Ella se sonrojó, no porque se sintiera culpable, confusa, sino de placer ante el pensamiento de poder despertar la pasión en otro pecho masculino. Si había algo que podía atraer el interés de aquella zorrita era causar admiración; se habría quedado arreglándose y acicalándose en el camino de una apisonadora si alguien simplemente le hubiera guiñado el ojo. Vi por sus protestas sonrojadas lo encantada que estaba, y que la infelicidad que, por el motivo que fuese, había sentido estaba casi olvidada. Pero ahora me llamaba el príncipe, con Rakohaja a su lado.
—Sin duda le veremos esta noche, sargento general, en el baile de Su Majestad —dijo Su Alteza, y me pareció que su voz era extrañamente chillona, y su sonrisa un poco inexpresiva—. Será una ocasión espléndida.
Ya había oído hablar de los bailes y fiestas de la reina, por supuesto, aunque no había asistido a ninguno. Siendo oficialmente un esclavo, como saben, por mucha autoridad que tuviera en el ejército, yo ocupaba una curiosa posición social. Pero Rakohaja despejó mis dudas.
—El sargento general Flashman estará presente, Alteza —volvió su cara grande, marcada con la cicatriz, para mirarme—. Yo le llevaré con los míos.
—Excelente —tartamudeó el príncipe, mirando a todas partes menos a mí—. Excelente. Eso será... de lo más agradable.
Saludé y me retiré, preguntándome qué significaba todo aquello. No tuve que esperar mucho para averiguarlo.
Las galas de la reina eran unos acontecimientos famosos. Tenían lugar cada dos o tres meses, en los aniversarios de su nacimiento, subida al trono, matrimonio y no me extrañaría que de su primera masacre también. Asistía la flor y nata de la sociedad malgache, todos con sus trajes elegantes, apretujándose en el gran patio ante el palacio, donde bailaban, comían, bebían y se divertían a lo largo de toda la noche. Puras orgías, por lo que había oído contar. Estaba bien preparado, vestido con uniforme de gala, cuando Rakohaja vino a buscarme a primera hora de la tarde.
Cuando entramos había una gran muchedumbre de gente del pueblo congregada ante las puertas de palacio, intentando echar un vistazo a sus superiores, que estaban armando ya un buen escándalo. El enorme patio estaba todo iluminado con linternas chinas que colgaban de unas cadenas; palmeras en macetas e incluso árboles y bancos de flores que habían sido transportados allí como decoración. Los arcos de la fachada del palacio estaban adornados con ramas y cordones de oro, y en el centro del patio se había construido una fuente. El agua caía sobre unas jarras de cristal en las que estaban aprisionados enjambres de las famosas luciérnagas malgaches: brillantes y pequeñas joyas de color esmeralda que parpadeaban y aleteaban entre los chorros con sorprendente efecto.
Entre los árboles y arbustos que se alineaban a lo largo de la plaza estaban colocadas largas mesas llenas de exquisiteces, especialmente el arroz con buey local consumido en honor de la reina. No me pregunten por qué, porque es un simple rancho para llenar la panza. La banda militar estaba cerca, tocando con entusiasmo
Auprès de ma blonde
equivocándose en la mayoría de las notas; noté que todos estaban medio borrachos, las negras caras sudorosas haciendo muecas y los cuellos de sus uniformes desabrochados, mientras el director, con una bata resplandeciente de cuadros escoceses y un bombín, marcaba el compás cacareando y se le caían sus gafas de montura plateada. Se tiró al suelo para buscarlas sin dejar de menear locamente la batuta, pero la banda seguía tocando incansable, cayéndose algunos de sus asientos, con lo que el estruendo era ensordecedor.
Si estaban borrachos, se podía ver de dónde habían sacado la idea. Allí había varios centenares de representantes de la alta sociedad, cada uno con un galón de licor encima más o menos a juzgar por sus gestos; yo conté cuatro individuos en la fuente cuando llegué, y otros tantos más tambaleándose alrededor. La mayoría estaban de pie, bastante inestables, en grupos desde seis a sesenta, conversando educadamente a voz en grito, gritando y dándose palmadas en la espalda, cogiendo vasos de las bandejas cargadas que los sirvientes pasaban entre ellos, haciendo brindis, salpicándose licor unos a otros, disculpándose trabajosamente, cayéndose y actuando de manera bastante civilizada en conjunto.
Vi el habitual despliegue de vestimentas: hombres con trajes árabes, turcos y españoles o mezclas de todos ellos, mujeres con
sarongs
de todos los colores imaginables,
saris
, trajes elaborados y elegantes casacas. Había abundancia de uniformes y calidades, terciopelos, brocados, telas finas y gruesos paños, con trencillas y galones de oro y plata, pero observé que había una nota más hispánica de lo habitual: fracs negros, fajas en la cintura, pantalones estrechos y fajines entre los hombres; mantillas, tacones altos, faldas con volantes, abanicos de encaje y flores entre las mujeres. La razón, como descubrí inmediatamente, es que era el cumpleaños de Rakota, y como a él le gustaba ese tipo de moda, los asistentes iban engalanados en su honor. El calor de aquel chillón y agitado gentío venía como una ola, y la banda coronaba aquel manicomio de estrépitos con su incesante matraqueo.
