Read Flashman y señora Online

Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Flashman y señora (35 page)

BOOK: Flashman y señora
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Para empeorar las cosas, no había ningún camino por el que viajar. Oh, no, los malgaches no tenían ninguno, por miedo a que lo usaran los invasores. ¿Qué les parece esa lógica perversa? La única excepción era cuando la reina viajaba a cualquier sitio, en cuyo caso construían un camino ante ella metro a metro, veinte mil esclavos cavando con picos y piedras, y un gran ejército detrás, con la corte. Además, cada noche
construían
una ciudad, con paredes y todo, y luego la dejaban vacía al día siguiente.

Tuvimos el privilegio de ver aquello cuando alcanzamos la meseta a medio camino de nuestro viaje. La primera cosa que noté fue que había cuerpos muertos desperdigados por todo el lugar, y luego grupos de nativos exhaustos y quejumbrosos a lo largo de nuestra marcha. Eran los constructores de caminos; no habían previsto comida para ellos, así que simplemente caían y morían como moscas. Aquélla era la caza anual del búfalo de la reina, y
diez mil
esclavos perecieron en ella, en el curso de una semana. El hedor era indescriptible, especialmente a lo largo del camino (que cortaba perversamente nuestra línea de marcha) donde yacían en hileras hombres, mujeres y niños. Algunos de ellos se incorporaban cuando pasábamos y se arrastraban hacia nosotros, suplicando comida; los hovas simplemente les daban una patada.

Para añadir más horrores aún, pasamos ocasionalmente ante algunos patíbulos en los cuales había víctimas colgadas o crucificadas, o simplemente atadas hasta morir. Una abominación que nunca olvidaré: cinco esqueletos temblequeantes atados por el cuello a una rueda de hierro. Los habían metido allí y luego los habían soltado, deambulando juntos, hasta que se murieran de hambre o se rompieran el cuello unos a otros.

La procesión de la reina había pasado hacía mucho rato, por el áspero surco del camino, excavado con rocas, que corría recto a través de la selva y las montañas. Ella llevaba consigo doce mil soldados, lo supe después, y como el ejército malgache no tenía ningún sistema para proporcionarles comida, habían arrasado toda la zona, así que además de los esclavos, miles de campesinos se morían de hambre también.

Pueden ustedes preguntarse por qué soportaban ellos todo aquello. Bueno, no siempre lo hacían. A lo largo de los años tribus y comunidades enteras, en número de muchos miles, habían huido escapando de la tiranía de la reina. Las selvas estaban llenas de aquellas gentes, que vivían como bandidos. Ella enviaba expediciones regulares para exterminarlos, y contra las tribus que no eran hovas. Oí decir que los asesinatos de fugitivos, criminales y los que simplemente disgustaban a su majestad suponían de veinte a treinta mil personas cada año, y me lo creo. (Mucho mejor, por supuesto, que el maligno gobierno colonial de los europeos, así nos lo harían creer los liberales. Dios, qué no habría dado yo para ver a Gladstone y a ese chulo de Asquith en el camino de Tamitave cuando empezaban; habrían aprendido todo lo que necesitaban saber acerca del «gobierno ilustrado de la población indígena». Ahora ya es demasiado tarde. No se puede hacer nada salvo contratar a unos pocos matones para que rompan los cristales del Reform Club. Pero ya me da igual.)

Mientras tanto, yo tampoco podía derrochar demasiada compasión; deplorable era mi propio caso mientras nos acercábamos a Antan después de más de una semana de caminata sin parar. Llevaba la camisa y los pantalones hechos harapos, mis zapatos habían desaparecido, estaba sin afeitar y sucio; pero, curiosamente, después de haberme hundido hasta el desaliento, estaba empezando a animarme un poco. No estaba muerto, y no me iban a llevar por todo aquel camino para matarme. Incluso sentí una cierta irresponsabilidad despreocupada, probablemente por el hambre. Levantaba de nuevo la cabeza, y mis recuerdos del final de la marcha son bastante claros.

Pasamos junto a un lago, y los guardianes nos hicieron gritar y cantar mientras pasábamos por allí; después supe que era para aplacar el fantasma de una princesa disoluta enterrada allí cerca... La realeza femenina disoluta es la característica más importante de Madagascar, evidentemente. Cruzamos un río caudaloso, el Mangaro, y humeantes géiseres que burbujeaban en pozas de barro hirviendo, antes de llegar a una llanura de hierba, y más allá, en una gran colina, llegamos a la vista de Antananarivo.

Me quitó el aliento. Por supuesto, yo ni siquiera sabía exactamente qué era aquello, pero no se parecía a nada que uno hubiese podido esperar en un país de negros primitivos. Allí estaba aquella gran ciudad llena de casas de madera, quizá de tres kilómetros de largo, amurallada y fortificada, dominada por una colina en la cima de la cual había un enorme palacio de madera de cuatro pisos de alto, con otro edificio a un costado que parecía estar hecho de espejos, porque brillaba y resplandecía como una lente a la luz del sol.

