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Authors: Irene Comins Mingol

Tags: #Filosofía, Ensayo

Filosofía del cuidar (5 page)

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Se puede partir de esta constante: proporcionalmente, las mujeres han sobrevivido mejor en los campos que los hombres: en términos cuantitativos, pero también en el plano psicológico. Esta ventaja debe de tener una explicación y uno está tentado de buscarla en otras características contrastadas […] Pero, por otra parte, parece que había también diferencias en el comportamiento de los propios detenidos: las mujeres se mostraban más prácticas y más susceptibles de ayudarse mutuamente (Todorov, 1993: 84).

Es necesario explicitar que las mujeres no son más aptas para el cuidado por razones biológicas sino por aprendizaje, se trata de una construcción social, de una construcción de género, no de un rasgo de sexo. Si las mujeres tienen una diferente ética, como Carol Gilligan sugiere, si tienen diferentes prioridades o una diferente actitud hacia el mundo, entonces esto es claramente un resultado de la división sexual del trabajo y de la aguda división entre lo
público
y lo
privado
que existe en el mundo social en el que vivimos (Perrigo, 1991: 321-322).

Desde la antropología se ha aportado más luz sobre este aspecto, concretamente han sido significativos los estudios de Mead sobre los comportamientos de hombres y mujeres:

A partir de sus investigaciones, Mead llega a la conclusión de que en todas las sociedades analizadas por ella se hace distinción entre aquello que se considera propio de varones y aquello que se considera propio de las mujeres: pero el tipo de actividades y aptitudes que se atribuyen a unos y otras, como características propias, varía.[…] Por lo tanto, si las capacidades y aptitudes atribuidas a las mujeres y a los hombres varían de una a otra sociedad, de una época a otra, ello significa que no están establecidas por la biología, sino que su determinación es social (Subirats Martori, 1994: 58).

Así pues, como dijo Beauvoir en
El segundo sexo
, no se nace mujer, sino que se
llega a ser mujer
. Esto viene apoyado por la definición de rol que hace Carmen de la Cruz (1998: 118):

Conjunto de funciones, tareas, responsabilidades y prerrogativas que se generan como expectativas/exigencias sociales y subjetivas: es decir, una vez asumido el rol por una persona, la gente en su entorno exige que lo cumpla y pone sanciones si no se cumple. La misma persona generalmente lo asume y a veces construye su psicología, afectividad y autoestima en torno a él.

El peligro que se escondía tras la clasificación de la ética del cuidado como ética feminista era la de creer que el cuidado era una tendencia de signo biológico en las mujeres. Pero este peligro queda superado tras reconocer el carácter de construcción social y de aprendizaje de esta tendencia.

El análisis del comportamiento histórico de las mujeres nos lleva a considerar que la clave para una cultura de paz no es dar la vida, clave en todo caso para la perpetuación de la especie, sino cuidarla. Y el cuidado de la vida, en su acepción más amplia, que va desde el nivel más cotidiano al más general, puede y debe ser responsabilidad de hombres y mujeres (Magallón Portolés, 1993: 76).

La misma Carol Gilligan nos lo deja muy claro en la introducción de su libro:

La distinta voz que yo describo no se caracteriza por el sexo sino por el tema. Su asociación con las mujeres es una observación empírica, y seguiré su desarrollo básicamente en las voces de las mujeres. Pero esta asociación no es absoluta; y los contrastes entre las voces masculinas y femeninas se presentan aquí para poner de relieve una distinción entre dos modos de pensamiento y para enfocar un problema de interpretación, más que para representar una generalización acerca de uno u otro sexo (Gilligan, 1986: 14).

Además lo recalca en su respuesta a los críticos al afirmar que el título de su libro fue deliberado; se lee
en una voz diferente
y no
en una voz de mujer
(Gilligan, 1993: 209). Según Carol Gilligan la perspectiva del cuidado no está ni biológicamente determinada ni es exclusiva de las mujeres. Es, sin embargo, una perspectiva moral diferente de la que se encuentra normalmente contemplada en las teorías y escalas psicológicas, y es una perspectiva que fue definida escuchando tanto a mujeres como hombres en la descripción de sus propias experiencias (Gilligan, 1993: 209).

