Flashman y señora (45 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Flashman y señora
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Ésa es la parte más interesante del juicio
tanguin
, ¿saben? ¿Vomitará adecuadamente la víctima? Sí... ésa es la prueba. Le meten a uno ese veneno mortal en el cuerpo, te empapan con agua de arroz para ayudar la digestión, y esperan acontecimientos... Pero no basta sólo con vomitar; hay que sacar los tres trozos de piel de pollo también, y si uno lo hace, todo son felicitaciones y un premio para el caballero. Si no lo haces, has fallado la prueba, tu culpa queda establecida y Su Majestad obtiene una diversión infinita disponiendo de ti.

Delicioso, ¿verdad? Y tan lógico como los procedimientos de nuestra policía, aunque menos preocupante para el acusado. Al menos no tienes que esperar en suspenso mientras ellos examinan las pruebas, porque estás demasiado destrozado y exhausto para preocuparte. Me quedé echado, tosiendo y gimoteando con los ojos llenos de lágrimas de dolor, hasta que alguien me cogió del pelo y tiró hasta levantarme. Allí estaba Vavalana, supervisando solemnemente los tres pequeños objetos empapados en su palma, y Fankanonikaka sonriendo aliviado junto a él, moviendo la cabeza hacia mí, y yo estaba todavía demasiado atontado para darme cuenta mientras los guardias me empujaban hacia adelante de rodillas, resoplando y balbuciendo ante el trono.
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Entonces ocurrió la cosa más asombrosa de todas. Ranavalona extendió su mano y Vavalana, cuidadosamente, colocó ocho dólares en su palma. Ella se los pasó a su doncella, y él luego le dio otros ocho, que ella me entregó a mí. Yo estaba demasiado agotado para comprender que aquélla era la prueba de que yo había superado el juicio con éxito, pero entonces ella lo puso más claro. Cuando cogí el dinero cerró su mano en torno a la mía y me atrajo hacia el trono, hasta que nuestras caras casi se tocaban, y para mi absoluta incredulidad vi que había lágrimas en aquellos espantosos ojos de serpiente. Gentilmente, ella frotó su nariz contra la mía, y tocó mi cara con sus labios. Luego se incorporó de nuevo, volviendo su mirada al desgraciado Andriama, y susurrando algo en malgache... Al parecer, le recordaba que debía llevar lana encima de la piel, pero dudo que fuera eso, porque él chilló de terror y cayó de rodillas frente a ella, y hociqueó a sus pies mientras los guardias caían sobre él y le arrastraban contorsionándose hacia las puertas. Se me pusieron los pelos de punta mientras sus gritos se apagaban; un vómito menos completo y habría sido yo el que se quejaba.

Fankanonikaka estaba a mi lado, y dejándome guiar por él saludé, inseguro, y me retiré. Cuando las puertas se cerraron detrás de nosotros, Ranavalona estaba todavía sentada, la pluma de avestruz moviéndose mientras ella murmuraba a su ídolo botella, y sus doncellas empezaban a limpiar el suelo con desgana.

—Muy conmovedor. ¡La reina le ama mucho, así que encantada de que usted vomitar bien, muy feliz
tanguin
no morir! —Fankanonikaka estaba moqueando de felicidad sin dejar de correr—. Ella nunca amar tan profundamente, excepto a los toros reales, que no son seres humanos. Pero no apresurar, muchos peligros aún para usted, para mí, para todos, cuando Andriama contar los planes. —Me empujó a lo largo de los pasadizos hasta su pequeña oficina, donde corrió el cerrojo y se quedó de pie jadeando.

—¿Qué pasa con Andriama? ¿Qué ha ocurrido?

Puso los ojos en blanco.

—¿Quién sabe? Alguien traición, horrible farsante Vavalana, quizá espiando por la cerradura, oír algo. Reina sospechar de Andriama, dar
tanguin
, él vomitar no bien, no como usted. Entonces yo no estar a tiempo, no ayudar, como usted, con sal, un poco poquito de cáscara sagrada en agua de arroz, hacer buen vomitar, muy feliz, todo bien y conforme, digo.

