—Id al Sheraton del Midtown —dice Inky— y coged una habitación.
Evelyn debe de fruncir la nariz en una mueca, porque entonces Inky le dice:
—Tranquila.
Le dice:
—Claro que no nos alojamos allí. No estamos en un Sheraton. No es más que un sitio para cambiarse de ropa.
A partir de las diez del sábado por la noche, dice, debajo de las rampas del puente.
El primer problema que tienen siempre Packer y Evelyn Keyes es qué van a ponerse. Para un hombre parece fácil. Lo único que tiene que hacer es ponerse la chaqueta del esmoquin y los pantalones del revés. Cambiarse los zapatos de pie. Y
voilà
: pareces lisiado y loco.
«La locura —diría Inky— es la nueva cordura.»
El miércoles, después del vals por el hambre, Packer y Evelyn abandonan el salón de baile del hotel y mientras van por la calle oyen a alguien cantar: «Oh, Amherst, Brave Amherst». En la calle, Frances «Frizzi» Dunlop Colgate Nelson está bebiendo latas enormes de licor de malta en compañía de Schuster «Shoe» Frasier y de Weaver «Bones» Pullman, las tres sentadas con los pantalones sucios remangados y los pies descalzos dentro de una fuente. Frizzi lleva el sujetador por fuera.
Ir tirado, dice Inky, es la nueva forma de ir elegante.
En casa, Evelyn se prueba una docena de bolsas de basura, bolsas de plástico verdes y negras lo bastante grandes para meter detritos de obra, pero todas la hacen parecer gorda. Para solucionarlo, se queda finalmente con una bolsa blanca y estrecha para basura de cocina. Hasta queda elegante, ceñida como un vestido ajustado de Diane von Furstenberg, con un viejo cable eléctrico quemado haciendo las veces de cinturón, un toque de ese color naranja brillante de los chalecos de seguridad, con los hilos sueltos y los enchufes colgando a un lado.
Esta temporada, Inky dice que todo el mundo lleva la peluca del revés. Zapatos que no son los apropiados. Haz un agujero en el centro de una manta sucia, dice, póntela como si fuera un poncho y ya estás lista para una noche de diversión en las calles.
Para estar seguros, la tarde que cogen una habitación en el Sheraton del Midtown, Evelyn se lleva tres maletas llenas de ropa de la tienda de excedentes del ejército. Sujetadores amarillentos y con el elástico gastado. Jerséis llenos de bolas de pelusa. Y coge un frasco de máscara facial a base de arcilla para ensuciarlo todo. Bajan a escondidas por la escalera de incendios del hotel, catorce pisos hasta una puerta que da a un callejón, y son libres. Ya no son nadie. Anónimos. Sin la responsabilidad de dirigir nada.
Nadie los mira ni les pide dinero ni trata de venderles nada.
Mientras caminan hacia el puente son invisibles. Están a salvo en su pobreza.
Packer empieza a cojear un poco como resultado del hecho de que tiene los zapatos cambiados de pie. Evelyn deja que se le quede la boca abierta. Entonces escupe. Sí, la chica a la que enseñaron que nunca tenía que rascarse en público escupe en la calle. Packer se tambalea, choca contra ella y ella le agarra del brazo. Él le da la vuelta a ella y se besan, reducidos a nada más que dos bocas húmedas mientras la ciudad desaparece a su alrededor.
Esa primera noche en las calles, Inky les viene con algo que apesta dentro de un bolso negro de charol todo agrietado. Es como el olor de la marea baja en un día caluroso en la costa. El olor «es el nuevo símbolo de antiestatus», les dice. Dentro del bolso hay una caja de cartón de comida para llevar de Chez Héloise. Dentro de la caja hay un trozo del tamaño de un puño de pez reloj anaranjado.
—De hace cuatro días —dice Inky—. Agítalo un poco. El olor mantiene a la gente alejada mejor que un guardaespaldas.
El hedor para que nadie se acerque es la nueva forma de proteger tu espacio personal. Intimidación olfativa.
Uno se puede acostumbrar a cualquier olor, dice, por malo que sea. Inky dice:
—¿Tú te acostumbraste a Eternity de Calvin Klein…?
Las dos, Inky y Evelyn, dan la vuelta a la manzana, alejándose de la fiesta en busca de un momento de tranquilidad. Delante de ellas, el séquito de un figurín con minifalda está saliendo a trompicones de una limusina, gente delgada con intercomunicadores de diadema entre la boca y la oreja, cada uno de ellos manteniendo una conversación con alguien que está lejos de allí. Mientras las dos pasan a su lado con andares de pato, Inky se tambalea y se dedica a frotar el bolso lleno de pescado podrido contra las mangas de las chaquetas de cuero y los abrigos de piel. Contra los guardaespaldas vestidos con trajes negros. Contra los asistentes personales con trajes negros a medida.
El séquito se apelotona, alejándose de ellas, todos gimiendo y tapándose la boca y la nariz con sus manos manicuradas.
Inky prosigue su camino. Y dice:
—Me encanta hacer esto.
