Flashman y señora (33 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Flashman y señora
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—¡Claro que no! Yo no pude haber dicho una cosa semejante. Y de todos modos, se supone que las damas no deben entender de tales... tales palabras vulgares.

—Las damas a las que se monta sí que deben entenderlas.

—¡No son damas!

—¿Por qué no? Lottie Cavendish sí que lo es. Y yo también, y tú me lo has hecho montones de veces. —Suspiró y se acercó más, Dios nos ayude.

—Bueno, pues no... he hecho tal cosa con la señora Lade, y ya está.

—Me alegro mucho —dijo ella, y enseguida se quedó dormida.

Les he contado todo esto en parte porque es lo que recuerdo de aquella reunión, y también para que comprendan lo muy atolondrada e inaguantable que era Elspeth... y lo es todavía. Le falta algo; siempre ha sido así, y eso hace que sea absolutamente impredecible. (El cielo sabe con qué idiotez saldrá en su lecho de muerte, pero me apuesto lo que quieran a que no tiene nada que ver con la muerte. Sólo espero no estar todavía en la tierra para oírlo.) Había pasado por una prueba que podía haber hecho perder el juicio a muchas mujeres —de entrada no es que ella tuviera mucho— pero ahora estaba de nuevo conmigo, segura al parecer, y sin embargo no tenía idea del peligro en el que nos encontrábamos. Cuando los malayos de Solomon se la llevaron a su cuarto aquella primera noche, ella estaba más preocupada por el bronceado que había cogido, y si aquello estropearía su piel, que por lo que Solomon pudiera tenernos reservado. ¿Qué se puede hacer con una mujer como ésa?

Saben, me había quitado un enorme peso de encima verla y saber que no había sufrido ningún daño físico. Al menos su cautividad no la había cambiado... Es decir, si ella hubiera llorado y se hubiera quejado de sus sufrimientos, o se hubiera sentado allí, conmocionada, o se hubiera sentido aterrorizada por su situación, como una mujer normal. Entonces no habría sido Elspeth, y de alguna manera eso podría haber sido peor que cualquier otra cosa.

Durante los dos días siguientes estuve confinado en mi cabina, y no vi alma viviente salvo al camarero chino que me traía la comida, y que estaba sordo a todas mis demandas y preguntas. No sabía lo que estaba ocurriendo, o adónde íbamos; sabía por lo que Solomon había dicho que estábamos al sur del océano Indico, y el sol me confirmaba que íbamos hacia el oeste, pero aquello era todo. ¿Qué pretendía Solomon? Lo único que se me ocurría era que no parecía dispuesto a matarme, gracias a Dios, al menos ahora que Elspeth me había visto, porque eso arruinaría cualquier esperanza que tuviera de ganársela. Y ése era el meollo de la cuestión.

Ya ven, aunque su conducta era muy alocada, cuanto más pensaba yo en ella más le creía: aquel indeseable estaba realmente loco por ella, y no sólo para llevarla a bordo y huir, sino por puro romanticismo, como Shelley o alguno de esos tipos. ¡Asombroso! Bueno, yo también la amo, siempre la he amado, pero no hasta el punto de jugarme la comida.

Pero Solomon llevaba aquello hasta el extremo de la obsesión, dispuesto a secuestrar y matar y abandonar la civilización por ella. Él creía que, a pesar de su conducta de corsario bárbaro, podría cortejada y ganársela a su debido tiempo. Pero luego la vio correr a mis brazos, sollozando, y se dio cuenta de que no había nada que hacer; tuvo que ser un golpe terrible. Probablemente le consumía su pasión desde entonces, dándose cuenta de que se había puesto fuera de la ley y arriesgado a sufrir la horca para nada. Pero ¿qué iba a hacer ahora? A menos que nos asesinara a los dos (lo que parecía poco probable, por muy pirata y encallecido etoniano que fuera), me pareció que no tenía más elección que dejarnos libres y disculparse, y salir corriendo, atormentado por la aflicción, para unirse a la legión extranjera o convertirse en monje o en ciudadano norteamericano. Bueno, casi había tirado la toalla al dejarnos a Elspeth y a mí pasar unas horas juntos y solos; nunca habría hecho aquello si no hubiera abandonado toda esperanza respecto a ella, ¿verdad?

