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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

Fantasmas (10 page)

BOOK: Fantasmas
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frotándose

la cara suave, la Dama Vagabunda

dice: «Incluyendo a mi padre. Por su propio bien».

«Se estaba… portando mal —dice—. Veía a una mujer más joven. Llevaba peluquín.»

No compartía los ingresos de su línea de productos.
Descuidaba su trabajo.

Así que, tres médicos más tarde, allí estaba:

con todos los demás genios inventores. Encerrado bajo llave.

Sin teléfono.

Durante el resto de su vida natural.

Desde detrás de su velo de islas privadas… de exhibiciones equinas… de subastas inmobiliarias,

la Dama Vagabunda dice: «De tal palo, tal astilla».

Dice: «Todos somos… genios de alguna clase».

«Lo que pasa —dice—, es que algunos lo somos de otra forma.»

VACACIONES EN EL ARROYO

Un relato de la Dama Vagabunda

Después de dejar la televisión y los periódicos, lo peor son las mañanas: esa primera taza de café. Es verdad, durante esa primera hora que pasas despierto quieres ponerte al corriente de lo que pasa en el mundo. Pero la nueva norma de ella es: nada de radio. Nada de televisión. Nada de periódicos. A pasar el mono.

Enséñale un ejemplar de la revista
Vogue
y la señora Keyes todavía se atraganta.

Llega el periódico y ella se limita a reciclarlo. Ni siquiera le quita la goma elástica. Nunca se sabe cuándo el titular va a ser: «Asesino sigue acechando a la gente sin hogar».

O: «Vagabunda víctima de una carnicería».

Casi todas las mañanas a la hora del desayuno la señora Keyes lee catálogos. No hace falta encargar más que una horma milagrosa por teléfono y todas las semanas durante el resto de tu vida recibes una pila de catálogos. Artículos para el hogar. Para el jardín. Para ahorrar tiempo. Cachivaches para ahorrar espacio. Herramientas y nuevos inventos.

Allí donde solía estar el televisor, sobre la encimera de la cocina, ha puesto un acuario con uno de esos lagartos que cambian de color para hacer juego con la decoración. Si tienes un acuario y le das al interruptor que enciende la lámpara de calor, no te va a decir que otro vagabundo borracho de paso ha sido asesinado a tiros ni que han tirado su cuerpo al río, ni que es la decimoquinta víctima en una ola de asesinatos que se está cebando en la gente sin techo de la ciudad, cuyos cuerpos son encontrados apuñalados y tiroteados y quemados con líquido para encendedor, ni que la gente de la calle ya es presa del pánico y luchan por refugiarse de noche en los albergues para indigentes, a pesar de la nueva tuberculosis. Los vagones de carga que salen de la ciudad van atestados. Los defensores sociales aseguran que la ciudad ha puesto a los mendigos en el punto de mira. De todo esto se entera uno solamente mirando un quiosco. O entrando en un taxi que tenga la radio puesta.

Así que coges un tanque de cristal, lo pones donde antes estaba la tele y lo único que ves es un lagarto: un ser tan estúpido que cada vez que la empleada doméstica mueve una piedra el lagarto cree que lo han trasladado a varios kilómetros de distancia.

Se llama «tejer un capullo», eso de convertir tu casa en todo tu mundo.

El señor y la señora Keyes —Packer y Evelyn— antes no eran así. Antes no se podía morir un delfín en una red para pescar atunes sin que ellos corrieran a firmar un cheque. A montar una fiesta. O a dar un banquete para las víctimas de las minas terrestres. O una cena con baile para la gente con traumatismo craneal masivo. Para la fibromialgia. Para la bulimia. O un cóctel y una subasta benéfica para el síndrome de colon irritable.

Cada noche tenía su tema: «Paz universal para todos los pueblos».

O: «Esperanza para nuestro futuro nonato».

Imagínate ir a tu baile de graduación del instituto todas las noches durante el resto de tu vida. Cada noche hay otro escenario montado con flores cortadas de Sudamérica y millones de lucecitas blancas parpadeantes. Una escultura de hielo y una fuente de champán y una orquesta con esmoquin blanco que toca una canción de Cole Porter. Todos los escenarios construidos para ostentar a miembros de la realeza árabe y a niños prodigio de la industria de internet. Demasiada gente enriquecida deprisa por el capital de riesgo. Esa gente que nunca se demora en ninguna masa continental durante más tiempo del necesario para avituallar su jet. Esa gente sin imaginación, que se limita a abrir un ejemplar de
Town & Country
y a decir:

Quiero esto.

En todas las fiestas benéficas por los abusos a menores, todo el mundo camina sobre dos piernas y come
crème brûlée
con una boca, con los labios rellenos de las mismas inyecciones de colágeno. Mirándose el mismo reloj de pulsera Cartier, la misma hora rodeada de los mismos diamantes. El mismo collar Harry Winston alrededor de un cuello largo y esbelto esculpido mediante el hatha yoga.

