[Fin del extracto... ¡conque «buena cuna»! ¿Y de dónde la sacó usted, señorita? ¡De Paisley, como todas las demás!— G. de R.]
Por experiencia sé que por extraña y desesperada que parezca la situación en que te encuentres, acabas llevando los negocios que tienes entre manos como si fueran la cosa más natural del mundo. Por azares del destino yo me he visto como mayordomo indio, como príncipe coronado, como capataz de esclavos en los campos de algodón, como propietario de un garito de juego y Dios sabe cuántas cosas más, ocupaciones todas ellas de las cuales me habría apartado un kilómetro si hubiera podido. Pero no podía, así que procuré sacarles el máximo partido, y antes de darme cuenta estaba preocupándome por cosas como la mejor manera de pulir la plata, los procedimientos de la corte, cómo recoger la cosecha en noviembre o si el crupier de
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pedía aumento de sueldo, olvidándome que el mundo real al cual pertenecía por derecho propio estaba ahí fuera, en algún sitio. Autodefensa, supongo... pero eso te mantiene sano cuando lo normal sería acabar metido en la locura y en la desesperación.
Así que cuando me llevaron al ejército de Madagascar para que lo instruyese y entrenase, simplemente cerré mi mente a los horrores de mi situación y me puse a ello como Federico el Grande con una avispa en los pantalones. Cuando miro hacia atrás, me parece que aquello me introdujo en uno de los períodos más oscuros de mi vida, en una época tan confusa que tengo dificultades para situar los acontecimientos en aquellas primeras semanas en su orden adecuado, o incluso entenderlos debidamente. Sabía tan poco entonces de aquel lugar, y ese poco era tan extraño y horrible, que mi mente se encontraba en un estado de aturdimiento. Sólo gradualmente llegué a tener una visión clara de aquel país de salvajes, que simulaba una cierta civilización, con su gente y sus costumbres sorprendentes, entender mi propia y peculiar situación en él y empezar a tratar de planear una huida. Al principio no fue sino un espantoso torbellino, en el cual yo sólo podía hacer lo que tenía que hacer, pero lo describiré lo mejor que pueda para que ustedes puedan irlo conociendo como yo lo hice, y comprendan los antecedentes de los asombrosos acontecimientos que siguieron.
Yo tenía, pues, que reformar e instruir al ejército, y si ustedes piensan que ése es un trabajo de responsabilidad y poco común para un esclavo recién llegado, recuerden que aquel ejército seguía el modelo europeo, pero que no había visto a un instructor blanco desde hacía años. Había otra buena razón para mi nombramiento, pero no la averigüé hasta mucho más tarde. De todos modos, allí estaba yo, y me atrevería a decir que aquel trabajo era lo más parecido a un placer que se pudiera encontrar en aquel lugar. Porque eran soldados de primera, y en cuanto los vi, al pasar revista a los regimientos en una gran llanura en la parte exterior de la ciudad, pensé para mí: «Bueno, hijo, esto sí que es perfección. Son buenos, pero no hay como pasar diez horas al día azuzando a sus oficiales para que sean todavía mejores». Y eso fue lo que hice.
Fankanonikaka me dijo que tenía carta blanca; vino conmigo para mi primera revista, y los cinco regimientos acuartelados en Antan y la guardia del palacio desfilaron bajo mi ojo crítico.
—Cómo cambiar la guardia, derecha, izquierda, bumbum, ¡qué bien! —gritaba—. Ser los mejores soldados del mundo, ni la mitad, ¿eh? Media vuelta a la derecha, cubrirse, juntos, ¡ha-ha! —Sonrió a los generales y coroneles de opereta que estaban allí de pie con nosotros y resopló con orgullo mientras ellos miraban sus batallones.
—¿Le está gustando, sargento general Flashman?
Me limité a gruñir, hice que se detuvieran y me metí entre las filas, buscando el primer fallo que pudiera encontrar. Había una cara negra mal afeitada, así que pataleé, juré y me puse furioso como si hubiera perdido una batalla, mientras los oficiales me miraban y temblaban; el pequeño Fankanonikaka estaba a punto de estallar en lágrimas.