No me sorprendía que me hubiera encontrado tan mal. Podía haber besado a aquel pequeño marrullero, pero él estaba frenético de aprensión.

—Andriama hablar pronto. Horribles torturas ahora, peores que Inquisición, quemar y cortar partes privadas... —él se estremeció, sus manos encima de la cara—. Él gritar todo aquello del plan, yo, usted, Rakohaja, Laborde...

—¡Por el amor de Dios, hable en francés!

—... todo lo que saber a Vavalana y reina. Quizás poco tiempo ya, entonces se acabó para nosotros, torturas también, entonces adiós muy buenas, ¡lo juro! Una esperanza sólo, hacer plan ahora... Esta noche guardias no aquí, marchando a Ankay ¡izquierda, derecha! Debemos decir a Rakohaja, Laborde, reina sospecha. Andriama hablará pronto...

Él balbuceaba mientras yo trataba desesperadamente de pensar. Él tenía razón, por supuesto: los malgaches son bravos y duros como el hierro, pero Andriama no soportaría los horrores que las bellezas de Ranavalona probablemente ya le estaban infligiendo mientras nosotros estábamos allí de pie, hablando. Se derrumbaría, y pronto seríamos hombres muertos... Dios mío, pensé, ella me tenía cariño, verdad, lloró un poquito cuando sobreviví al
tanguin
, esa pequeña zorra de corazón tierno. Ah, sin duda ella habría llorado sobre la almohada si hubiera tenido que despellejarme vivo por traición. Si podíamos contactar con Laborde o Rakohaja, ¿cumplirían con éxito el golpe ahora? ¿Dónde estaban los treinta hombres de Andriama? ¿Sabía Rakota lo que estaba ocurriendo? Rakota... ¡Dios mío, Elspeth! ¿Qué sería de ella? Golpeé con el puño en la mesa con la furia de la desesperación, mientras Fankanonikaka tartamudeaba en malgache e inglés chapurreado, y de pronto vi que sólo había un camino, y una débil esperanza, pero era o aquello o una muerte inconcebible. El gambito de Flashman... Cuando dudes, corre.

—Escuche, Fankanonikaka —dije—, déjeme eso a mí. Yo encontraré a Laborde y a Rakohaja. Pero tengo que moverme rápidamente. Debo tener un caballo. ¿Puede emitir una orden para los establos reales? No me dejarán coger un animal sin autorización. ¡Venga, hombre! ¡No puedo correr por toda la jodida Antan a pie! Pero espere... necesitaré más de uno. Escríbame una orden para una docena de caballos, para que pueda llevárselos a Laborde, o a Rakohaja... Tienen que reunir de algún modo a todos esos hombres de Andriama.

Me miró pasmado, lleno de consternación.

—Pero ¿qué motivo? Si la orden dice tomar todos los caballos, alguien sospecha, llamando: fuego y Bow Street...

—¡Diga que son para los oficiales de la guardia que he mandado de marcha a Ankay! ¡Dígales que la reina lo siente por ellos, y que pueden volver a caballo! ¡Cualquier excusa servirá! Venga, deprisa, hombre... ¡Andriama probablemente está soltando la lengua en este mismo instante!

Eso le decidió; agarró una pluma y escribió deprisa mientras me apoyaba en su hombro, temblando de impaciencia. Los minutos volaban y a cada momento mis oportunidades se hacían más imprecisas. Me guardé la orden en el bolsillo, pero necesitaba algunas cosas más.