Frente a esta diferente voz moral entre hombres y mujeres que escucha Carol Gilligan, existen teóricos que creen que no está fundamentada empíricamente. De hecho la hipótesis de una diferencia de género en la perspectiva moral tal y como mantiene Gilligan ha sido cuestionada por un número de críticos que citan lo que parece ser evidencia empírica desacorde. ¿Cómo podemos interpretar estos datos empíricos disconformes? Para Marilyn Friedman (1993) Gilligan ha distinguido o detectado la voz moral femenina
simbólica
y la ha diferenciado de la voz moral masculina
simbólica
. Las diferencias de género en el ámbito de la moralidad son según Friedman más una cosa de cómo nosotros
pensamos
que razonamos que de cómo nosotros realmente razonamos. Más a un tema de las preocupaciones morales que
atribuimos
a mujeres y hombres que a diferencias empíricamente contrastadas de cómo mujeres y hombres razonan. Así pues podríamos decir que Gilligan observa las diferentes expectativas sociales que se tienen del comportamiento moral tanto de la mujer como del hombre. Pero si se espera ese comportamiento que Gilligan señala, ¿cómo pueden los datos empíricos desviarse de esas expectativas? La respuesta parcial de Friedman (1993) es que la dicotomía cuidado/justicia no es racionalmente posible y que los dos conceptos son compatibles. Esta compatibilidad conceptual crea la posibilidad empírica de que las dos inquietudes morales se entrecrucen en la práctica.

De hecho existen estudios que han demostrado que muchos hombres utilizan el pensamiento del cuidado en sus decisiones y prácticas morales. Los afro-americanos que emigran de vuelta del norte al sur de Estados Unidos son un ejemplo de ello (Stack, 1993), así como también miembros de algunas culturas nativas americanas (Jaggar, 1995: 182) y, las nuevas generaciones de hombres.

Considerar el cuidado de manera esencialista como una tendencia de signo biológico hubiera conducido a tres graves consecuencias:

  1. Caer en un esencialismo, es decir, considerar a todas las mujeres como iguales, sin tener en cuenta las diferencias entre ellas. Aunque sea una perogrullada, a veces se hace necesario explicitar que las mujeres son un grupo muy heterogéneo, con diferentes experiencias, deseos y contextos. No todas las mujeres representan esa ética del cuidado. En este sentido es muy esclarecedor el libro de Elisabeth Badinter (1991) ¿Existe el Instinto Maternal? Historia del amor maternal. Siglos
    XVII
    al
    XX
    , en el que se muestra cómo el instinto maternal no existe sino que es fruto de una construcción social, que varía según épocas y costumbres.
  2. Mantener y justificar la subordinación de la mujer al ámbito privado y familiar, reforzando estereotipos opresivos.
  3. Impedir la posibilidad de un acercamiento del hombre (sexo masculino) a un mundo afectivo más rico, en el que el cuidado fuera un rasgo más entre otros. Como Sarah Perrigo nos indica, sería negar la posibilidad a los hombres de participar en esa responsabilidad (1991: 320)

Algunas veces se ha criticado a la ética del cuidado de Carol Gilligan de caer en un esencialismo, es decir, de generalizar que todas las mujeres tienen el cuidado como elemento rector de su actitud moral. Esto es incorrecto, la ética del cuidado no cae en el esencialismo. Es de hecho una crítica que se le hace al feminismo de la diferencia en general, a la segunda ola del feminismo. En esta segunda ola, principalmente mujeres blancas y de clase media acercaron el feminismo a la academia. Se les hace la siguiente crítica: sus teorías son algunas veces ciegas a la diferencia, en el sentido en que reflejan el contexto de sus creadoras y las universidades en las que trabajan, y no saben ver más allá de ese contexto. Han presentado las identidades y experiencias de algunas mujeres privilegiadas como representativas de todas las mujeres. Al realizar sentencias y principios generales sobre la mujer han tendido a borrar la diversidad entre las mujeres. Pero realmente estas feministas de la segunda generación consiguieron que por primera vez tuvieran relevancia epistemológica los estudios de género, y no por mero prurito académico, sino por un compromiso práctico-político subyacente e inicial.

Los desafíos anti-esencialistas a Gilligan han sido, en algunos casos, tanto teóricamente sofisticados como políticamente comprometidos, sacando a la luz temas candentes sobre género y exclusiones ocultas que son a menudo correctivos cruciales. Sin embargo, Gilligan es una feminista profundamente comprometida con la acción política. Esto le motivó a demostrar que estaba libre de cargas de esencialismo. Consciente de las críticas anti-esencialistas, ha respondido a ellas tanto teórica como metodológicamente; su libro
Between Voice and Silence
representa un cambio respecto a sus primeros trabajos en su consideración explícita de la raza y la clase en el contexto de articular la psicología de las mujeres. Algunos críticos de Gilligan han argumentado que su esencialismo es particularmente fuerte, afirmando que al atribuir
la ética del cuidado
a las mujeres, está reforzando una noción biológicamente determinista de la naturaleza de la mujer. Sin embargo, aunque en I
n a Different Voice
puede estar insuficientemente explícito cual sea el origen de esas diferentes voces en la experiencia moral,
[10]
en ningún punto Gilligan explícitamente o implícitamente argumenta que se trate de rasgos biológicos del hombre o de la mujer. Ella más bien adopta un modelo de construccionismo social.