—¿Soldados? —aullé yo—. ¡Miren a este bruto desaliñado, pisándose la maldita barba! ¿Se ha afeitado hoy? ¿Se ha afeitado alguna vez, acaso? ¡Firmes, sucios bastardos, o vaya mandar azotar a un hombre de cada dos! ¿Vais a presentaros ante mí con las barbillas como el culo de un mono? ¡Ya os enseñaré yo, hijos míos! ¡Oh, sí, vaya tomar nota de esto! Señor Fankanonikaka, pensaba que me había hablado de un
ejército...
¿No se referiría a esta cuadrilla de mugrientos, supongo?
Por supuesto, aquello desencadenó un escándalo. Los generales se quedaron con la boca abierta, protestaron y tropezaron con sus sables, mientras yo iba incordiando a derecha e izquierda: botones mal cosidos, cuero sin lustrar, todo —lo que podía encontrar. Pero no les dejé tocar al soldado ofensor, ¡ah, no! Degradé al responsable de su batallón en el acto, ordené que arrestaran a su coronel y sacrifiqué a los oficiales; así es como se les mantiene a raya. Y cuando acabé de gritar, formé al grupo, oficiales y todo, y desfilaron marcando el paso dando vueltas a la plaza durante tres largas horas, y, cuando estaban ya a punto de desfallecer, hice que se quedaran firmes durante cuarenta minutos, mientras yo pasaba entre ellos, husmeando y gruñendo, con Fankanonikaka y los oficiales trotando desolados a mis talones. Tuve mucho cuidado de dirigir una palabra de alabanza aquí y allá, y saqué al tipo mal afeitado, le di un sopapo, le dije que no lo volviera a hacer nunca, le pellizqué la oreja y le dije que tenía grandes esperanzas puestas en él. (Hablan de disciplina: llamad al viejo Flash y os enseñaré cosas que no se aprenden en Sandhurst.)
Después de esto, todo fue coser y cantar. Se dieron cuenta de que estaban en las garras de un implacable amante de la disciplina, y se volvieron locos perfeccionando su instrucción y sus giros, con sus oficiales presionándoles hasta que se caían; mientras tanto Flashy andaba a su alrededor mirando o se sentaba en su oficina pidiendo listas y relaciones de todo lo que existe bajo el sol. Con mi buen oído para los idiomas, aprendí un poco de malgache, pero en su mayor parte transmitía mis órdenes en francés, que entendían los oficiales mejor educados. Me labré una reputación temible a base de fijarme en trivialidades, y les puse mi sello por medio del azote público a un coronel (porque uno de sus hombres llegó tarde a la revista) al principio de las grandes revistas quincenales a las que asistía la reina y la corte. Aquello impresionó a los oficiales, entretuvo a las tropas y encantó a su majestad, si el brillo en sus ojos significaba algo. Estaba sentada como un ídolo negro la mayor parte del tiempo, con su
sari
rojo y su corona de oro bajo la sombrilla a rayas para las ceremonias, pero tan pronto como empezaron los azotes, noté que su mano se crispaba a cada golpe, y cuando el pobre infeliz empezó a chillar, ella gruñó de satisfacción. Es una gran ventaja saber cómo funciona el corazón de una mujer.
Sin embargo, tuve mucho cuidado con mis métodos disciplinarios. Pronto tuve una idea de cuáles eran los oficiales importantes e influyentes, y les hice la pelota hasta la náusea a mi manera soldadesca y campechana, mientras oprimía condenadamente a sus subordinados y mantenía a las tropas en un estado de aterrorizada admiración. Si hubiera tenido tiempo, me atrevería a decir que habría arruinado la moral de aquel ejército para siempre.