Todo el mundo sale del mismo sedán Lexus en distintos colores.

Nadie está impresionado. Todas las noches son un impasse social total y absoluto.

La mejor amiga de la señora Keyes, Elizabeth Ethbridge Fulton Whelps, «Inky», suele decir que en todos los campos solamente hay una cosa que sea «la mejor». Una noche, Inky dice:

—Cuando todo el mundo se puede permitir lo mejor, la verdad es que, sí, queda un poco… ordinario.

Toda la Vieja Sociedad ha desaparecido. Cuantos más magnates recién acuñados de los medios de comunicación aparecen en un evento, menos potentados de la industria ferroviaria o de los transatlánticos con dinero viejo se presentan.

Inky siempre dice que estar ausente es la nueva forma de estar presente.

Es después de una recepción con cóctel en beneficio de las víctimas de la violencia con arma de fuego cuando los Keyes salen a la calle. Packer y Evelyn están bajando las escaleras del museo de arte, y se encuentran con la habitual cola de don nadies esperando con sus abrigos de pieles a los aparcacoches. Justo en la acera, al lado del banco de una parada de autobús. Sentados en el banco hay un vagabundo y una vagabunda a los que todo el mundo está intentando no ver.

Ni oler.

Ninguno de los dos es joven, y llevan ropa de esa que se puede encontrar en la basura. Con todas las costuras deshilachadas, con la tela acartonada y toda llena de manchas. La vagabunda lleva zapatillas de tenis con la lengüeta fuera y sin cordones. El pelo de verdad, apelmazado y aplastado, le asoma por debajo de la cincha de una peluca, cuyo pelo falso de plástico es tan áspero y gris como un estropajo metálico.

El vagabundo lleva un gorro tejido largo de punto marrón calado hasta las cejas. Está manoseando a la vagabunda, metiéndole una mano por la parte de delante de sus pantalones de poliéster elásticos y la otra por detrás de su sudadera. La vagabunda se está retorciendo dentro de su ropa, gimiendo y relamiéndose los labios abiertos con la lengua.

A la vagabunda, allí donde tiene levantada la sudadera, se le ve un vientre plano y musculado, con la piel masajeada de color rosado.

Los pantalones de chándal anchos del vagabundo están inflados por delante por el bulto de su erección. La punta del bulto alargado tiene una mancha oscura de humedad que ha traspasado la tela.

Packer y Evelyn deben de ser los únicos que están mirando cómo esos dos se magrean. Los aparcacoches corren entre aquí y el aparcamiento que hay al otro lado de la manzana. La turba de nuevos ricos observa cómo el segundero gira y gira en sus relojes de diamantes.

El vagabundo empuja la cara de la vagabunda hasta el bulto de sus pantalones. La vagabunda frota sus labios encima de la mancha oscura que tiene allí.

Evelyn le dice a Packer que conoce esos labios, los labios de la vagabunda.

Se oye un ruidito, esa clase de zumbido estridente que hace que todo el mundo que está esperando un aparcacoches se meta la mano en el bolsillo del abrigo de piel en busca de su teléfono móvil.

Oh, Dios mío, dice la señora Keyes. Y le dice a Packer que esa vagabunda a la que está magreando el vagabundo casi podría ser Inky. Elizabeth Ethbridge Fulton Whelps.

El zumbido estridente vuelve a sonar y la vagabunda baja un brazo. Se levanta los bajos de la pernera del pantalón, unos bajos de poliéster beige sin dobladillo y deshilachados, dejando ver una pierna toda envuelta en vendaje elástico y sucio. Sin despegar los labios de la entrepierna del vagabundo, sus dedos sacan de entre varias capas de vendajes un objeto negro lo bastante pequeño como para caberle en la mano.

El zumbido estridente suena de nuevo.

Por lo que Evelyn tiene entendido, Inky dirige una revista. Tal vez la revista
Vogue
. Se pasa la mitad del año en Francia, decidiendo cuál va a ser la línea de la temporada siguiente. Se sienta en primera fila de las pasarelas de Milán y graba un comentario de moda que se emite en una cadena de noticias por cable. Se planta sobre las alfombras rojas y explica qué lleva cada cual en la ceremonia de los Oscar.

Y la vagabunda de la parada del autobús se lleva el objeto negro a un lado de su peluca de plástico gris. Lo toca con un dedo y dice:

—¿Hola?

Aparta la boca del bulto húmedo de los pantalones del vagabundo y dice:

—¿Estás apuntando esto? —dice—. El lima es el nuevo rosa.

La señora Keyes le dice a su marido que conoce esa voz, la voz de la vagabunda.

Y dice:

—¿Inky?

La vagabunda se vuelve a meter el diminuto teléfono entre los vendajes de su pierna.

—Ese vagabundo apestoso —dice Packer— es el presidente de Global Airlines.

Es entonces cuando la vagabunda levanta la vista y dice:

—¿Muffy? ¿Packer? —Con la mano del vagabundo todavía palpando el interior de sus pantalones elásticos le da unos golpecitos al banco que tiene a su lado y dice—: Qué sorpresa tan agradable.