Sin embargo, no se daba prisa por repetir su generosidad. Al tercer día, un pequeño doctor chino me visitó con el camarero, pero no sabía ni palabra de inglés, y se dedicó a examinar la herida de
sumpitan
de mi costado —que estaba bastante curada, y apenas me dolía— mientras permanecía sordo a mis peticiones de ver a Solomon. Al final, perdí la paciencia y me dirigí hacia la puerta, rugiendo para que me hicieran caso, pero aparecieron dos de los tripulantes malayos, todo músculos abultados y malas caras, y me indicaron que si yo no contenía mi lengua ellos lo harían por mí. Así que lo hice, hasta que se fueron, momento que aproveché para golpear la puerta con mis botas, aullando el nombre de Elspeth y llamando a Solomon todas las cosas feas que se me ocurrieron, abandonado a mi insolencia natural, ya que me figuré que estaba bastante seguro. Por Dios, qué joven e inocente era, ¿verdad?

La respuesta fue nula, y los helados dedos del miedo se pasearon por mi espalda. Durante los dos días anteriores, con el vientre todavía vendado, me había parecido bastante natural estar en la cabina, pero ahora que el doctor me había visitado ya y parecía satisfecho, ¿por qué no me dejaban salir, o por qué, al menos, no venía Solomon a verme? ¿Por qué no me dejaban ver a Elspeth? ¿Por qué no me dejaban hacer ejercicio? Era absurdo que me mantuvieran encerrado allí, si él iba a dejarnos ir..., si es que realmente pensaba dejarnos marchar. De repente, me asaltó la idea de que aquello era una pura suposición mía, probablemente alentada por mi delicioso reencuentro con Elspeth, que había sido como el paraíso después de tantas semanas de peligro y terror. ¿Y si estuviera equivocado?

No conozco a nadie que desespere tan rápidamente como yo —suelo tener motivos para hacerlo—, así que las horas siguientes me sumieron en la desesperación. No sabía qué pensar o creer, mis miedos aumentaban a marchas forzadas, y a la mañana siguiente ya era yo mismo, totalmente aterrorizado. Incluso atribuía significados siniestros al hecho de que aquella cabina en la que estaba yo se encontrara en la parte delantera del barco, con las máquinas separándome de los ostentosos aposentos donde estarían Elspeth... y Solomon. Dios, ¿estaría violándola él, ahora que sabía que nunca podría seducirla? ¿Estaría negociando mi vida con ella, amenazándola con arrojarme a los tiburones si no se le entregaba? Sí, era eso, seguro —eso es lo que habría hecho yo en su lugar—, y me tiraba de los pelos al pensar que probablemente ella le desafiaría. Siempre estaba leyendo malas novelas en las cuales las heroínas orgullosas se ponían tiesas y señalaban hacia la puerta gritando: «¡Usted, malvado, hombre siniestro, mi marido moriría antes que ser el precio de mi deshonor!». ¿Lo haría? «Ríndete, estúpida, si eso es todo lo que quiere él», murmuré; ¿qué significa uno más o menos? Soy un marido encantador, ¿verdad? Bueno, ¿por qué no? El honor está muy bien, pero lo que importa es la vida. Además, yo hubiera hecho lo mismo para salvar a Elspeth, si alguna mujer lujuriosa me hubiera amenazado
a mí
. Pero ellas nunca lo hacen.

Con tan felices pensamientos pasé los días siguientes, consumido por la tortura de la incertidumbre. No estoy seguro de cuántos días fueron, pero juraría que cerca de una semana. En todo aquel tiempo nadie se acercó a mí excepto el camarero con un matón malayo para que le guardara las espaldas. Yo estaba solo, hora tras hora, noche tras noche, en aquella habitación diminuta, alternando entre la desesperación y unos escalofríos de pánico. Sin saber nada. Aquello era lo peor; ni siquiera sabía de qué tenía miedo, y a finales de aquella semana estaba preparado para cualquier cosa, con tal de que acabara con mi sufrimiento. Es un estado de ánimo muy peligroso, lo sé, ahora que soy viejo y tengo experiencia. Entonces no me daba cuenta de que las cosas siempre pueden ir a peor.

Fue entonces cuando vi un barco norteamericano, por casualidad, mientras paseaba por delante de mi ojo de buey. Estaba quizá a casi dos millas de distancia, un esbelto clíper negro con la bandera de las barras y estrellas en su asta; el sol de la mañana brillaba como la plata en sus gavias mientras les zafaban los rizos y se agitaban en el viento. Pues bien; yo no soy marinero, pero había visto un montón de veces la maniobra de un barco para alejarse de puerto. Dios, ¿estábamos cerca de algún puerto civilizado, por donde pasan grandes barcos? Grité con todas mis fuerzas, pero por supuesto estaban demasiado lejos para oírme, y busqué febrilmente unas cerillas para encender fuego, cualquier cosa para atraer la atención de los yanquis y que vinieran a rescatarme. Pero por supuesto, no pude encontrar nada; casi me rompí el cuello tratando de mirar por el ojo de buey en busca de tierra, pero allí no había nada sino olas azules, y los yanquis desaparecieron por el horizonte hacia el este.

