Todos aquellos chicos que se hacían llamar Trucha y Poni, Lagarto y Ostra, ahora se llaman Dirk. Todas las chicas que se llamaban Ranúnculo ahora se llaman Dominique.
Semejante aglomeración de gente que hace reflexopajas hace bajar los precios. Muy pronto, en vez de billonarios del software y jeques del petróleo, estás deambulando en el bar de un hotel, vestida con tu ropa de Prada del año pasado y ofreciendo trucos para los pies a veinte pavos cada uno. Te estás agachando debajo de las mesas para manipular los pies de asistentes a convenciones sentados en los reservados del fondo de los restaurantes. Estás saliendo de enormes pasteles falsos de cumpleaños para hacerles los pies a equipos enteros de fútbol americano, o haciéndolo en despedidas de soltero. Solamente para no retrasarte en los pagos de la casa de jubilación de tus padres.
Es una simple cuestión de tiempo que contraigas algún hongo incurable de los que crecen debajo de los dedos de los pies bajo tu manicura francesa enfundada en guantes de seda.
Todo esto lo haces solamente para pagar los intereses del dinero que te prestaron Lenny y la mafia rusa. Dinero que cogiste prestado para comprar acciones que cayeron en picado. Acciones recomendadas por Lenny. O para comprar las joyas y los zapatos que Lenny te dijo que necesitabas para encajar.
Estás en el bar del vestíbulo del hotel Park Hampton, intentando convencer a un hombre de negocios borracho para que acepte una reflexopaja de diez dólares en el lavabo de hombres. Es entonces cuando la ves a ella, a Angelique, cruzando el vestíbulo, en dirección a los ascensores. Con el pelo resplandeciente. Con sus pieles arrastrando por la alfombra detrás de sus zapatos de tacón alto. Angelique todavía tiene un aspecto estupendo. Tu mirada encuentra la suya y ella te hace un gesto con una mano enguantada para que te acerques.
Cuando llega el ascensor te dice que va a la suite que tiene Lenny en el ático. A la clínica.
Ella se queda mirando tus tacones altos llenos de rozaduras y tus uñas llenas de muescas y con la pintura saltada, y te dice:
—Ven a ver cuál va a ser la próxima industria en alza…
El ascensor se para en el piso cincuenta, donde Lenny tiene alquilado con derecho a compra el ático entero. Hay dos trajes con raya diplomática llenos de músculos montando guardia delante de una puerta. Es a estos matones a los que les pagas la parte de Lenny, la mitad de todo lo que ganas. Un guardia dice vuestros nombres por un micrófono que lleva sujeto a la solapa con un alfiler y las puertas se desbloquean con un zumbido estridente.
Dentro estáis solamente tú y Angelique y Lenny.
No te rías, pero, por solitaria y aislada que sea tu vida de reflexoputa, la vida de Lenny parece peor todavía. Encerrado aquí arriba en el ático, vestido todo el día con albornoz, contando su dinero y hablando por teléfono. No hay más muebles que una silla de despacho con el asiento sucio y lleno de manchas. Hay un colchón tirado en el suelo junto a las paredes de cristal que dominan la ciudad entera. En la pantalla de un ordenador se van desplegando sin parar los precios de las acciones.
Lenny se os acerca a las dos, con el albornoz abierto y debajo unos calzoncillos largos a rayas arrugados y unos calcetines blancos que ya están amarillentos. Extiende las manos hacia la cara de Angelique y dice:
—Mi ángel, mi favorita. —Le coge la cara con las dos manos y dice—: ¿Cómo estás?
Con los tacones altos, Angelique debe de sacarle una cabeza. Sonríe y dice:
—Lenny…
Y Lenny le da un fuerte bofetón, cruzándole la cara con la mano, y dice:
—Me estás engañando, así es como estás. —Levanta una mano, con la palma abierta y lista para darle otro bofetón, y luego dice—: Estás cogiendo encargos de fuera, ¿verdad?
Tocándose la cara con una mano enguantada, tapando la huella roja de la mano de Lenny, Angelique dice:
—Cariño, no…
Y Lenny baja la mano. Le da la espalda. Lenny va a mirar por el ventanal, la ciudad que se extiende debajo de su colchón.
—Cariño —dice Angelique—. Déjame que te enseñe algo nuevo.
Angelique me mira.
Luego va con él y le pone las manos enguantadas sobre los hombros desde detrás, y le dice:
—Deja que mamaíta te enseñe cuánto quiere todavía a su nene...
Lleva a Lenny hasta el colchón y le hace sentarse. Luego lo tumba de espaldas. Le quita de los pies los calcetines amarillentos.
—Vamos, cariño —dice. Se quita los guantes y dice—: Ya sabes que hago unas reflexopajas tremendas…
Luego Angelique hace algo que nunca has visto. Se pone de rodillas. Abre la boca, con los labios muy abiertos y tensados, y pasa la lengua por la parte de atrás de la planta del pie de Lenny. Angelique cierra los labios en torno al talón de Lenny y Lenny empieza a gemir.
