Fantasmas (2 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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Digamos que el suministro de comida y agua está garantizado, o eso crees tú.

Digamos que solamente puedes llevar una maleta porque vais a ser muchos y el autobús que os lleva a todos a la isla desierta tiene el espacio limitado.

¿Qué meterías en la maleta?

San Destripado lleva cajas de aperitivos de cortezas de cerdo y ganchitos, y tiene los dedos y la barbilla de color naranja por culpa del colorante salado. Mientras agarra el volante con una mano, con la otra inclina los paquetes para verter el contenido dentro de la boca que tiene en medio de su cara flaca.

La Hermana Justiciera trae una bolsa de la compra llena de ropa y con una cartera de colegial encima de todo.

Inclinándose por encima de sus enormes pechos, cogiéndolos como si fueran un niño que llevara en brazos, la señora Clark le pregunta a la Hermana Justiciera si ha traído una cabeza humana.

Y la Hermana Justiciera abre la cartera de colegial lo bastante como para mostrar los tres agujeros de una bola negra de bolera y dice:

—Mi hobby…

La Camarada Sobrada aparta la vista del Conde de la Calumnia, que sigue tomando notas en su cuaderno, y contempla el cabello negro y densamente trenzado de la Hermana Justiciera, de cuyas horquillas no se sale ni un solo pelo.

—Eso —dice la Camarada Sobrada— es pelo con color.

En nuestra siguiente parada, el Agente Chivatillo está esperando con una cámara de vídeo delante de un ojo, filmando cómo el autobús se detiene frente a la acera. Lleva consigo un fajo de tarjetas de visita que se pone a repartir para demostrarnos que es detective privado. Con su cámara de vídeo a modo de máscara que le cubre la mitad de la cara, se dedica a filmarnos mientras recorre el pasillo hasta un asiento vacío del final, cegándonos a todos con el foco.

Una manzana más allá, el Casamentero sube a bordo, dejando tras de sí un rastro de mierda de caballo con sus botas de vaquero. Con un sombrero de vaquero de paja en las manos y un macuto colgado a la espalda, se sienta y abre su ventanilla y escupe un salivazo de tabaco marrón por el costado de acero pulimentado del autobús.

Esto es lo que traemos con nosotros para pasar tres meses fuera del mundo. El Agente Chivatillo, su cámara de vídeo. La Hermana Justiciera, su bola de bolera. La Dama Vagabunda, su anillo de diamantes. Esto es lo que necesitamos para escribir nuestras historias. La Señorita Estornudos, sus pastillas y sus pañuelos de papel. San Destripado, sus aperitivos. El Conde de la Calumnia, su cuaderno y su grabadora.

El Chef Asesino, sus cuchillos.

Bajo la luz tenue del autobús, todos espiamos al señor Whittier, el organizador del taller. Nuestro profesor. Por debajo de sus escasos cabellos grises peinados hacia un lado de la cabeza se le ve la cúpula reluciente y manchada de la calva. El cuello abotonado hasta arriba de su camisa se yergue como una cerca blanca y almidonada alrededor de su cuello flaco y manchado.

—La gente de la que os estáis escabullendo —nos dice el señor Whittier— no quiere que os iluminéis. Quiere que seáis previsibles.

El señor Whittier dice cosas como:

—No podéis ser la persona que ellos conocen y la persona genial y gloriosa en la que os queréis convertir. No al mismo tiempo.

La gente que nos quiere de verdad, dice el señor Whittier, nos suplicará que nos marchemos. Que hagamos realidad nuestros sueños. Que practiquemos nuestro oficio. Y nos querrán cuando regresemos.

Dentro de tres meses.

El pedacito de vida que todos nos estamos jugando.

Que estamos arriesgando.

Durante ese tiempo, apostaremos por nuestra capacidad para crear una obra maestra. Un relato o un poema o un guión o unas memorias que le den sentido a nuestra vida. Una obra maestra que nos libere de nuestra esclavitud a un marido o a un padre o una empresa. Que compre nuestra libertad.

Todos nosotros, yendo en autobús por las calles vacías y oscuras. La Señorita Estornudos se saca un pañuelo de papel mojado de la manga del jersey y se suena. Luego se sorbe la nariz y dice:

—Cuando estaba saliendo a escondidas, me moría de miedo de que me pillaran. —Se vuelve a meter el pañuelo en la manga y dice—: Me siento como… Anna Frank.

La Camarada Sobrada se saca del bolsillo la etiqueta para identificar el equipaje, lo único que le queda de su maleta abandonada. De su vida abandonada. Y dándole vueltas y más vueltas a la etiqueta que tiene en la mano, sin dejar de mirarla, dice:

—Tal como yo lo veo… —dice—, Anna Frank vivió bastante bien.

Y San Destripado, con la boca llena de nachos, mirándonos a todos por el retrovisor, masticando sal y grasa, dice:

—¿Y eso?