Miré hasta quedarme casi ciego, pero no pude averiguar qué era aquello... Había otras maravillas al alcance de la mano, porque mientras nos aproximábamos a la ciudad a través de la llanura que estaba salpicada con chozas y repleta de gente del pueblo, yo pensaba que debía de estar soñando. ¡En la distancia se oía tocar una banda militar, horriblemente mal interpretada, pero no había duda de que la melodía era
La luna temprana de mayo
! Había un regimiento con todos los pertrechos: casacas rojas, morriones, armas al hombro, bayonetas y todos los hombres tan negros como Satán. Me quedé pasmado, casi con la boca abierta. Ellos pasaron en columnas, sacando pecho y marcando el paso bastante bien... A su cabeza, Dios me ayude, media docena de oficiales a caballo, vestidos como árabes y turcos.

Yo estaba ya más allá de todo asombro. Y cuando pasaron un par de coches, forrados de terciopelo, llevando a mujeres negras con vestidos estilo Imperio y sombreros de plumas, ni siquiera les eché un segundo vistazo. Ellas y el resto de la multitud se dirigían hacia la parte frontal de la ciudad, y nuestros guardias nos condujeron hacia allí, así que rodeamos la muralla hasta que llegamos finalmente a un gran anfiteatro natural excavado en el suelo, dominado por un gran acantilado... Ambohipotsy, lo llamaban, y no había lugar más siniestro en toda la tierra.

Debía de haber cerca de un cuarto de millón de personas atestando los taludes de aquel gran hueco por debajo del acantilado. Ciertamente más de las que nunca había visto en congregación alguna. Esa gran marea humana negra miraba hacia abajo, a los pies del acantilado; nuestros guardias nos llevaron cerca y señalaron, haciendo muecas, y mirando hacia abajo vi que en el espacio vacío habían cavado unos pozos largos y estrechos, y en los pozos montones de seres humanos, atados a unas estacas. Encima de cada pozo estaban fijadas unas grandes calderas, sobre un fuego rugiente, entonces sonó un gong. La multitud calló y un grupo de negros inclinaron la primera caldera, lentamente, lentamente, mientras los pobres diablos de los pozos chillaban y se retorcían; el agua hirviendo saltó por encima del borde de la caldera, primero en un chorro pequeño, luego en una cascada hirviente, cayendo en el pozo con una horrible nube de vapor siseante que empañó la vista. Cuando se aclaró, vi, horrorizado, que sólo habían llenado el pozo a la altura de la cintura... las víctimas se cocían vivas centímetro a centímetro, mientras los espectadores aullaban y lanzaban vítores con un estruendo que resonaba a través de aquel espantoso anfiteatro de la muerte. Había seis pozos; los llenaron uno por uno.

Aquél era el plato fuerte, ya se habrán dado cuenta. Después aparecieron unas figuras en la cima del acantilado, que estaba a cien metros por encima, y los condenados más afortunados fueron arrojados desde allí, la multitud lanzando un gran alarido cuando cada cuerpo salía volando y retorciéndose, y un poderoso rugido cuando golpeaba la tierra de abajo. Aplaudían con especial entusiasmo si uno aterrizaba en los pozos de agua, que estaban todavía humeando con las retorcidas figuras colgando de sus estacas. No se limitaban a tirar a los condenados por el acantilado, por cierto, antes los suspendían de unas cuerdas, para que la multitud tuviera una buena vista, y luego las cortaban para que cayeran.

No haré ningún comentario, porque mientras contemplaba aquel horrible espectáculo me parecía oír la voz de mi pequeño amigo de Newgate: «Interesante, ¿verdad?» y ver de nuevo a la multitud aullando, mirando con entusiasmo desde el Magpie y el Stump. Eran muy parecidos, supongo, como sus hermanos paganos. Y si ustedes me dicen indignados que ser colgado es algo muy diferente de ser hervido vivo, o quemado, azotado, golpeado, cortado en pedazos, empalado y enterrado vivo, todo lo cual vi hacer en Ambohipotsy, observaré solamente que si esos espectáculos se ofrecieran en Inglaterra se agotarían las entradas, al menos para las primeras exhibiciones.

Sin embargo, si la relación de tales atrocidades les da náuseas,
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sólo puedo decir que juro que digo la verdad de lo que vi, y cualquier náusea que puedan sufrir no es nada comparada con la congoja del pobre Flashy mientras le empujaban fuera de la escena de la ejecución Juro que nos detuvimos allí únicamente porque nuestros guardias no querían perdérselo) y le conducían a través de una de las macizas puertas hacia la propia ciudad de Antan. Su nombre, por cierto, significa «Ciudad de las mil ciudades» y era tan impresionante vista de cerca como de lejos. Calles vacías y limpias con hermosos edificios de madera alineados, algunos de ellos de tres pisos de alto (toda edificación debía ser de madera, por ley) y hambriento y temblando de miedo como estaba, no pude sino maravillarme del aire de riqueza que se respiraba en todo aquel lugar.