—La cena no ha empezado todavía —me dijo Rakohaja—. ¿Nos anticipamos a los demás? —Me condujo bajo los árboles, donde esperaban los camareros, la mayoría de ellos bastante animados, y me hizo señas a mí y a sus asistentes de dirigirnos a las sillas. Había porcelana china y cristalería en las mesas, pero Rakohaja simplemente descorchó una botella, se remangó, agarró un puñado de arroz con buey y procedió a metérselo en la boca, tomando tragos de licor para ayudarlo a bajar. No deseando ser tomado por ignorante, usé los dedos con un pollo entero, y los asistentes, por supuesto, se lanzaron a devorar como caníbales.
A mitad de nuestra colación los asistentes más sobrios de palacio apartaron a los invitados de la plaza principal, y hubo un terrorífico follón de caídas, empujones, pisotones, juramentos y profusas disculpas mientras iban tambaleándose a sentarse junto a los bufés de alrededor. Volcaron mesas enteras, hubo gente caída por el suelo, mujeres que gritaban ebrias y tenían que ser atendidas, vajilla rota y cristal hecho añicos, todo con el acompañamiento de gritos de: «Ah, mademoiselle, perdón por mi absurda torpeza», «permítame, señor, ayudarle, a sus pies», «eh,
garçon
, coloque una silla debajo de madame... ¡Debajo de su trasero, inútil!», «delicioso, ¿verdad, mademoiselle Bomfomtabellilaba?; compañía selecta, exquisito gusto y decoración», «perdóneme, madame, voy a vomitar un momento», y cosas por el estilo. Finalmente, entre un coro de gritos, golpes, arcadas y corteses susurros, todos quedaron sentados, a diferentes niveles, y empezó la actuación.
Ésta consistía en un centenar de bailarinas con
saris
blancos y luciérnagas verdes sujetas en el cabello, que ondulaban a través del patio siguiendo el compás de una extraña música negra. En su mayor parte eran jovencitas feas y menudas, pero disciplinadas como soldados, como nunca he visto un coro de pantomima que las igualara. Se movían y se entrecruzaban como piezas de relojería en los más complejos arabescos, y la muchedumbre, en los intervalos libres de atragantamiento por comida o bebida, se sintió capaz de una embriagada apreciación. Les lanzaron flores y cintas e incluso platos de comida, algunos individuos se subieron a las mesas para aplaudir y chillar, las damas arrojaron monedas de sus bolsos y en medio de ese ruido infernal la banda militar recuperó la conciencia como un solo hombre y empezó a tocar
Auprès de ma blonde
de nuevo. El director cayó en la fuente entre prolongados vítores, uno de los comensales de nuestra mesa cayó boca abajo en un plato de curry, el general Rakohaja encendió un cigarro, unos veinte tipos corrieron entre las bailarinas y empezaron un vals improvisado, el príncipe y la princesa hicieron su entrada en coches forrados con tela de oro y llevados a la altura de los hombros por guardias hovas, toda la asamblea se entusiasmó y se tambaleó en leal saludo, y en la mesa de al lado una buscona amarilla de ojos oblicuos, con los esbeltos hombros desnudos, miró insistentemente en mi dirección, bajó los párpados modestamente y me sacó la lengua detrás de su abanico.
Antes de poder responder con una cortés inclinación de cabeza, hubo un súbito fragor de trompetas ahogando el tumulto; el volumen fue aumentando hasta convertirse en una fanfarria inaguantable, y cuando ésta dejó de tocar, la congregación entera se puso de pie con un renovado estruendo de sillas caídas, rotura de platos, reprimidos juramentos y disculpas, y se quedó más o menos en silencio, apoyándose unos en otros y respirando entre estertores.
En el centro de la primera galería del palacio se encendieron unas linternas, formaron los guardias y un mayordomo forrado de latón gritó unas órdenes. Aparecieron unas doncellas llevando la sombrilla rayada, los címbalos sonaron, una pareja de guardianes de ídolos se deslizaron con sus pequeños envoltorios, apareció la Lanza de Plata y llegó por fin la anfitriona de la fiesta, la invitada de honor, la jefa del cotarro, majestuosa con su traje carmesí y su corona dorada, saludada por un rugido de aclamación que superó a todo lo que se había oído hasta entonces. Esta oleada se alzó y rebotó contra las altas paredes: «¡Manjaka, manjaka! ¡Ranavalona, Ranavalona!», mientras tanto, ella se movía lentamente por la galería, su progreso fijo sólo alterado por el hecho de que estaba también borracha como una cuba.
Se tambaleó peligrosamente al quedarse de pie mirando hacia abajo, una pareja de guardias poniendo un discreto codo a cada lado, y la banda, en un triunfo del instinto por encima de la intoxicación, rompió a tocar el himno nacional: «Que la reina viva mil años», coreado con heroico entusiasmo por los invitados, la mayoría de los cuales parecían acompañarse golpeando con las cucharas en los platos.