La Directora Denegación acaricia a su gata. La señora Clark se acaricia los pechos. El señor Whittier acaricia su silla de ruedas de acerocromo.

Bajo una farola, en una esquina que hay más adelante, espera la silueta oscura de otro aspirante a escritor.

—Por lo menos Anna Frank —dijo la Camarada Sobrada— nunca tuvo que ir de gira para promocionar su libro…

Y San Destripado pisa los frenos hidráulicos y hace girar el volante para detenerse frente a la acera.

HITOS

Un poema sobre San Destripado

«Este es el trabajo que dejé para venir aquí —dice el Santo—.

Y la vida a la que renuncié.»

Conducía un autobús turístico.

En el escenario, San Destripado tiene los brazos cruzados sobre el pecho: tan flaco

que se puede tocar el centro de la espalda con las manos.

He ahí a San Destripado, con una sola capa de piel pintada sobre el esqueleto.

Las clavículas le sobresalen del pecho, grandes como asas.

Se le ven las costillas a través de la camiseta, y el cinturón, en vez del trasero, es lo que le sujeta los vaqueros.

En el escenario, en vez de un foco, un fragmento de película:

los colores de las casas y de las aceras, de los letreros de la calle y de los coches aparcados,

le pasan de lado sobre la cara. Una máscara de tráfico congestionado. De camionetas y camiones.

Y dice: «Aquel trabajo, conducir el autobús turístico…».

Eran todo japoneses, alemanes, coreanos, todos con el inglés como segundo idioma, llevando sus

libros de frases en la mano, asintiendo y sonriendo a cada cosa que él dijera por el

micrófono mientras dirigía el autobús por esquinas, por

calles, frente a casas de

estrellas del cine o escenarios de asesinatos

extrasanguinarios,
o apartamentos donde estrellas del rock habían tenido sobredosis.

Todos los días el mismo recorrido, el mismo mantra de asesinato,

de estrellas de cine, de accidentes. Lugares

donde se habían firmado tratados de paz. Donde habían dormido presidentes.

Hasta el día en que San Destripado se detiene delante de una casa estilo rancho con una cerca, nada más que un pequeño rodeo

para ver si está el Buick de cuatro puertas de sus padres,

para ver si todavía viven ahí,

y por el jardín de la casa camina un hombre, empujando una cortadora de césped.

Y el Santo le dice por el micrófono a su cargamento con aire acondicionado:

«Están viendo a San Mel».

Y mientras su padre mira la pared de ventanillas de autobús tintadas con los ojos guiñados,

San Destripado dice: «El Santo Patrón de la Vergüenza y la Furia».

Después de eso, todos los días, el recorrido incluye «el Santuario de San Mel y Santa Betty».

Santa Betty es la Santa Patrona de la Humillación Pública.

San Destripado aparca delante de la torre de apartamentos donde vive su hermana y señala

uno de los pisos superiores. Allí arriba, el Santuario de Santa Wendy.

«La Santa Patrona del Aborto Terapéutico.»

Aparca delante de su propio apartamento

y le dice al autobús: «Ese es el santuario de San

Destripado»,

el Santo en persona, con su espalda estrecha, sus labios de goma y su camisa ancha,

todavía más pequeño cuando se refleja en el retrovisor,

«el Santo Patrón de la Masturbación». Mientras todos permanecen sentados en el autobús,

asintiendo, estirando el cuello, mirando en busca

de algo divino.

TRIPAS

Un relato de San Destripado

Coge aire.

Coge todo el aire que puedas.

Este relato tendría que durar tanto tiempo como puedas contener la respiración, y luego un poquito más. Así que escucha todo lo deprisa que puedas.

Un amigo mío tenía trece años cuando oyó hablar del pegging. Que es como se llama cuando a un tío lo follan por el culo con un consolador. Estimulas la próstata lo bastante fuerte y se rumorea que puedes tener orgasmos explosivos sin manos. A aquella edad, mi amigo era un pequeño maníaco sexual. Siempre andaba loco detrás de la forma más excitante de correrse. Así que fue a comprarse una zanahoria y un bote de vaselina. Para llevar a cabo un pequeño experimento privado. Luego se imaginó la impresión que iban a causar en la caja del supermercado la zanahoria solitaria y la vaselina, rodando por la cinta transportadora hasta la cajera de la sección de comestibles. Con todos los compradores haciendo cola y mirando. Con todo el mundo viendo la gran velada que estaba planeando.

Así que mi amigo compró leche y huevos y azúcar y una zanahoria, todos los ingredientes para una tarta de zanahoria. Y vaselina.

Como si fuera a casa a meterse una tarta de zanahoria por el culo.

Ya en casa, se dedicó a tallar la zanahoria hasta convertirla en un instrumento romo. La untó de grasa e hizo bajar su culo sobre ella. Y luego… nada. Nada de orgasmo. No pasó nada salvo que le dolió.