—¿Tiene una pistola? Pues una espada... debo tener un arma... por si acaso —esperaba por mi vida que no se diera el caso, pero no podía ir desarmado. Él salió y encontró una en un salón cercano. Sólo era un espadín de ceremonias con un mango curvado de marfil y sin guarda, pero tendría que valer. Mientras la cogía, me asaltó de pronto una idea... ¿Por qué no correr escaleras arriba y matar a esa perra negra mientras estaba allí sentada... o que lo hiciera Fankanonikaka? Él casi chilló con alarma e indignación:

—¡No, no, sin derramamiento de sangre! Sólo destronar... gran reina, pobre dama... ¡Oh, tan chiflada! ¡Si sólo ella tranquila y quieta, nosotros no necesitar condenados complots, ni la mitad! ¡Ahora todo para desaparecer, quitar peleas, arrestos y crueldades! —él se retorcía las manos—. Usted correr a Laborde, rápido, yo esperando vigilando, cielos, alguien quizá arrestar, o la reina sospechar...

—Nada de eso —atajé yo—. Le diré lo que vamos a hacer. Usted es muy hábil echando cosas disimuladamente en la bebida de la gente, ¿verdad? Bueno, encuentre una manera de enviar algún refresco al pobre Andriama... sáquele de su padecimiento antes de que él hable, ¿no? Y no tema, Fankanonikaka. Somos viejos compañeros, buenos tiempos juntos. Que viva Highgate y al demonio con Bluecoat School, ¿eh?

Le dejé tartamudeando y me fui, forzándome a caminar lentamente mientras descendía la gran escalera, pasaba junto a los indiferentes guardias de palacio, a través de la plazoleta y fuera, en la calle. Eran las primeras horas de la madrugada, pero había todavía bastante gente, porque en el distrito real de Antan la gente de la buena sociedad se acuesta tarde, y seguro que habría todavía muchos comentarios y discusiones sobre la orgía de la noche anterior en palacio. Ellos se deleitaban con el escándalo, como sus hermanos y hermanas civilizados. Las calles estaban bien iluminadas, pero nadie me prestó atención mientras pasaba junto a los peatones que caminaban y los coches que corrían bajo los árboles. Fankanonikaka me había conseguido un largo manto para tapar mis botas y pantalones de montar y cubrir la espada, ya que los esclavos no deben llevar cosas semejantes, y aparte de mi cara blanca y mis patillas, era como cualquier otro paseante.

Los establos estaban sólo a cinco minutos andando, y yo me sentía consumido por la impaciencia mientras el suboficial deletreaba laboriosamente la nota de Fankanonikaka y me miraba ceñudo. No sabía mucho francés, pero complementé la orden escrita lo mejor que pude, y como yo era el sargento general, hizo lo que se le decía.

—Dos caballos para mí —expliqué—, y la otra docena para los oficiales de la guardia en Ankay. Mándeselos ahora con un mozo, y dígales que sigan el rastro de los guardias, pero no se apresuren. No quiero que se agoten, ¿comprende?

—No hay mozos —respondió, malhumorado.

—Pues consiga uno, o se lo mencionaré a la reina, que viva mil años. ¿Ha estado últimamente en el Ambohipotsy? Se encontrará observándolo desde lo alto del acantilado a menos que se apresure... y ponga una botella de agua llena en cada caballo, y mucho
jaka
en las alforjas.

Le dejé tan pálido como puede ponerse un negro asustado, y cabalgué a paso tranquilo en dirección del palacio del príncipe Rakota, tirando del segundo caballo. No me atrevía a correr, porque un hombre montado era ya algo bastante raro en Antan en cualquier momento, y un jinete con prisas de noche podía hacer que llamasen a la policía. Esas situaciones son horribles, cuando cada segundo es precioso para ti pero tienes que ir despacio... Por ejemplo, andar aterrorizado a través de las líneas de los cipayos en Lucknow con el mensaje de Campbell, o aquella espera enervante en el barco de vapor en Memphis con una esclava disfrazada a un lado y los perseguidores en nuestros talones. Se puede pasear despreocupadamente con las tripas rugiendo... ¿Habría hablado Andriama ya? ¿Lo sabría todo la reina por entonces? ¿Estaba el propio Fankanonikaka quizás chillando ya bajo los cuchillos? ¿Estaban todavía abiertas las puertas de la ciudad? Nunca las cerraban como norma, y si las encontraba cerradas, sería una señal segura de que el complot había sido descubierto... y que el cielo nos ayudara entonces.