Todo acabó en una furia de vítores, hasta que Su Majestad se retiró a los cinco segundos, diría yo, antes de caer redonda al suelo. La saludamos al apartarse de nuestra vista, y ahora que la leal concurrencia estaba borracha, por decirlo de alguna manera, empezó la fiesta de verdad. Hubo un movimiento unánime hacia el patio y yo me vi arrastrado quieras que no hacia allí. La banda se superaba a sí misma y todo el mundo bailaba una frenética polca. Me encontré emparejado a una mujer gorda como un hipopótamo con crinolina, que me usó como ariete para abrirse paso a través de la multitud, chillando al mismo tiempo como una máquina de vapor.
Debo decir, que para estar a tono con el espíritu de la noche, yo me había aprovisionado bien de bebida por mi parte, y me sentía bastante irresponsable, así que seguí mirando por encima de las cabezas del gentío con la esperanza de ver a la chica amarilla que me había hecho ojitos. Era una locura, por supuesto, pero ni siquiera el pensamiento de una Ranavalona celosa era suficiente contra varias pintas de licor anisado y champán malgache... Además, después de meses de montar a la realeza ansiaba un cambio, y aquella esbelta mujer me lo proporcionaría de forma estupenda... Allí estaba, Con un compañero negro y feo como un sapo agarrado a ella para no caerse; ella captó mi mirada mientras el baile la arrastraba lejos, y al verme abrió los ojos como invitándome.
Fue cuestión de un momento dar unas patadas a las macizas piernas de mi compañera y hacerla caer chillando bajo los pies de la multitud tumultuosa; me abrí camino hacia los lados, arrancando a la chica amarilla del abrazo borracho de su compañero al pasar, y éste cayó torpemente hacia adelante mientras yo me llevaba el premio, con una mano en torno a su ágil cintura. Ella se estremecía de risa mientras yo la echaba bajo los matorrales. Aquello también era un manicomio, porque parecía que la forma habitual de acabar un baile en Antan era escondiéndose entre los arbustos y fornicar; al parecer estaban allí ante nosotros la mitad de los invitados, culos negros por todas partes, pero encontré un espacio libre y estaba ya tumbándome y atragantándome lujuriosamente con el perfume que llevaba mi dama, cuando algún bruto me dio una patada en las costillas, era Rakohaja, de pie ante nosotros.
Estuve a punto de maldecirle con rabia, pero él simplemente sacudió la cabeza y se fue detrás de un árbol, y como mi compañera amarilla eligió justamente aquel momento para vomitar, no perdí el tiempo y me reuní con él, maldiciendo mi suerte. Yo andaba de forma algo vacilante, pero me di cuenta de que él estaba muy sereno. La cara negra y delgada estaba seria y tranquila, y había algo en la forma de mirar a todos lados y el follón del baile y las oscuras formas gruñendo y jadeando en las sombras ante nosotros que me hizo callar mi airada protesta. Él chupó su cigarro un momento y luego, tirándolo a un lado, me cogió del brazo y me llevó debajo de los árboles por un estrecho sendero, y por un pasadizo débilmente iluminado a un pequeño espacio abierto en el jardín, que adiviné debía de estar a un lado del palacio.
La luna iluminaba aquel pequeño espacio, lleno de sombras; y yo estaba a punto de preguntar qué demonios era todo aquello, cuando me di cuenta de que había al menos dos hombres más medio escondidos en la oscuridad, pero Rakohaja no les prestó atención. Se dirigió hacia una pequeña casita de verano, con una rendija de luz ante la puerta, y dio unos golpecitos. Me quedé allí quieto tratando de aclarar la mente, súbitamente asustado; en la distancia pude oír débilmente los sones de la música y de la ruidosa borrachera; entonces la puerta se abrió y me empujaron dentro; me cegó la luz de la linterna mientras miraba a mi alrededor y el pánico me subía por la garganta.
Allí había cuatro hombres sentados, mirándome. A mi izquierda, con una camisa oscura, pantalones y botas, su astuta cara en el haz de la linterna, estaba Laborde; cerca de él, solemne por una vez, con sus gordas mejillas enmarcadas por el alto cuello, estaba Fankanonikaka; a la derecha, esbelto y elegante con su traje de gala, uno de los jóvenes nobles malgaches a quien conocía de vista, aunque apenas había hablado con él, el barón Andriama. Y en el centro, con su hermosa cara juvenil tensa y tirante, estaba el propio príncipe Rakota. Su mirada se posó en mí mientras se cerraba la puerta.
—¿No le ha visto nadie? —su voz era un áspero susurro.
—Nadie —dijo Rakohaja detrás de mí—. Estamos seguros en principio.
Yo lo dudaba... realmente. Borracho o no, podía oler una conspiración cuando me la ponían debajo de la nariz, y pese a la presencia de la realeza y de algunos de los más eminentes ciudadanos, supe de inmediato que allí se estaba cociendo algo malo, pero la mano de Rakohaja estaba apoyada en mi hombro, y me guiaba firmemente hacia un asiento, y cualquier duda se disipó cuando el príncipe hizo una señal a Laborde, que se dirigió a mí.