Y luego la madre de aquel chaval le gritó que fuera a cenar. Le dijo que bajara ya mismo.

Así que él se sacó la zanahoria y la metió toda mugrienta y resbaladiza entre la ropa sucia que tenía debajo de la cama.

Después de la cena fue a buscar la zanahoria y se encontró con que ya no estaba. Resulta que mientras estaba cenando su madre se había llevado toda su ropa sucia para lavarla. Era imposible que su madre no encontrara la zanahoria, cuidadosamente esculpida con el cuchillo de mondar de cocina, todavía pringada de lubricante y apestosa.

Aquel amigo mío se pasó meses bajo una nube negra, esperando a que sus padres se encararan con él. Pero nunca lo hicieron. Nunca. Incluso ahora que es adulto, aquella zanahoria invisible sigue suspendida sobre todas las cenas de Navidad y todas las fiestas de cumpleaños. Cada vez que va a cazar huevos de Pascua con sus hijos, con los nietos de sus padres, aquella zanahoria fantasma flota sobre todos ellos.

Aquella cosa demasiado horrible para ponerle un nombre.

Los franceses tienen una expresión: «Espíritu de la escalera». En francés:
Esprit d’Escalier
. Se refiere a ese momento en que uno encuentra la respuesta pero ya es demasiado tarde. Digamos que estás en una fiesta y alguien te insulta. Tienes que decir algo. Así que bajo presión y con todo el mundo mirando, dices algo cutre. Pero en cuanto te marchas de la fiesta…

Mientras empiezas a bajar la escalera… magia. Se te ocurre exactamente lo que tendrías que haber dicho. La perfecta réplica despectiva que habría desarmado al otro.

Ese es el Espíritu de la Escalera.

El problema es que ni siquiera los franceses tienen una expresión para denominar las estupideces que dices bajo presión. Esas cosas estúpidas y desesperadas que son las que realmente piensas o haces.

Algunos actos son demasiado bajos hasta para tener nombre. Demasiado bajos para hablar de ellos.

Mirando hacia atrás, los expertos en psicología infantil y los psicólogos escolares dicen ahora que la oleada más reciente de suicidios adolescentes fueron en su mayoría chavales que intentaban asfixiarse mientras se la cascaban. Sus padres los encontraban con una toalla enrollada en torno al cuello, la toalla atada a la barra del armario de su habitación y el chaval muerto. Y esperma muerto por todas partes. Por supuesto, los padres arreglaban la escena. Le ponían pantalones al chaval. Hacían que todo tuviera… mejor aspecto. O por lo menos, que pareciera deliberado. Un triste suicidio adolescente normal y corriente.

Otro amigo mío, un compañero de escuela, tenía un hermano mayor en la marina que una vez le dijo que los tíos en Oriente Medio se la cascaban de forma distinta a como lo hacemos aquí. Aquel hermano estaba destinado en un país desértico donde en los mercados públicos se vendían unas cosas que parecían abrecartas elegantes. Cada una de aquellas elegantes herramientas era una varilla fina de metal pulido o de plata, tal vez tan larga como la mano de uno, con un remate en un extremo, ya fuera una bola de metal o bien uno de esos elegantes mangos labrados que tienen las espadas. Aquel hermano que estaba en la marina decía que los árabes se la ponían dura y luego se introducían aquella varilla de metal dentro y a lo largo de toda su polla tiesa. Se la cascaban con la varilla dentro y aquello hacía que correrse fuera mucho mejor. Más intenso.

Y es que aquel hermano mayor se dedicaba a viajar por el mundo y a enviar expresiones en francés. Expresiones en ruso. Consejos útiles para cascársela.

Después de aquello, un día el hermano pequeño no apareció en la escuela. Por la noche me llamó para preguntarme si le podía recoger los deberes durante las dos semanas siguientes. Porque estaba en el hospital.

Tenía que compartir habitación con viejos a los que les estaban operando de las tripas. Me dijo que todos tenían que compartir el mismo televisor. Que lo único que tenía que le daba un poco de intimidad era una cortina. Que sus padres no lo iban a visitar. Me dijo por teléfono que ahora mismo sus padres eran capaces de matar a su hermano mayor, el que estaba en la marina.

El chaval me contó por teléfono que —el día antes— estaba un poco colocado. Despatarrado en la cama del dormitorio de su casa. Encendiendo una vela y hojeando unas revistas porno viejas, preparándose para pelársela. Justo después de oír la historia de su hermano mayor. La historia de cómo se la cascan los árabes. Así que se puso a buscar algo que le sirviera. Un bolígrafo era demasiado grande. Pero en un costado de la vela había un reguero fijo y liso de cera que podía funcionar. Usando la punta de un dedo, el chaval separó el largo reguero de cera de la vela. Lo alisó más con las palmas de las manos. Hasta dejarlo largo y liso y fino.

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