A la vista de tanto dinero nuevo, Inky dice que es hora de cambiar las normas. Dice:
—La pobreza es la nueva nobleza.
Delante de ellas tienen a un rebaño de millonarios de la industria de internet y de jeques petroleros árabes, todos ellos fumando delante de una galería de arte, e Inky dice:
—Vamos a molestarlos pidiéndoles unas monedas…
Estas son sus vacaciones de ser Packer y Muffy Keyes, el presidente de una compañía textil y la heredera de una tabacalera. Su pequeño fin de semana de retiro en la red de cobertura social.
El vagabundo de Global Airlines resulta ser Webster «Scout» Banners. Él, Inky y Muffy se reúnen con Skinny y Frizzi. Luego se les unen Packer y Boater. Luego Shoe y Bones. Están todos borrachos y jugando a las charadas, y en un momento dado Packer grita:
—¿Hay alguien debajo de este puente que no tenga una fortuna personal de por lo menos cuarenta millones de dólares?
Y por supuesto, solamente se oye el tráfico que pasa por encima de ellos.
Más tarde, están empujando carritos de la compra por alguna zona industrial. Inky y Muffy empujan un carrito mientras Packer y Scout pasean un poco por detrás. E Inky dice:
—¿Sabes?, yo antes pensaba que lo único peor que perder en amores era ganar… —dice—. Antes estaba muy enamorada de Scout, ya desde el instituto, pero ya sabes que los acontecimientos… decepcionan.
Inky y Muffy llevan en las manos esos guantes que no tienen dedos para hurgar mejor entre las latas viejas. Inky dice:
—Antes pensaba que el secreto de un final feliz era hacer bajar el telón en el momento preciso. Un momento después de la felicidad, todo vuelve a ir mal.
Esos arribistas que creen que lo tienen difícil —con su miedo a usar el tenedor incorrecto, o con su pánico cuando les pasan los aguamaniles—, comparada con ellos la gente sin hogar tiene muchas más preocupaciones. Está el botulismo. Está el peligro de congelación. Un vislumbre momentáneo de la funda de los dientes te puede delatar. Una ráfaga de Chanel N.º 5.
Hay un millón de detalles que pueden delatarte.
Se han convertido en lo que Inky llama «la gente sin hogar que va a trabajar».
Y dice:
—¿Ahora? Ahora amo a Scout. Lo quiero como si nunca me hubiera casado con él.
Tal como viven en las calles, sienten que son pioneros que empiezan una vida nueva en un páramo lejano. Pero en lugar de tener que preocuparse de los lobos y los osos, lo que tienen, dice Inky con un encogimiento de hombros, son camellos y gente que dispara desde sus coches.
—Esta es todavía la mejor época de mi vida —dice—. Pero sé que no puede durar para siempre…
Su nuevo calendario social ya se le está llenando. Todo este revolcarse en el arroyo. El martes es imposible hacer nada, porque tiene planeado ir a buscar harapos con Dinky y Cheetah. Después de eso, Packer y Scout han quedado para ir a encontrar latas de aluminio. Después, todos van a ir a la clínica gratuita para que les mire los pies algún médico joven y de ojos oscuros con acento de vampiro.
Packer dice que la lata de aluminio es la reserva de oro suizo de las calles.
De pie encima de una rampa, allí donde los coches salen de la autopista, Inky dice:
—Piensa a lo grande. Finge que estás vendiendo una idea en pocas palabras para una película a una gran cadena de televisión.
Sobre un trozo de cartón marrón, usando un rotulador negro, Inky escribe: Madre soltera. Diez hijos. Cáncer de mama.
—Tú haces esto, ¿vale? —dice—. Y la gente va y te da dinero…
Muffy escribe: Veterana de guerra lisiada. Tengo Hambre. Necesito volver a casa.
E Inky dice:
—Perfecto. —Dice—: Acabas de vender
Cold Mountain
.
Esta es su pequeña excursión de acampada urbana.
Este esconderse en lugares públicos. Este esconderse a la vista de todos.
No hay nada más fácil que no prestar atención a la gente sin hogar. Puede que seas Jane Fonda o Robert Redford, pero si estás empujando un carrito de la compra por alguna avenida a mediodía, vestido con tres capas de ropa sucia y murmurando palabrotas por lo bajo, nadie se va a fijar en ti.
Podrían hacer esto durante el resto de sus vidas. Scout e Inky están planeando apuntarse a la lista para pedir un apartamento para gente de ingresos bajos. Quieren sentarse en salas de espera y recibir atención odontológica gratuita de jóvenes y atractivos estudiantes de medicina. Se apuntarán a la lista de la metadona y luego ya se engancharán a la heroína. Formación profesional para adultos. Hamburguesas gratuitas. Aprender a conducir y a lavar la ropa y luego progresar hasta llegar a la clase media-baja.
Por las noches, cuando Packer y Evelyn se abrazan, debajo de un puente, o bien sobre un cartón extendido sobre una boca de alcantarilla cálida y humeante, y él le mete las manos por debajo de la ropa a ella y la lleva al orgasmo mientras a su lado van pasando desconocidos, los dos nunca han estado tan enamorados.
