—Probablemente esté sufriendo un shock —dice San Destripado.
En la versión que vamos a vender, el tío ya la está palmando. Un villano morirá y su compañera villana nos torturará a los demás movida por la rabia. La señora Tess, manteniéndonos prisioneros. Privándonos de la comida. Obligándonos a ir vestidos con trapos sucios. A nosotros, sus víctimas inocentes.
San Destripado se levanta para ponerle un brazo en los hombros al señor Whittier. La Madre Naturaleza le ayuda. La señora Clark los sigue con su vaso de agua. El Conde de la Calumnia con su grabadora. El Agente Chivatillo con su cámara de vídeo.
—Confiad en mí —dice San Destripado—. Resulta que sé mucho de las entrañas humanas.
Como si todavía nos hiciera falta que se muriera, la Señorita Estornudos estornuda con un puño frente a la boca. La Señorita Estornudos, el futuro fantasma de este sitio.
Limpiándose los mocos del brazo, la Camarada Sobrada dice:
—¡Qué asco!
Dice:
—¿Qué pasa, que te criaste dentro de una burbuja de plástico o qué?
Y la Señorita Estornudos dice:
—Pues casi.
El Casamentero se excusa, diciendo que está cansado y que necesita dormir. Y se escabulle hacia el subsótano para sabotear la caldera de la calefacción.
No tiene forma de saberlo, pero el Duque de los Vándalos ya se le ha adelantado.
Lo cual nos deja al resto de nosotros sentados entre los cojines de seda y los almohadones manchados de moho bajo la cúpula estilo mil y una noches. Con la bolsa plateada vacía de pavo Tetrazzini sobre la moqueta. Con las columnas talladas en forma de elefantes.
Y todos estamos apuntando mentalmente las palabras: «Resulta que sé mucho de las entrañas humanas».
Y no pasa nada más. O: sigue pasando nada.
Hasta que el resto de nosotros descruzamos las piernas y nos sacudimos el polvo de la ropa. Y nos encaminamos al auditorio, cruzando los dedos con la esperanza de que estemos a punto de oír las últimas palabras del señor Whittier.
Un poema sobre el señor Whittier
«Los mismos errores que cometíamos en las cavernas —dice el señor Whittier—, los seguimos cometiendo.»
Así que tal vez se supone que debemos luchar entre nosotros y odiarnos y torturarnos…
El señor Whittier avanza con su silla de ruedas hasta el borde del escenario,
con manchas de la edad en las manos y con su calva.
Los pliegues de su cara flácida parecen colgar
de sus ojos demasiado grandes, sus ojos vidriosos y de color gris acuoso.
El piercing en su aleta nasal, los auriculares
de su reproductor de compactos cuelgan en torno a las arrugas y pliegues de su cuello parecido a tasajo de res.
En el escenario, en vez de un foco, un fragmento de película en blanco y negro:
la cabeza del señor Whittier cubierta de ejércitos marchando en las noticias como papel de pared.
Su boca y ojos perdidos entre las botas sombrías y las bayonetas que le recorren las mejillas.
Dice: «Tal vez el sufrimiento y la tristeza sean el sentido de la vida».
Pensad que la vida es una planta procesadora, una fábrica.
Imaginad un tambor giratorio para pulir piedras:
un tambor lleno de agua y de arena.
Pensad que vuestra alma es echada dentro como una fea roca,
un material en bruto o un recurso natural, como petróleo crudo, o mena mineral.
Y todos los conflictos y el dolor son los abrasivos que nos frotan,
que pulen nuestras almas y nos refinan,
que nos enseñan y nos completan durante una vida tras otra.
Y pensad que habéis elegido saltar dentro, una y otra vez, sabiendo que ese sufrimiento es la verdadera razón de
que hayáis venido a la tierra.
El señor Whittier, con los dientes apelotonados en su mandíbula estrecha,
con sus cejas como plantas rodadoras muertas, con sus orejas de murciélago extendidas
y con las sombras de ejércitos desfilándole encima,
Dice:
«La única alternativa es que todos seamos eternamente estúpidos».
Libramos guerras. Luchamos por la paz. Combatimos el hambre. Nos encanta luchar.
Luchamos y luchamos y luchamos, con armas o palabras o dinero.
Y el planeta nunca es una pizca mejor de lo que era antes de nosotros.
Inclinándose hacia delante, cogiendo los brazos de su silla de ruedas con unas manos como garras,
mientras los ejércitos de las noticias desfilan sobre su cara, como tatuajes en movimiento
de sus metralletas y tanques y artillería,
el señor Whittier dice: «Tal vez estemos viviendo exactamente como se supone que hemos de vivir».
Tal vez nuestro planeta fábrica esté procesando nuestras almas… bien.
Un relato de Brandon Whittier
Estos ángeles se contemplan a sí mismas. Estas agentes de la piedad.