Quioscos bien provistos, sombreadas avenidas, gente bien vestida que se dirigía presurosa a sus negocios, coches ricamente grabados y pintados corriendo por las calles, llevando a los favorecidos por la fortuna, algunos con traje medio europeo, otros con espléndidos
sarongs
y
lambas
de seda de colores. Todo aquello no cuadraba. Por una parte, los horrores que acababa de presenciar, y por otra parte esa ciudad agradable, alegre, de aspecto civilizado, mientras el capitán Harry Flashman y sus amigos eran conducidos a patadas y latigazos por en medio, y nadie nos dedicaba más que una mirada casual. Ah, sí... cada edificio tenía un pararrayos europeo.

Nos encerraron en un almacén aireado, razonablemente limpio, donde pasamos la noche, nos quitaron los grilletes y nos dieron nuestra primera comida decente desde hacía una semana: un estofado de cordero muy especiado, pan y queso y más aguachirle de arroz infecto. Nosotros lo devoramos como lobos: una docena de negros de cabeza lanuda resollando sobre sus escudillas y un caballero inglés comiendo con refinamiento... Pero si aquello hizo algo a favor de mi dolorido y sucio cuerpo, no hizo nada por mi espíritu... Aquella pesadilla de existencia parecía durar desde siempre, y yo estaba loco, desesperado, más allá de todo lo razonable. Pero tenía que confiar en algo: hubo un tiempo en el que jugué al críquet, y le lancé una pelota a Félix; estuve en Rugby, en la Guardia Montada y en el palacio de Buckingham; tenía una dirección en Mayfair; había cenado en White —como invitado, de verdad— y paseado por Pall Mall. No era un alma perdida en un mundo negro y loco, era Harry Flashman, ex húsar del Undécimo, cuatro medallas y el agradecimiento del Parlamento, aunque inmerecidas. Yo
tenía que
mantener la esperanza. Seguramente, en la ciudad que había visto, debía de haber alguna persona civilizada de autoridad que hablase francés o inglés, a la cual poder exponer mi caso y recibir el tratamiento que se me debía como oficial y ciudadano británico. Después de todo, aquéllos no eran
auténticos
salvajes, puesto que tenían calles y edificios... Se deshacían de los criminales de una forma un poco colorista, sin duda, y aquello no me consolaba demasiado, pero ninguna sociedad es perfecta. Tenía que hablar con alguien.

El problema era... ¿con quién? Cuando nos sacaron a la mañana siguiente, nos pusieron a cargo de una pareja de vigilantes negros, que no hablaban sino su propia jerga; ellos nos empujaron por una estrecha avenida y salimos a una plaza llena de gente en la cual había una larga plataforma, con barandillas a un lado y guardias en todos los rincones, para mantener apartada a la gente. Parecía como un mitin público; había un par de oficiales negros en la plataforma, y dos más sentados en una pequeña mesa delante. Nos empujaron para que subiéramos un tramo de escalones hacia la plataforma y nos pusiéramos de pie en fila. Yo estaba todavía parpadeando por la luz del sol, preguntándome qué podía significar aquello, cuando miré hacia la gente... negros con
lambas
y túnicas en su mayor parte, unos pocos oficiales con uniformes de opereta, un montón de coches con ricos malgaches sentados bajo unas sombrillas a rayas. Examiné las caras de los oficiales atentamente: es posible que hablaran francés, y yo iba a gritar un saludo para atraer su atención cuando una cara delante de la multitud atrajo mis ojos como un imán, y me dio un salto el corazón.

Era un hombre alto, de anchos hombros pero delgado, con una camisa clara bordada bajo una casaca azul de paño, y con un pañuelo de seda atado a modo de corbata; él y su vecino, un corpulento negro resplandeciente con
sarong
y tricornio, estaban tomando rapé según la moda local, el tipo delgado aceptando un pellizco de la caja del otro en la mano y tragándolo con un rápido toque de la lengua (tiene un gusto asqueroso, puedo asegurárselo). Hizo una mueca y alzó los ojos; se encontraron con los míos y me miraron... Eran unos ojos azul claro, en una cara bronceada bajo un mechón de cabello grisáceo. Pero no había duda alguna de ello: era un hombre blanco.

—¡Usted! —rugí—. ¡Usted, señor!
Monsieur! Parlez vous français? Anglais
? ¿Hindi? ¿Latín? ¿Griego, quizás? ¡Escúcheme... tengo que hablarle!

Uno de los guardias venía hacia mí para empujarme, pero el hombre delgado se abrió paso entre la multitud, para mi inexpresable alivio, y una palabra suya a los oficiales permitió que se aproximara a la plataforma. Me miró, frunciendo el ceño, mientras yo me arrodillaba para estar más cerca de él.


Français
? —dijo.

—Soy inglés... ¡un prisionero, de un barco que llegó a Tamitave! En el nombre del cielo, ¿cómo puedo salir de esto? ¡Nadie me escucha, me han arrastrado por todo el maldito país durante varias semanas! Tengo que...

—Tranquilo, tranquilo —dijo él, y sus palabras inglesas casi me hicieron sollozar. Y luego—: sonría, monsieur. Sonría... ¿cuál es la palabra...? Ría, si puede... pero hable tranquilamente. Es por su propio bien. Ahora, ¿quién es usted?

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