Ya que la mayoría de los aristócratas dirigentes ostentaban rangos militares, y se tomaban sus deberes muy en serio, de una manera patéticamente incompetente (como los nuestros, en realidad), gradualmente me fui familiarizando —por no decir confraternizando— con la clase gobernante, y empecé a ver cómo funcionaba el país en la corte, en los cuarteles, en la ciudad y en el campo. Era bastante simple, porque la sociedad estaba gobernada por un rígido sistema de castas incluso más estricto que el de la India, empezando en la parte inferior por esclavos negros malgaches; por encima de ellos, en décimo lugar, estaban los esclavos
blancos
, pero no había muchos si no me cuento yo, y yo era especial, como verán... Pero ¿no es curioso que una sociedad negra considere superior al blanco sobre el negro en la línea de la esclavitud? Lo éramos, por supuesto, pero aquello no representaba demasiada diferencia, ya que todos nosotros estábamos muy por debajo de la novena casta, a la que pertenecía en el pueblo en general, que tenía que trabajar para vivir, y que incluía a todo el mundo desde los profesionales y comerciantes hasta los trabajadores libres y los campesinos.
Luego había seis castas de nobles, desde el octavo grado al tercero, y la diferencia que había entre ellos nunca la pude averiguar, excepto que era inmensamente importante. La clase alta malgache es terriblemente esnob, y se dan muchos aires entre ellos. Un conde o barón del tercer rango (esos son los títulos que se dan a sí mismos) será mucho más civilizado con un esclavo que un noble de sexto rango, y las normas cortesanas que les gobiernan son más duras todavía para los rangos más bajos. Por ejemplo, un varón noble no puede casarse con una mujer de casta superior; puede casarse con una mujer de casta inferior, pero no con una esclava... Si lo hace, será vendido como esclavo y la mujer ejecutada. Muy sencillo, dirán ustedes, pues que no se casen con esclavas y ya está, pero los muy imbéciles lo hacen bastante a menudo, porque están locos, como su infernal país.
La segunda casta consiste en la familia real, pobrecillos, y en el primer rango un exclusivo grupo de uno: la reina, que era divina, aunque no estaba demasiado claro lo que eso significaba, ya que en Madagascar no tienen dioses. Pero, ciertamente, ella era la más absoluta de todos los tiranos absolutos, gobernando sólo por su propio deseo y capricho, lo cual, dado que ella estaba completamente loca y era abominablemente cruel, ponía las cosas muy interesantes.
Todo esto probablemente lo habrán deducido de la descripción que he hecho de ella y de los horrores que vi, pero tienen que imaginar lo que era vivir a merced de aquella criatura, día tras día, sin esperanza de liberación. El miedo la envolvía como la niebla, y si su corte era un auténtico pequeño nido de víboras, repleto de intrigas y espías y complots, no era porque sus nobles o consejeros estuvieran tramando algo para conseguir el poder, sino por pura supervivencia. Vivían constantemente aterrorizados por aquellos malvados ojos de serpiente y aquella voz gruñona y plana que se dejaba oír rara vez, y normalmente para ordenar arrestos, torturas y muertes horribles. Son palabras fáciles de escribir, y ustedes probablemente pensarán que es una exageración, pero no lo es. Aquel bestial asesinato que presencié bajo el acantilado en el Ambohipotsy era sólo una parte del ritual habitual de purga, persecución y carnicería que era el pan de cada día en Antan en aquella época; su sed de sangre y sufrimiento era insaciable, y peor aún porque era impredecible.
No habría parecido todo tan horrible, quizá, si Madagascar hubiera sido un estado negro primitivo y tribal donde todo el mundo corretea desnudo bailando danzas primitivas y viviendo en chozas. Bueno, yo recordaba a mi viejo amigo el rey Gezo de Dahomey, allí sentado, babeando como una bestia ante su casa de la muerte (hecha de calaveras) devorando su almuerzo mientras sus mujeres luchadoras cortaban a los prisioneros en sangrientos trocitos a un metro de distancia. Pero él era un animal, y lo parecía; Ranavalona no. No demasiado.