No os riáis, pero hay trabajos peores que el peor trabajo que puedas imaginar. Un magnate de los medios de comunicación sin historial previo de hipertensión es hallado muerto de un infarto en una habitación del Four Seasons. Una estrella de rock con la salud perfecta muere de fallo renal después de un masaje en los pies en el Château Marmot.
Tenemos acceso a los pies de presidentes y de sultanes. De presidentes de empresas y de estrellas de cine. De reyes y reinas. Sabemos hacer que un asesinato por dinero parezca una muerte por causas naturales.
Esto es lo que te dice Angelique mientras bajáis en el ascensor. Después de que Lenny gima y se retuerza. Después de que Angelique le trabaje el pie con la boca hasta el momento largo en que Lenny se incorpora en el colchón, llevándose las manos al pecho y mirándola boquiabierto mientras ella le sigue chupando el pie. Después de que se le pare el corazón, Angelique lo tapa con las sábanas hasta la barbilla. Le limpia el pintalabios del pie y se repinta la boca. Le desconecta a Lenny los teléfonos y les dice a los guardias que Lenny está echándose una siesta larga.
Mientras bajáis en el ascensor, Angelique te dice que esta ha sido su última reflexopaja. Que esta clase de golpes se cobran a un millón de dólares en metálico. Que una agencia rival la ha contratado para que liquide a Lenny y que ahora ella abandona el negocio para siempre.
En el bar del vestíbulo, las dos os tomáis un cóctel para que ella se pueda quitar el sabor del pie de Lenny de la boca. Una sola copa de despedida. Después Angelique te dice que eches un vistazo al vestíbulo del hotel. A los hombres trajeados. A las mujeres con abrigos de pieles. Son todos asesinos que usan el masaje Rolf de integración estructural. Asesinos que usan la terapia reiki. Ejecutores mediante irrigación de colon.
Angelique dice que en la terapia con piedras preciosas, solamente tienes que poner un cristal de cuarzo sobre el corazón de una persona, una amatista sobre su hígado y una turquesa sobre su frente para inducirle a esa persona un coma que le causa la muerte. Un experto en feng-shui solamente tiene que colarse en una habitación y reordenar los muebles del dormitorio para provocarle una enfermedad renal a su ocupante.
—El tratamiento Mokusa —dice, refiriéndose a la ciencia de quemar conos de incienso sobre los puntos acupunturales de alguien— puede matar. El shiatsu también.
Se bebe lo que le queda del cóctel y se quita el collar de perlas del cuello.
Todas esas curas y remedios que aseguran ser cien por cien naturales, y por tanto cien por cien sanos, dice Angelique riéndose. El cianuro es natural, dice. El arsénico también.
Te da sus perlas y te dice:
—A partir de ahora, vuelvo a ser Lenteja.
Así es como quieres recordar a Angelique, no con el aspecto que tiene en el periódico del día siguiente, después de que la pesquen en el río con su abrigo de visón empapado. Le han quitado los pendientes y el reloj de diamantes para que parezca un robo. Y no la han matado acariciándole los pies, sino a la antigua usanza, con una bala de punta hueca en la parte de atrás de su trenza francesa perfecta. Un aviso a todos los Dirks y Dominiques que estén pensando en cambiarse de chaqueta.
La clínica te llama, no Lenny, sino otro tipo con acento ruso, intentando mandarte a visitar a clientes, pero tú desconfías. Los guardias te vieron con Lenteja. En el ático. Deben de tener otra bala de punta hueca lista para dispararte en la nuca.
Tus padres llaman desde Florida para decir que hay una limusina negra que no para de seguirlos, y que les ha llamado alguien para preguntarles si sabían cómo encontrarte. A estas alturas, ya estás corriendo de un albergue para vagabundos a otro, haciendo reflexopajas en callejones solamente para poder sobrevivir.
Les dices a tus padres que tengan cuidado. Les dices que no dejen que ningún desconocido les dé un masaje. Los llamas desde una cabina y les dices que nunca se metan en la aromaterapia. En las auras. En el reiki. No te rías, pero vas a pasar mucho tiempo viajando, tal vez el resto de tu vida.
No lo puedes explicar. Llegado este punto, se te han acabado las monedas, así que les dices adiós a tus padres.
En nuestra primera semana, comemos ternera Wellington mientras Miss América se arrodilla delante de cada pomo de puerta e intenta forzar la cerradura con una espátula que le ha prestado el Duque de los Vándalos.
Comemos lubina rayada mientras la Señorita Estornudos traga pastillas y cápsulas salidas de los frascos traqueteantes que lleva en su maleta. Mientras tose con un puño delante de la boca y se limpia la nariz con la manga del jersey.
Comemos pavo Tetrazzini mientras la Dama Vagabunda juguetea con su anillo de diamante. Le da la vuelta a la banda de platino y habla con el diamante enorme que ahora parece estar sentado en su palma ahuecada:
—¿Packer? —le dice—. Esto no se parece en nada a lo que me habían hecho esperar —dice la Dama Vagabunda—. ¿Cómo puedo escribir algo profundo si mi entorno no es… ideal?