Pero Inky tiene razón. Esto no puede durar para siempre. El final llega tan deprisa que nadie está seguro de qué ha pasado hasta que sale en los periódicos al día siguiente.
Están durmiendo en la entrada de un almacén, sintiéndose más cómodos de lo que se han sentido nunca en Banff o en Hong Kong. Llegado este punto, sus mantas ya huelen a ellos. Su ropa —sus cuerpos— es para ellos como una casa. Los simples brazos de Packer alrededor de su mujer podrían ser un dúplex en Park Avenue. O una villa en Creta.
Es esa noche cuando una limusina negra invade la acera, con los frenos chirriando, y uno de sus neumáticos se sube al bordillo. Los faros, dos haces circulares de luz cegadora, iluminan al señor y la señora Keyes y los despiertan. La portezuela de atrás se abre de golpe y se oyen gritos procedentes del asiento trasero. Una chica sale despedida de cabeza hacia la acera, agitando las manos y los brazos. La melena larga y oscura le tapa la cara, va desnuda y se pone a gatear para alejarse del coche.
La chica está gateando hacia Packer y Evelyn, que permanecen sepultados en su casa de harapos viejos y mantas húmedas.
Detrás de ella, un zapato negro de hombre asoma por la portezuela abierta del coche. Le sigue la pernera de un pantalón oscuro. Un hombre con guantes negros de piel sale del asiento trasero del coche mientras la chica se pone de pie gritando. Gritando «Por favor». Pidiendo ayuda a gritos. Está tan cerca que se le ven uno, dos y tres aros dorados en una oreja. Su otra oreja ha desaparecido.
Lo que parece una larga trenza de pelo oscuro es en realidad sangre que le cae por un lado del cuello. Allí donde estaba la oreja solamente se ve una protuberancia irregular de carne.
La chica llega a donde están los Keyes, de quienes solamente se ven los ojos debajo de las mantas.
Mientras el hombre la agarra del pelo, la chica agarra los harapos de ellos. Mientras el hombre la levanta en vilo, pataleando ella y llorando, y la mete en el coche, la chica tira de las mantas y los revela a los dos allí, todavía medio dormidos, parpadeando bajo los potentes faros del coche.
El hombre tiene que haberlos visto. Cualquiera que vaya al volante del coche los tiene que haber visto.
La chica grita:
—Por favor. —Grita—: La matrícula…
Y el hombre la vuelve a meter en el coche. La portezuela se cierra de golpe y los neumáticos chirrían, dejando en la acera un reguero de sangre de la chica y las huellas de los patinazos del caucho negro. En la alcantarilla, entre los vasos de plástico de los restaurantes de comida rápida, arrojada allí o caída en medio del forcejeo, hay una oreja pálida y desgarrada con dos aros dorados todavía ensartados.
Es mientras están desayunando, comiendo una tortilla de champiñones grasientos del servicio de habitaciones, magdalenas inglesas, café tibio y beicon frío en su suite del Sheraton, cuando ven el periódico. En las noticias locales, la heredera de un magnate del petróleo brasileño ha sido secuestrada. La persona de la foto es la chica desnuda del pelo largo y oscuro de la noche anterior, pero sonriente y sosteniendo un trofeo que tiene un pequeño jugador de tenis dorado en la parte superior.
De acuerdo con el periódico, la policía no tiene un solo testigo.
Por supuesto, los Keyes podrían enviar una nota, pero la verdad es que no vieron ninguna cara. No pudieron ver la matrícula. Lo único que vieron fue a la chica. La sangre. La verdad es que Packer y Evelyn no pueden ayudar de ninguna manera. Si van a la policía, lo único que van a conseguir es humillarse. Uno ya se puede imaginar los titulares: «Pareja de la alta sociedad se divierte en el arroyo».
O: «Multimillonarios juegan a ser pobres».
Dios les libre de decir algo de Inky y de Scout, o de Shoe y Bones.
El que Packer y Evelyn se expongan al escarnio público no va a salvar a esa pobre chica. Su sufrimiento no paliaría ni un momento el de ella.
La semana siguiente en el periódico, la heredera secuestrada es encontrada muerta.
Con todo, Inky no está preocupada. La gente pobre y sucia no tiene nada de que preocuparse en las calles. La chica a la que han matado era joven. Era guapa y parecía limpia y rica.
—No tener nada que perder —dice Inky— es la nueva riqueza.
Y Packer dice:
—Enjabonar, aclarar y repetir.
No, Inky no va a renunciar a su felicidad para volver a ser rica y famosa. Y cada vez más, durante esas noches, Packer se va con ella. Para protegerla, dice.
Una de esas noches, Evelyn está en la Cena y Baile de Caridad Contra el Cáncer de Colon cuando le suena el teléfono móvil. Es Inky, y de fondo hay un hombre gritando. Es la voz de Packer. La voz de Inky en el teléfono jadea y dice: