luego se cruzó de brazos y se quedó escuchando.
—Puedo asegurarle, comandante, que no vamos tras unos cuentos de hadas. Lo que hacemos aquí es muy peligroso, y a veces nos cuesta la vida.
—¿Y cómo es eso? —preguntó Collins, sin apartar la mirada de los ojos del joven.
—Verá, hará unos cuatro años llevé a cabo mi sexta o séptima misión sobre el terreno. Esos tarados de los ordenadores de ahí arriba dieron con una excavación arqueológica que se estaba llevando a cabo en Grecia. La financiaban la Universidad de Texas y el Gobierno griego. Los integrantes del equipo eran la doctora Emily Harwell, unos cuantos licenciados de Texas, un par de profesores griegos y, por supuesto, otra doctora del Grupo Evento y yo, que nos infiltramos en el equipo. —Everett se detuvo otra vez y se quedó mirando al infinito.
Collins se quedó observándolo; su segundo de a bordo contaba la historia como si estuviera relatando un informe.
—La doctora y los estudiantes que la acompañaban descubrieron una serie de cálculos matemáticos enterrados dentro de unas vasijas de arcilla y sellados con cera de abeja. Algún alquimista griego desconocido los había dejado allí, en la bodega de su pueblo. No era nadie conocido, era uno de esos hombres cuyo trabajo pasa a la historia por su brillantez sin que lleguemos nunca a conocer el nombre de su autor, pero con esas ecuaciones de tres mil años de antigüedad se podía calcular la velocidad de la luz. El descubrimiento era increíble, puedo decirle que muchas personas se quedaron boquiabiertas. Se trataba de un trabajo escrito en un papiro del que el mismísimo Einstein se habría sentido orgulloso. ¿Cómo había podido hacer aquello? Y, lo más importante, ¿por qué había llegado a esas conclusiones aquel desconocido matemático griego?
—Me gustaría poder verlos. —Jack estaba impresionado.
—Nos arrebataron el descubrimiento por la fuerza —repuso Everett—. El Grupo Evento, pese a ser único en el mundo, trabaja y compite con agencias extranjeras a través de la tapadera de los Archivos Nacionales. Oficialmente, nadie sabe que existimos. Bueno, Gran Bretaña tiene muchos indicios, pero nunca han podido probarlo. El resto de grupos de archivos van básicamente a la búsqueda de antigüedades, mientras que los Estados Unidos han convertido el estudio de la historia de la humanidad en una ciencia. A través del estudio del pasado modificamos el presente. Ahora bien, algunos países y organizaciones que no respetan el orden internacional tienen sus propias reglas. La noche del robo, un hombre llamado Henri Farbeaux se hizo con el manuscrito. Los franceses han negado que trabaje para ellos, así que probablemente sea un mercenario; es un hombre que no se anda con miramientos a la hora de conseguir información si la situación así lo requiere. Alguien, alguna organización, le facilitó los datos y el equipo necesario, ya que disponía de un equipamiento de última generación, comparable al nuestro, y nosotros solo tenemos lo mejor.
—He trabajado con otra gente especializada en Operaciones Especiales, pero nunca he oído hablar de ese tal Farbeaux; al menos nunca lo he visto mencionado en ningún informe de Inteligencia, ya fuera francés o de cualquier otra nacionalidad —dijo Collins.
—No se anda con ninguna consideración, comandante. Sospechamos que el grupo que nos atacó en Grecia estaba dirigido por él. «Hombres de negro», los llamamos. Siempre atacan de noche y por sorpresa. Tuvimos veintidós bajas, una de ellas era una integrante de nuestro equipo, una doctora del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Le tenía mucho cariño. Era tremendamente fea, pero también la mujer más inteligente que he conocido nunca y una de las más divertidas. Contaba los chistes más guarros del mundo. —Everett sonrió mientras la recordaba—. Estuve tres horas en las colinas que rodean Atenas hasta que una fuerza de choque de los comandos de las Fuerzas Aéreas de Aviano, en Italia, llegó y me sacó de allí.