Por lo tanto, en tanto que construcción social, puede modificarse, puede aprehenderse o desaprehenderse, y éste es el punto clave al que era necesario llegar y en el que cabe insistir. Sólo desde este punto de partida puede surgir una propuesta educativa que tenga la educación en el cuidado como elemento principal en la construcción de una cultura para la paz.

Gilligan se apoya en el trabajo de Chodorow (1984) para explicar esta construcción social de la mujer como cuidadora. Nancy Chodorow rechaza la hipótesis del instinto maternal pero al mismo tiempo también rechaza la teoría antropológica según la cual las mujeres se hacen madres por medio del aprendizaje social posterior. Según Chodorow la actual reproducción del ejercicio de la maternidad sucede mediante procesos psicológicos inducidos estructural y socialmente. Chodorow señala la importancia de los efectos que tiene sobre la infancia la persona cuidadora si es del mismo género o diferente del niño o niña. Chodorow cree que el ejercicio del cuidado por las mujeres se reproduce de generación en generación a través de la formación de la identidad en la infancia y a causa de que son las mujeres las únicas que ejercen este papel. Chodorow analiza los efectos del cuidado materno en la formación de la identidad de género en la infancia. La tesis de Chodorow es que las niñas al identificarse con el mismo género que su madre no necesitan diferenciarse para construir su identidad de género. En cambio los niños a medida que crecen y descubren que su género no es el de sus madres necesitan diferenciarse para construir su identidad de género. Así, aunque los chicos conocen y han experimentado la responsabilidad y el cuidado en las relaciones, al asociar el cuidado con las madres, ven el valor del cuidado como una amenaza a su identidad masculina. Si los hombres también ejercieran su paternidad y el cuidado se valorara en tanto que virtud humana y no sólo de género, los más jóvenes aprenderían sin distinción de género el valor del cuidado.

Ante el reconocimiento de esta construcción social de cuidado se plantean dos posibilidades. Por un lado rechazarlo, desaprenderlo o, por otro, aceptarlo y extenderlo. Desde algunas tendencias feministas más radicales se ha optado por la primera opción, creyendo que así se contribuía a la mejora de la situación de las mujeres. La búsqueda de la igualdad condujo al rechazo de la definición tradicional del ser mujer, por estereotipada y opresiva y a la integración acrítica en la cultura masculina tradicional (Magallón Portolés, 1999: 98). Sin embargo «la pregunta es la siguiente: el rechazo de la sumisión y dependencia femeninas, el hecho de que esa dependencia haya forzado a la mujer a ser la cuidadora de todos los seres que necesitaban cuidado, ¿ha de llevar a rechazar el cuidado como un valor execrable y maldito?» (Camps, 1998: 75). Renunciando al cuidado la mujer podría parecerse más al hombre, pero los dos serían tanto menos humanos. Considero que no hay más remedio que decidirnos por la segunda opción, re-aprehender el cuidado y hacerlo extensivo a toda la humanidad. Educarnos en el cuidado para que éste deje de ser un rasgo de género, específico del ámbito femenino y pase a ser un rasgo de humanidad, específico del ser humano.

Renunciar al cuidado, destino tradicional de la mujer, ¿es una tarea exaltante? La mujer podrá así, tal vez, parecerse más al hombre, pero los dos serán tanto menos humanos. Si hay una tarea exaltante, ¿no será más bien la de hacer comprender a los hombres —a todos los hombres y no solamente a algunos— que, sin el cuidado, ellos se arriesgan a no ser más que machos, necesitados todavía de nacer a la verdadera humanidad? Mantenerse humano, ¿es sacrificarse a abstracciones o preocuparse de seres particulares? Nada de esto significa que uno deba hacer el elogio incondicional de lo femenino o de lo maternal. Lo que es admirable como acto —el cuidado— puede cesar de serlo desde que se le congela en una actitud automática (Todorov, 1993: 88).

Por ello, me gustaría concluir proponiendo ver la ética del cuidado como una ética que va más allá de una ética de género, verla como una ética para todos. Todos somos igualmente capaces para el cuidado.

Antes de finalizar este apartado quiero señalar que la ética del cuidado no ha sido asociada sólo a una diferencia de género, sino también a una diferencia de estatus social. Según esta caracterización no se trataría exclusivamente de una ética feminista sino de una ética de los marginados en general. Además de la explicación psicológica (basada principalmente en la obra de Chodorow) que recoge Gilligan, también existe una explicación social para esta diferente voz (Tronto, 1993b). Según esta teoría, más allá de cualquier dimensión psicológica para explicar la diferente voz moral de las mujeres, puede haber también una causa social. La diferente expresión moral de las mujeres podría estar, según esto, en función de su posición social subordinada. Si la diferencia moral está en función de la posición social más que del género, la diferente voz moral que detecta Gilligan debería identificarse más que con las mujeres con los subordinados o marginados en general (Tronto, 1993b: 243).

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