No tenía mal gusto para la ropa, por ejemplo, y hasta colgaba cuadros en las paredes; daba banquetes con cuchillo y tenedor y tarjetas con los nombres de cada uno (Solomon tenía razón: las vi. «Serjeant-General Flatchman, Esq. suyo afectísimo» era lo que ponía en la mía en una ocasión, escrito con una nítida caligrafía). Quiero decir que tenía alfombras, sabanas de seda y piano; sus nobles llevaban pantalones y levitas, y se dirigían a sus mujeres llamándolas «Mademoiselle»... Dios mío, una vez vi a un par de condesas, sentadas en una cena de palacio, charlando como mujeres civilizadas, con la plata, el cristal y la mantelería fina, ignorando la cubertería y cogiendo la comida con los dedos; una se volvió a la otra y gorjeó: «
Permittez
-
moi, chérie
», y procedió a despiojar el pelo de su vecina. Aquello era Madagascar... esclavismo y civilización combinados en una horrible opereta, un mundo al revés.
La vi presidiendo la mesa con un bonito vestido de satén amarillo de París, una boa de plumas sobre su corona, perlas en el negro pecho y sus largos pendientes, masticando una pata de pollo, sujetando su vaso para que se lo llenaran de nuevo y emborrachándose más de lo que estaba... y cuando llegó el momento de bajar la borrachera, casi un batallón entero yacía bajo la mesa. Pero nada se reflejaba en su cara, las facciones negras y rollizas nunca cambiaban de expresión, sólo los ojos brillaban con su penetrante y extraña mirada. No sonreía; su charla era un ocasional gruñido a los aterrorizados aduladores sentados junto a ella, y cuando se levantó al fin, secándose la boca fruncida, todo el mundo se levantó de un salto y se inclinó, hizo las consabidas reverencias mientras dos de sus generales, sudando, la escoltaban hasta la gran galería, ofreciéndole el brazo si se tambaleaba; entonces caía un terrible silencio sobre la multitud que esperaba en el patio que había debajo... el silencio de la muerte.
La vi allí, inclinada en aquella veranda, con sus criaturas rodeándola y mirando hacia la escena que tenía debajo; el anillo de guardias hovas, el círculo de antorchas llameando por encima de los arcos, los apretados grupos de desgraciados, hombres y mujeres, desde niños apenas crecidos hasta viejos decrépitos, encogidos de miedo, esperando. Podían ser esclavos huidos, fugitivos atrapados en los bosques o en las montañas, criminales, gentes de otras tribus sospechosos de ser cristianos o cualquiera que, bajo su tiranía, hubiera merecido castigo. Ella miraba durante un largo rato, y luego hacía una señal a un grupo y gruñía: «Hoguera», y luego a otros: «Crucifixión», y a un tercero: «Hervido». Y así seguía la espantosa lista: morir de hambre, ser despellejados vivos, desmembrados, o cualquier horror que se le ocurriese a su monstruoso capricho. Hecho esto, entraba dentro... y al día siguiente las sentencias se cumplían en el Ambohipotsy ante una multitud enardecida. Algunas veces asistía ella misma, mirando sin conmoverse, y luego volvía a palacio para pasar unas horas rezando ante sus ídolos personales bajo los cuadros de su salón de recepciones.
Aunque la mayoría de sus crueldades eran practicadas con la gente común y los esclavos, los miembros de su corte estaban muy lejos de encontrarse a salvo. Recuerdo una de sus recepciones, a la cual yo asistía humildemente con los militares. De repente acusó a un joven noble de ser cristiano en secreto. No tengo ni idea de si lo era o no, pero allí mismo fue sometido a torturas... Tenían numerosas e ingeniosas formas de torturar: hacerlos nadar en ríos infestados de cocodrilos, pero en aquel caso hicieron hervir un caldero de agua, justo frente a la reina, y ella se sentó mirando fijamente la cara del infeliz mientras él trataba de coger monedas del borboteante pote, dando brincos y gritando mientras nosotros mirábamos, tratando de no vomitar. No lo consiguió, por supuesto... Aún puedo ver la patética figura retorciéndose en el suelo, cogiéndose el brazo escaldado, antes de que se lo llevaran y lo cortaran por la mitad.