Montándoselo mucho mejor en la vida de lo que Dios había planeado para ellas, con sus maridos ricos y su material genético de calidad y su ortodoncia y sus tratamientos dermatológicos. Estas madres que no trabajan con hijos adolescentes que van al instituto. Que no trabajan, pero que tampoco trabajan en la casa. Que no son amas de casa.
Con estudios, sí, pero no demasiado listas.
Disponen de ayuda para todo el trabajo duro. De expertos a sueldo. Si se equivocan de polvo limpiador, se cargan sus encimeras de granito o sus baldosas de piedra caliza. Si se equivocan de fertilizante, se les quema el jardín. Si se equivocan de color de pintura, todos sus meticulosos esfuerzos y toda su inversión se ven afectados. Con los niños en el instituto y Dios en su oficina, los ángeles tienen todo el día desocupado.
Así que aquí están. Voluntarias.
Donde no pueden estropear nada demasiado importante. Empujando el carrito de la biblioteca por un centro para jubilados. Entre el yoga y su grupo de lectura. Colgando los adornos de Halloween en un asilo de ancianos. Las encontrarás en cualquier centro para la Tercera Edad, a estos ángeles del aburrimiento.
A estos ángeles con sus zapatos planos hechos a mano en Italia. Con sus buenas intenciones y sus licenciaturas en historia del arte y sus largas tardes desocupadas hasta que las criaturas vuelven a casa después del fútbol o de las clases de ballet que tienen al salir de la escuela. A estos ángeles, tan guapas con sus vestidos de verano con estampado de flores, con su pelo limpio y recogido.
Con una palabra amable para cada paciente. Con un comentario sobre la bonita colección de tarjetas de tus familiares que tienes colocadas sobre la cómoda. Qué bonitas violetas africanas te han salido en las macetas de tu repisa.
El señor Whittier ama a estos ángeles.
Siempre que se dirigen al señor Whittier, el anciano calvo y lleno de manchas de la edad que vive al final del pasillo, ellas le dicen: Qué pósters fosforescentes de conciertos de rock duro tan bonitos tiene usted pegados con cinta adhesiva encima de su cama. Qué monopatín tan colorido tiene apoyado al lado de la puerta.
Y el viejo señor Whittier, el enano de mirada vidriosa del señor Whittier, les pregunta:
—¿Qué pasa con vuestro rollo, señoritas?
Y los ángeles se ríen.
Y ese anciano que todavía juega a ser joven. Qué mono, que sea tan joven de espíritu.
El tontorrón del señor Whittier, tan mono él, siempre navegando por internet y leyendo revistas de snowboard. Con sus cedés de música hip-hop. Con una gorra de visera que se pone del revés. Como un chaval de instituto.
Una versión vetusta de los hijos adolescentes de ellas. Y ellas no pueden evitar devolver el flirteo. No pueden evitar que les caiga un poco bien, con su cabeza llena de manchas de la edad y tocada con una gorra del revés, con sus auriculares puestos y escuchando música metal tan fuerte que se oye por toda la sala.
El señor Whittier en el pasillo, apoltronado en su silla de ruedas con la mano abierta y la palma hacia arriba, diciendo:
—Choca esos cinco…
Y todas las señoras voluntarias le palmean la mano al pasar.
Sí, por favor. Así es como los ángeles quieren estar cuando lleguen a los noventa. Todavía en la onda. Todavía abiertas a nuevas tendencias. No fosilizadas, que es como se sienten ahora…
En muchos sentidos, ese anciano parece más joven que todas esas voluntarias de treinta y tantos o cuarenta y tantos. Que estos ángeles que han llegado a la mediana edad aunque solamente tengan la mitad o un tercio de los años de él.
El señor Whittier con las uñas pintadas de negro. Con un aro plateado sobresaliéndole de una aleta nasal enorme de anciano. Alrededor del tobillo, se le ve un tatuaje en forma de alambre de espinas por encima de su zapatilla hospitalaria de cartón.
Un anillo en forma de calavera le traquetea suelto alrededor de un dedo rígido y fino como un palito.
Parpadeando con sus ojos lechosos por culpa de las cataratas, el señor Whittier les dice:
—¿Quieres ser mi pareja para el baile del instituto?
Y todos los ángeles se ruborizan. Dedicándole risitas traviesas a ese anciano gracioso e inofensivo. Se sientan sobre su regazo en la silla de ruedas, con sus muslos bien musculados gracias a la ayuda de entrenadores personales apoyados en las rodillas huesudas y afiladas de él.
Es perfectamente comprensible que, algún día, uno de los ángeles se deshaga en elogios. Que dirigiéndose a la jefa de enfermeras o a un camillero, una de las voluntarias se deshaga en elogios sobre el maravilloso espíritu juvenil que tiene el señor Whittier. Sobre lo lleno de vida que está.
Al oírlo, la enfermera se la queda mirando, sin parpadear, boquiabierta durante un momento, sin decir nada durante un momento, y luego dice:
—Pues claro que actúa como un chaval…
El ángel dice:
—Todos deberíamos estar así de llenos de vida.
Tan llenos de buen humor. Tan llenos de energía. Tan animados.
El señor Whittier es toda una inspiración. Eso lo dicen mucho.
Estos ángeles de la piedad. Estos ángeles de la caridad.
Estos ángeles tontos de remate.
Y la enfermera o el camillero dicen:
—La mayoría de la gente… teníamos esa energía.
Dice la enfermera, mientras se aleja:
—Cuando teníamos la edad que él tiene.
Porque no es viejo.
Así es como siempre sale a la luz la verdad.
El señor Whittier sufre progeria. La verdad es que tiene dieciocho años y es un adolescente a punto de morir de viejo.
Uno de cada ocho millones de niños desarrolla el síndrome de progeria de Hutchinson-Gilford. Un defecto genético en la proteína lámina A provoca que las células se les descompongan. Y les hagan envejecer a un ritmo siete veces más rápido de lo normal. Que es lo que hace que el adolescente señor Whittier, con sus dientes protuberantes y sus orejas enormes, con su cráneo surcado de venas y sus ojos saltones, tenga el cuerpo de un hombre de ciento veintiséis años.
—Se puede decir… —les dice siempre él a los ángeles, desdeñando la preocupación de ellas con un gesto de la mano arrugada—, se puede decir que envejezco al ritmo de los perros.
Dentro de un año estará muerto de alguna enfermedad coronaria. O de pura vejez, antes de cumplir los veinte.
Después de esto, el ángel se pasa una temporada sin aparecer. La verdad es que resulta demasiado triste. No es más que un chaval, quizá más joven que alguno de sus hijos adolescentes, y se está muriendo solo en un asilo. Un chaval, todavía tan lleno de vida y pidiendo ayuda a gritos, a la única gente que tiene al lado… a ella… antes de que sea demasiado tarde.
Es demasiado.
Con todo, en cada clase de yoga, en cada reunión de padres de alumnos, cada vez que mira a un adolescente, a este ángel le vienen ganas de llorar.
Tiene que hacer algo.
Así que acaba volviendo, con la sonrisa un poco más apagada. Y le dice:
—Yo te entiendo.
Le trae una pizza a escondidas. Un videojuego nuevo. Le dice:
—Pide un deseo y yo lo haré realidad.
Este ángel lo saca con su silla de ruedas por una salida de incendios para que pueda pasar el día en la montaña rusa. O lo lleva a dar vueltas por el centro comercial. Este vejestorio adolescente y una mujer preciosa que tiene edad para ser su madre. Ella lo deja machacarla al paintball y deja que la pintura le estropee el pelo. Y la silla de ruedas de él. Ella prueba una partida de pistolas láser. Se pasa toda una tarde tórrida y soleada cargando prácticamente con el cuerpo arrugado y semidesnudo de él hasta lo alto de un tobogán de agua, una y otra vez.
Como él nunca se ha colocado, el ángel roba marihuana de la cajita donde la esconde su hijo y enseña al señor Whittier a usar una pipa de agua. Charlan. Comen patatas fritas.
El ángel le cuenta que su marido ya solamente piensa en el trabajo. Que sus hijos se están distanciando de ella. Que su familia se está viniendo abajo.
El señor Whittier le dice que sus padres no lo pudieron soportar. Que tienen otros cuatro hijos que criar. Que la única forma en que se pudieron permitir meterlo en un asilo fue poniéndolo bajo tutela judicial. Después de aquello, empezaron a visitarlo cada vez menos.
Y diciendo esto, mientras suena una suave balada de guitarra, el señor Whittier rompe a llorar.
El único deseo que realmente tiene es amar a alguien. Hacer el amor de verdad. No morir virgen.
Y en ese momento, con las lágrimas cayéndole de los ojos enrojecidos por la marihuana, él dice:
—Por favor…
Ese chaval todo arrugado se sorbe las narices y dice:
—Por favor, deja de llamarme «señor».
Mientras el ángel le acaricia la cabeza calva y llena de manchas de la vejez, él le dice:
—Me llamo Brandon.
Y se queda esperando.
Y ella lo dice.
Brandon.
Por supuesto, después de eso follan.
Ella es delicada y paciente. La virgen y la puta. Con sus largas piernas acondicionadas mediante el yoga extendidas hacia ese trasgo desnudo y arrugado.
Ella es el altar y el sacrificio.
Nunca ha sido tan hermosa como lo es ahora al lado de la piel venosa y llena de manchas de la vejez de él. Nunca se ha sentido tan poderosa como se siente ahora mientras él le babea y le tiembla encima.
Y anda que él no se toma su tiempo, sobre todo teniendo en cuenta que es virgen. Empiezan en la postura del misionero, luego él le levanta una de las piernas y se la pasa por encima de la cabeza. Luego con las dos piernas de ella, agarradas con fuerza por los tobillos, enmarcando la cara jadeante de él.