Por supuesto, el Agente Chivatillo la está grabando en vídeo. El Conde de la Calumnia le acerca la grabadora para captar hasta su última palabra.
Una tos insistente por aquí. Una tos insistente por allí. Una queja por aquí. Una palabrota por allí. Refunfuños por todas partes. La Señorita Estornudos dice que el aire está abarrotado de esporas tóxicas de moho.
Un ruido molesto por aquí. Una tos insistente por allí. Nadie trabaja. Nadie consigue escribir nada.
El flaco San Destripado siempre echa la cabeza hacia atrás, con la boca abierta como un polluelo, mientras se vierte dentro chile o tarta de manzana o pastel de patata procedente de una bolsa plateada de Mylar. Cada vez que traga, la nuez de Adán le sube y le baja y su lengua empuja la masa tibia de comida más allá de sus dientes.
El Casamentero masca su tabaco y escupe en la moqueta manchada y dice que este edificio frío y húmedo, estas salas salpicadas de penumbra, no tiene nada que ver con la colonia de escritores que él se había imaginado: gente escribiendo a mano, contemplando amplios y verdes prados de hierba. Escritores comiendo almuerzos ligeros en bandejas, cada uno en su casita de campo privada. Huertos de albaricoqueros en medio de una ventisca de pétalos blancos de flores. Siestas por la tarde bajo los castaños. Partidas de cróquet.
Ya antes de empezar a esbozar su guión, la obra maestra de su vida, Miss América dice que no puede. Que le duelen demasiado los pechos como para escribir. Que tiene los brazos demasiado cansados. Que no puede oler las costillitas de ternera joven de hoy sin vomitar un poco de las tartas de cangrejo de ayer.
Ya hace una semana que se le retrasa la regla.
—Es el síndrome del edificio enfermo —le dice la Señorita Estornudos. Con la nariz irritada y ya un poco torcida a un lado de tanto limpiársela de costado en dirección a la mejilla.
Pasando los dedos por las barandillas y los respaldos tallados de las sillas, la Dama Vagabunda nos enseña el polvo.
—Mira —le dice al enorme diamante que tiene en la mano. Dice—: ¿Packer? Packer, esto no es aceptable.
Durante la primera semana que pasamos encerrados, la Señorita Estornudos no para de toser y cuando respira emite unos sonidos lentos y graves que recuerdan a un órgano de iglesia.
Miss América se dedica a forcejear con las puertas cerradas con llave. A correr bruscamente a un lado las cortinas de terciopelo verde del lounge estilo Renacimiento italiano para encontrarse con las ventanas cegadas con ladrillos. Con el mango de su rueda de ejercicios de plástico rosa, rompe una vidriera del salón de fumar de estilo gótico y se encuentra al otro lado con una pared de cemento con bombillas instaladas para simular la luz del día.
En el vestíbulo estilo Luis XV francés, entre todas las sillas y los sofás de terciopelo color azul lavanda, con las paredes abarrotadas y recargadas de volutas de yeso y cenefas doradas, Miss América se planta vestida con su ropa de lycra rosa para ejercicios y pide la llave. Con su pelo parecido a una ola de océano que se deshace en forma de rizos y trompos en la parte posterior de su cabeza, dice que necesita la llave para poder salir, solamente unos días.
—¿Y tú eres novelista? —dice el señor Whittier.
Apoyados en los brazos de acerocromo de su silla de ruedas, sus dedos golpetean un telegrama invisible. Llenas de venas y de arrugas, sus manos huesudas se ven borrosas de tanto que tiemblan.
—Guionista —dice Miss América. Con un puño apoyado en cada cadera enfundada en lycra.
Él la mira, alta y esbelta.
—Claro —dice el señor Whittier—. Pues escribe un guión de cine sobre estar cansada.
No, Miss América necesita un ginecólogo. Que le hagan análisis de sangre. Necesita vitaminas prenatales.
—Y necesito ver a una persona —dice. A su novio.
Y el señor Whittier dice:
—Es por esto que Moisés condujo a las tribus de Israel al desierto…
Porque aquella gente llevaba generaciones enteras viviendo como esclavos. Habían aprendido a no valerse por ellos mismos.
A fin de crear una raza de amos a partir de una raza de esclavos, dice el señor Whittier, a fin de enseñar a un grupo controlado de gente a crear sus propias vidas, Moisés tuvo que ser un cabrón.
Sentada en el borde de un sillón de terciopelo azul, Miss América se dedica a asentir con su cabeza rubia. Con el pelo ondeando. Lo entiende. Lo entiende. Luego dice:
—¿La llave?
Y el señor Whittier dice:
—No.
El anciano tiene apoyada en el regazo una bolsa plateada de Mylar llena de pollo al vino de Marsala y a su alrededor la moqueta azul está toda pegajosa y manchada de moho azul. Cada manchón húmedo es una sombra de la que sobresalen brazos y piernas. Un fantasma mohoso. Comiendo pollo al Marsala con una cuchara, el señor Whittier dice: