—Ese perro de las narices estaba chiflado.
Incluso desde la ventana de mi dormitorio en el piso de arriba, se oía decir a mi viejo:
—A ese perro es que no lo podíamos dejar solo ni un segundo...
Entonces a mi hermana no le vino la regla.
Ni siquiera después de que cambiaran el agua de la piscina, ni siquiera después de que vendieran la casa y nos mudáramos a otro estado, ni después del aborto de mi hermana, ni siquiera entonces mis padres volvieron nunca a mencionar aquello.
Nunca.
Esa es la zanahoria invisible de mi familia.
Ahora ya puedes respirar hondo otra vez.
Porque yo todavía no he podido.
Bajo la siguiente farola está esperando el Reverendo Sin Dios, junto a una maleta cuadrada. Todavía es lo bastante de madrugada como para que todo sea de color negro o gris. La tela negra de la maleta tiene cremalleras plateadas y parecidas a cicatrices en todas direcciones, como un queso suizo negro de bolsillos y ranuras, de bolsas y compartimentos. La cara del Reverendo Sin Dios no es más que carne viva alrededor de una nariz y unos ojos, filetes cosidos entre sí con hilo y cicatrices. Sus orejas están retorcidas e hinchadas. Tiene las cejas afeitadas y luego dibujadas a lápiz negro en forma de dos arcos como sorprendidos que le llegan casi a la línea del nacimiento del pelo.
Mientras lo ve subir los peldaños del autobús, la Camarada Sobrada se abre con el dedo un botón de la chaqueta. Cierra el botón y se inclina para acercarse a la grabadora que el Conde de la Calumnia tiene metida en el bolsillo.
Muy cerca de la lucecita roja que dice RECORD, la Camarada Sobrada dice que el Reverendo Sin Dios lleva una blusa blanca. Una blusa de mujer. Con los botones a la izquierda.
Bajo la tenue luz de las farolas, sus botones de estrás resplandecen.
Al cabo de otro tramo de calle, a la vuelta de la siguiente esquina, allí donde no alcanza la luz de una farola, refugiada en las sombras, espera la Baronesa Congelación.
Primero es su mano la que entra por la portezuela abierta del autobús, una mano normal, con los dedos amarillos por donde coge los cigarrillos. Sin anillo de boda. La mano coloca un maletín de plástico para maquillaje sobre el peldaño superior. Luego aparece una rodilla, un muslo, la curva de un pecho. Una cintura rodeada por el cinturón de una gabardina. Luego todo el mundo aparta la vista.
Nos miramos los relojes de pulsera. O bien miramos los coches aparcados y los expendedores de periódicos al otro lado de las ventanillas. Las bocas de riego.
La Baronesa Congelación ha traído tubos y más tubos de bálsamo labial para las boqueras. Para cuando se agrietan y sangran en invierno. Su boca no es más que un agujero brillante de grasa que ella estira y cierra para hablar. Su boca no es más que una arruga de color rosa carmín situada en la mitad inferior de su cara.
Inclinándose hacia el Conde de la Calumnia para susurrar cerca de su grabadora, la Camarada Sobrada dice:
—Oh, Dios mío.
Mientras la Baronesa Congelación se sienta, solo el Agente Chivatillo la observa, refugiado detrás de la lente de su cámara de vídeo.
En la siguiente parada, Miss América espera con su rueda de ejercicios, una rueda de plástico rosa del tamaño de un plato de mesa con asas de goma negra sobresaliendo de ambos lados del centro. Para usarla hay que coger las asas y ponerse de rodillas en el suelo. Te inclinas hacia delante para apoyarte en la rueda y luego encoges el vientre para rodar hacia delante y hacia atrás. Miss América ha traído la rueda y unos leotardos de color rosa, tinte para el pelo color rubio miel y un test casero de embarazo.
Caminando por el pasillo central del autobus —sonriendo al señor Whittier en su silla de ruedas pero sin sonreír al Eslabón Perdido—, con cada paso Miss América coloca un pie solo un poquito por delante del otro, a fin de que sus caderas parezcan más estrechas y de que la pierna de delante esconda siempre a la de detrás.
—Los Andares de Pato de la Modelo de Pasarela —lo llama la Camarada Sobrada. Se inclina sobre el cuaderno de notas del Conde de la Calumnia y dice—: Ese color rubio es lo que las mujeres llaman «subrayado de color».
Miss América ha escrito con pintalabios en el espejo del cuarto de baño, para que su novio lo encontrara en la habitación de motel que compartían, para que lo encontrara antes de su aparición en la televisión matinal: «NO estoy gorda».
Todos hemos dejado atrás alguna clase de nota.
La Directora Denegación, mientras acaricia a su gata, nos cuenta que ha dejado escrita una nota para toda su comisaría, diciéndoles: «Encontraos vosotros las cosas para follar». La nota la dejó encima de todas las mesas anoche, para que todo el mundo la encontrara por la mañana.
Hasta la Señorita Estornudos ha escrito una nota, aunque no tenía nadie que pudiera leerla. En pintura de espray roja sobre el banco de una parada de autobús, ha escrito: «Llamadme cuando encontréis una cura».
El Casamentero ha dejado su nota doblada para que se aguantara de pie sobre la mesa de la cocina y así su mujer no pudiera dejar de verla. La nota decía: «Hace catorce semanas que tuve aquel resfriado y desde entonces todavía no me has besado». Y ha añadido: «Este verano ordeñas tú a las vacas».
La Condesa Clarividencia ha dejado una nota diciéndole a su agente de la libertad condicional que puede hablar con ella llamando al 1-800-JÓDANSE.
La Condesa Clarividencia sale de las sombras con un turbante en la cabeza y envuelta en un fular de encaje. Recorre el pasillo del autobús con pasos etéreos y se detiene un momento al lado de la Camarada Sobrada.
—Ya que te lo estás preguntando... —dice la Condesa, y le muestra una mano lánguida con una pulsera de plástico holgada alrededor de la muñeca. La Condesa Clarividencia dice—: Es un sensor de posicionamiento global. Una condición para que me dejaran irme de la cárcel…
Se aleja un paso de la Camarada y el Conde, dos pasos, tres, mientras ellos todavía están boquiabiertos, y sin mirar atrás, la Condesa Clarividencia dice:
—Sí.
Se toca el turbante con las uñas de una mano y dice:
—Sí, os he leído la mente…
Al girar la siguiente esquina, después del siguiente centro comercial y de un establecimiento de una franquicia de moteles, ven a la Madre Naturaleza sentada sobre la acera en una postura del loto perfecta, con una mano apoyada en cada rodilla y enredaderas pintadas con henna en las manos. Con un collar de campanillas rituales colgando alrededor del cuello.
La Madre Naturaleza sube a bordo una caja de cartón llena de prendas de ropa que envuelven a modo de protección varios frascos de aceites espesos. Y velas. La caja huele a agujas de pino. Ese olor a brea de pino que tienen las fogatas de campamento. Ese olor a albahaca y cilantro que tienen las salsas para ensaladas. Ese olor a sándalo que tienen los supermercados de productos importados. Un largo fleco oscila a lo largo del borde de su sari.
La Camarada Sobrada pone los ojos en blanco del todo, se da aire con su boina negra y blanda de fieltro como si fuera un abanico y dice:
—Pachuli…
Nuestra colonia de escritores, nuestra isla desierta, debería tener una buena calefacción y un buen aire acondicionado, o eso es lo que nos han hecho creer. Todos tendremos habitación propia. Y un montón de intimidad, así que no necesitaremos mucha ropa. O eso es lo que nos han dicho.
No tenemos ninguna razón para esperar lo contrario.
El autobús turístico que hemos cogido prestado lo encontrarán, pero a nosotros no. No durante los tres meses en que abandonaremos el mundo. Esos tres meses que pasaremos escribiendo y leyendo nuestra obra. Perfeccionando nuestros relatos.
El último en subir, después de dar la vuelta a otra manzana y pasar por otro túnel, y al que encontramos esperando en nuestro último punto de recogida, es el Duque de los Vándalos. Con los dedos sucios y manchados de carboncillos y lápices de cera. Con las manos embadurnadas de tinta para serigrafía y la ropa acartonada por culpa de las manchas y salpicaduras de pintura seca. Mientras todos estos colores siguen siendo únicamente grises o negros, el Duque de los Vándalos permanece allí esperando, sentado sobre una caja de herramientas metálica atiborrada de pinturas al óleo, de pinceles, acuarelas y acrílicos.
Se pone de pie, haciéndonos esperar mientras echa hacia atrás su pelo rubio y retuerce una bandana roja para hacerse una cola de caballo. Todavía de pie frente a la portezuela del autobús, el Duque de los Vándalos echa un vistazo al pasillo del autobús en dirección a donde estamos todos, bajo el foco de la cámara de vídeo del Agente Chivatillo, y dice:
—Ya era hora…
No, no somos idiotas. Nunca acordaríamos quedar aislados si supiéramos que nos iban a cortar los suministros. Ninguno de nosotros está tan aburrido de este mundo mediocre, insulso y por debajo de la media como para firmar nuestra propia sentencia de muerte. No somos así.
En una situación vital como esta, por supuesto, esperamos acceso rápido a servicios médicos de urgencia, en caso de que alguien se caiga por la escalera o se le inflame el apéndice.
Así que lo único que tenemos que decidir es: qué meter en una sola maleta.
Se supone que este taller tiene agua corriente caliente y fría. Jabón. Papel higiénico. Tampones. Pasta de dientes.
El Duque de los Vándalos le ha dejado a su casero una nota que dice: a la mierda tu alquiler.
Y aún más importante es lo que no hemos traído. El Duque de los Vándalos no ha traído cigarrillos y está mascando una bola enorme de chicle de nicotina. San Destripado no ha traído pornografía. La Condesa Clarividencia y el Casamentero no han traído sus anillos de boda.
Como diría el señor Whittier:
—Lo que te detiene en el mundo de fuera también te detendrá aquí.
El resto del desastre no será culpa nuestra. No tenemos ninguna razón, ninguna en absoluto, para traer una sierra mecánica. Ni un mazo, ni un cartucho de dinamita. Ni una pistola. No, en nuestra isla desierta vamos a estar completamente a salvo.
Antes del amanecer, en este día dulce que nunca veremos llegar.
O eso nos han hecho creer. Tal vez demasiado a salvo.
Es por todo esto que no hemos traído nada que pueda salvarnos.
Después de doblar otra esquina, después de otro tramo de autopista, al otro lado de una vía de salida, seguimos nuestro camino hasta que el señor Whittier dice:
—Gira aquí. —Agarrando el armazón de acerocromo de su silla de ruedas, señala con un dedo que parece tasajo de res. Con la piel marchita y encogida y la uña de color amarillo hueso.
La Camarada Sobrada levanta la barbilla, olisquea el aire y dice:
—¿Voy a tener que vivir con esta peste a pachuli durante las próximas doce semanas?
La Señorita Estornudos tose con el puño delante de la boca.
Y San Destripado conduce el autobús por un callejón oscuro y estrecho. Por entre unos edificios tan pegados que devuelven el salivazo marrón del Casamentero y le salpican de tabaco la pechera del peto. Unas paredes tan pegadas que el cemento despelleja el codo peludo que el Eslabón Perdido tiene apoyado en el antepecho de su ventanilla abierta.
Hasta que el autobús se detiene y la portezuela se abre plegándose sobre sí misma para mostrar otra puerta: esta vez una puerta de acero en una pared de cemento. El callejón es tan estrecho que no se puede ver nada en ninguna dirección. La señora Clark se levanta de su asiento, baja los peldaños y abre un candado.
Luego desaparece en el interior y la portezuela del autobús queda abierta ante un umbral que comunica con la nada en estado puro. Con la negrura absoluta. Un umbral lo bastante ancho como para dejar pasar a una persona con dificultades. Del interior sale el olor penetrante de la orina de ratón. Mezclado con ese olor que uno percibe al abrir un libro viejo, mojado y medio comido por las lepismas. Mezclado con el olor a polvo.
Y procedente de la oscuridad, la voz de la señora Clark dice:
—Todos adentro, deprisa.
San Destripado se une a nosotros después de dejar el autobús aparcado para que lo encuentre la policía.
Así se deshace de las pruebas. A varias manzanas de aquí, tal vez a kilómetros de aquí. Donde lo encuentren y no puedan seguir el rastro hasta esta puerta de acero que conduce al cemento y a la oscuridad. Nuestro nuevo hogar. Nuestra isla desierta.
Todos agolpados en ese momento entre el autobús y la oscuridad absoluta. Y en ese último momento en el exterior, el Agente Chivatillo nos dice:
—Sonreíd.
Lo que el señor Whittier llamaría la cámara tras la cámara tras la cámara.
En ese primer momento de nuestra nueva vida secreta, el foco nos ilumina con tanta fuerza y tan repentinamente que hace que la oscuridad sea más oscura que el color negro. El instante nos deja agarrándonos los unos a los otros por los abrigos y los codos, intentando permanecer erguidos, cegados y parpadeando pero llenos de confianza, mientras la voz de la señora Clark nos acompaña al otro lado de la puerta de acero.
Ese momento del vídeo: la verdad sobre la verdad.
—El olor es muy importante —dice la Madre Naturaleza. Llevando a cuestas su caja de cartón, con sus campanillas tintineando, avanzando a tientas, dice—: Nos os riáis, pero en aromaterapia te avisan de que nunca enciendas una vela de sándalo si hay cerca incienso de arrayán…
Un poema sobre la Madre Naturaleza
«Intenté hacerme monja —dice la Madre Naturaleza—,
porque necesitaba esconderme.»
No contaba con la prueba de drogas.
En el escenario, la Madre Naturaleza, con enredaderas de grafiti de henna roja en los brazos. Desde las yemas de los dedos
hasta los tirantes del vestido amplio de algodón con estampados psicodélicos de todos los colores.
Alrededor del cuello, un collar de campanillas rituales le ha puesto la piel
verde. Su piel reluciente de aceite de pachuli.
«¿Quién se lo imaginaba? —dice la Madre Naturaleza—.
Y no solamente
análisis de orina.»
Dice: «Te analizan el pelo y te cogen muestras de las uñas».
Dice: «Sin contar la comprobación de antecedentes».
La cláusula moral. La comprobación de antecedentes. La comprobación de crédito bancario. El código de vestimenta.