El vagabundo saca los dedos, que se ven relucientes de humedad bajo la farola, y dice:

—¡Packer! Ven a decir hola.

Y por supuesto, Packer siempre tiene razón.

La pobreza, dice Inky, es la nueva riqueza. El anonimato es la nueva fama.

—Los que se pasean por el arroyo —dice Inky— son los nuevos arribistas.

La alta sociedad fue la primera gente sin hogar, dice Inky. Puede que tengamos una docena de casas, cada una en una ciudad distinta, pero seguimos viviendo con una maleta y lo puesto.

Lo cual tiene sentido, aunque solamente sea porque Packer y Evelyn nunca están en la vanguardia de nada. Toda esta temporada social se la han pasado yendo a concursos hípicos, inauguraciones de galerías y subastas, diciéndose entre ellos que todas las demás caras conocidas de la Vieja Guardia de la vida social estaban en programas de desintoxicación o pasando operaciones de cirugía estética.

Inky dice:

—No importa que lo hagas con un carrito de la compra o con un Gulfstream
G550
, es el mismo instinto. Estar siempre de camino a otra parte. Rechazar las ataduras.

Al final, dice, lo único que necesitas es dinero en metálico y ya puedes ser miembro del Comité Directivo de la Ópera. Haces una donación cuantiosa y ya puedes formar parte del Comité de la Fundación del Museo.

Extiendes un cheque y ya eres una celebridad.

Te matan a puñaladas en una película de éxito y ya eres famoso.

En otras palabras: ataduras.

Inky dice:

—Los don nadies son los nuevos famosos.

El vagabundo de Global Airlines tiene una botella de vino, envuelta en una bolsa de papel marrón. El vino, dice, está mezclado a partes iguales con enjuague bucal, jarabe para la tos y colonia Old Spice, y después de un trago los cuatro se van de paseo por la oscuridad, por el parque, allí donde nunca hay que ir de noche.

Lo bueno que tiene la bebida es que cada trago es una decisión irrevocable. Uno avanza al ataque, dueño de la situación. Lo mismo pasa con las pastillas, los sedantes y los calmantes, cada trago es un paso firme por un camino que has elegido.

Inky dice:

—Los lugares públicos son la nueva intimidad.

Y dice que aunque te alojes en el hotel más exquisito, uno de esos sitios de albornoz blanco donde hay orquídeas temblando junto al bidet en los cuartos de baño de mármol blanco, aun así lo más probable es que haya una cámara diminuta conectada para vigilarte. Dice que el único sitio que queda para tener relaciones sexuales son los lugares públicos. Las aceras. El metro. Que la gente solamente quiere mirar si les parece prohibido.

Además, dice, todo ese estilo de vida de champán y caviar ha perdido la garra. Ir en Lear Jet de aquí a Roma en seis horas hace que escapar sea demasiado fácil. Que el mundo se quede pequeño y gastado. Recorrer mundo no es más que la posibilidad de aburrirse en más lugares y más deprisa. Un desayuno aburrido en Bali. Un almuerzo predecible en París. Una cena tediosa en Nueva York, y quedarse dormido, borracho, durante otra mamada en Los Ángeles.

Demasiadas experiencias límite y demasiado juntas.

—Como el museo Getty —dice Inky.

—Enjabonar, aclarar y repetir —dice el vagabundo de Global Airlines.

En el aburrido nuevo mundo donde todo el mundo es de clase media-alta, Inky dice que nada lo ayuda a uno a disfrutar de su bidet tanto como pasarse unas horas meando en la calle. Tú deja de bañarte hasta que apestes y una simple ducha caliente te resultará tan agradable como un viaje a Sonoma para darte un enema desintoxicante de barro.

—Piensa en ello —dice Inky— como en una especie de sorbete de pobreza.

Un pequeño oasis de infelicidad que te ayuda a disfrutar de tu vida real.

—Uníos a nosotros —dice Inky. Con la mancha verde y pegajosa de jarabe para la tos pringándole las comisuras de la boca, y varios mechones del pelo de plástico de su peluca pegados a la misma, dice—: El viernes que viene por la noche.

Tener mal aspecto, dice, es la nueva forma de tener buen aspecto.

Dice que estará allí toda la gente bien. La Vieja Guardia. Las mejores partes del Almanaque de Sociedad. A las diez de la noche debajo de las rampas que suben al puente por el oeste.

No pueden, dice Evelyn. El miércoles por la noche Packer y ella se han comprometido para asistir al Vals por la Erradicación del Hambre en América Latina. El jueves es el Banquete por los Aborígenes Necesitados. El viernes hay una subasta benéfica para las trabajadoras sexuales adolescentes escapadas de sus hogares. Estos acontecimientos, con todos los bruñidos trofeos acrílicos que entregan, le hacen a uno echar de menos los tiempos en que el miedo número uno de América era hablar en público.

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