El palacio de Rakota en los suburbios estaba muy separado de las demás casas, detrás de una empalizada rodeada de un cinturón de pequeños árboles y arbustos. Dejé los caballos allí, fuera de la vista, lancé una silenciosa plegaria para que las monturas malgaches fueran capaces de quedarse quietas y no relinchar, y me dirigí rápidamente hacia la puerta principal. Había un centinela dormitando bajo la linterna, pero me dejó entrar bastante pronto... no se preocupaba mucho esa gente... y finalmente tuve que darle patadas al portero para que se despertara junto a la puerta principal, anunciando crudamente que traía un mensaje para Su Alteza del Palacio de Plata.

Finalmente salió un mayordomo, que conocía mi cara, pero cuando le pedí audiencia inmediata inclinó su canosa cabeza desdeñosamente.

—Sus Altezas no han vuelto todavía... ah, sargento general. Están cenando con el conde Potrafanton. Puede esperar... en el porche.

Aquello era un golpe; yo no tenía ni un momento que perder. Dudé, y vi que no había nada que hacer sino ir directo al grano.

—No importa, portero —dije, bruscamente—. Mi mensaje es que la mujer extranjera que está aquí debe ser enviada de inmediato al Palacio de Plata. La reina desea verla.

Si mis nervios no hubieran estado tensos como cuerdas, me atrevería a decir que me hubiera regocijado bastante con las expresiones que siguieron una tras otra en su arrugada cara negra. Yo era solamente una basura extranjera de casta décima, un simple esclavo, es lo que estaba pensando él; por otra parte, yo era sargento general, con impresionante e indefinido poder, y mucho más importante aún, era el actual favorito de la reina y maestro montador, como todo el mundo sabía. Y yo traía ostensiblemente una orden del propio trono. Todo aquello pasó por la lanuda cabeza... cuánto le había insistido su amo en la necesidad de mantener en secreto la presencia de Elspeth, no puedo adivinarlo, pero finalmente comprendió dónde se hallaba la sabiduría... y también Ambohipotsy.

—Se lo diré —dijo, muy tieso— y arreglaré una escolta.

—No será necesario —respondí ásperamente—. Tengo un coche esperando más allá de la puerta.

Los mayordomos son el colmo de la estupidez; él estaba dispuesto a discutir, así que me limité a seguir insistiendo y le amenacé con que si no la traía allí en un santiamén iría derecho a palacio a decirle a la reina que el mayordomo de su hijo había dicho: «¡Nanay!» y me había cerrado la puerta. Él tembló ante esto, más de cólera que de temor, y se fue, todo dignidad negra, a buscarla. Como pueden ver, se estaba preguntando adónde iremos a parar hoy en día.

Esperé, mordiéndome las uñas, paseando por el porche de extremo a extremo y gruñendo ante el recuerdo de lo mucho que le costaba vestirse a esa condenada mujer. Diez a una a que estaba mirándose en el espejo, arreglándose los rizos y haciendo mohínes, mientras Andriama probablemente estaba ya cantando, y todo estallaría como un polvorín: el complot, la alarma, el arresto. Los tentáculos de Ranavalona podían estar extendiéndose ya a través de la ciudad en aquel momento, para buscarme... Pataleé y maldije en voz alta, presa de una fiebre de impaciencia, y entonces salió por la puerta abierta el sonido de una voz femenina. Bueno, ya estaba allí, con abrigo y sombrero, parloteando todo el camino mientras bajaba las escaleras, y el mayordomo llevando lo que parecía una caja de sombreros, ¡vaya por Dios! Ella dio un gritito al verme, pero antes de que pudiera hacerle señas de que mantuviera silencio, otro sonido me hizo dar la vuelta en redondo, listo para la pelea, la mano dirigiéndose hacia el puño de la espada.

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