Todo el día estuve inquieto, preocupado, y, a media mañana, vi una pequeña embarcación de los nativos desde mi ojo de buey, y una baja línea de costa verde a lo lejos. Gradualmente apareció una playa ante mi vista y unas pocas chozas, luego casas de madera con empinados tejados. Ninguna bandera, nada que no fueran negros con taparrabos. No, allí había un uniforme, un inconfundible uniforme de la Armada, negro con galones dorados, y un sombrero de tres picos en un grupo cerca de un pequeño muelle. Y allí estaba el chirrido del cable del
Sulu Queen...
estábamos anclando a una milla de tierra. No importa, aquello era bastante cerca para mí. Estaba febril debido a la excitación mientras trataba de imaginar dónde podíamos estar. Nos habíamos dirigido hacia el oeste, por el sur del océano Índico, y allí había un pequeño puerto, pero lo bastante importante para que tocara un clíper yanqui. No podía ser El Cabo, no era aquélla la línea de costa que recordaba. ¿Port Natal? No creo que hubiéramos ido tan al oeste. Traté de recordar el mapa de la parte este de África. ¡Por supuesto, Mauricio! El uniforme de la Armada, los negros, el pequeño barquito de aspecto árabe... todo coincidía. Y Mauricio era suelo británico.

Temblaba al considerar este hecho. ¿En qué demonios estaba pensando Solomon, yendo hacia Mauricio? Madera y agua... Probablemente no había tenido ninguna otra oportunidad desde el Skrang. Conmigo bien encerrado, y Elspeth probablemente de igual manera, ¿qué tenía que temer? Pero era mi oportunidad... No habría otra como aquélla. Podía nadar esa distancia fácilmente. La cerradura de mi puerta chirrió en aquel momento.

Hay fracciones de segundo en las que uno no puede hacer planes. Miré al camarero que dejaba mi bandeja y sin tomar una decisión consciente, me volví lentamente hacia la puerta donde el matón malayo estaba quieto, le hice una señal e indiqué, frunciendo el ceño, el rincón de la cabina. Avanzó un paso, mirando adonde yo señalaba... y al instante su aparato reproductor estaba medio incrustado en su propio torso, impulsado por mi bota derecha, él volaba a través de la cabina, gritando, y Flashy estaba fuera a todo correr... ¿Hacia dónde? Había una escalerilla, que pasé de largo instintivamente, sin dejar de correr por un corto pasadizo, con el camarero chino gritando a mi espalda. Doblé la esquina. Había allí un trozo de cubierta abierto, los malayos enrollando cable, y puertas de acero abiertas de par en par hacia el sol y el mar. Mientras pasaba entre los sorprendidos malayos, apartándolos, eché un vistazo a un barquito que había entre nosotros y la costa, un distante espigón y unas palmeras, y sin más pasé a través de aquellas puertas como una flecha, y me zambullí, golpeando el agua con un fuerte chapoteo. Subí a la superficie, y luego nadé como un loco hacia adelante, luchando por mi vida hacia tierra.

Calculo que me costó unos diez segundos salir desde mi cabina hasta el agua, y otros tantos antes de estar junto a los pilares del muelle. Llegué medio inconsciente por el cansancio de mi esfuerzo, y tuve que trepar a la madera resbaladiza, cuando unos negros curiosos con pequeños barcos se acercaron para mirarme, charlando como cotorras. Miré hacia atrás, al
Sulu Queen
, y allí estaba, balanceándose pacíficamente, con unos pocos barcos nativos en torno a él. Luego miré hacia tierra: allí estaba la playa y un poblado de buen tamaño tras ella, con un gran edificio del que sobresalía una terraza y un poste —era una rara bandera de aspecto extraño, con rayas y un escudo—, de alguna compañía de navegación, quizá. Me aupé con dificultad por los postes, encontré una escala, subí y me quedé echado jadeando, empapado, en el muelle de madera, consciente de que se estaba formando un corro a mi alrededor. Eran todos negros, con taparrabos o túnicas blancas; algunos con aspecto bastante árabe, por sus narices y cabello. Pero allí estaba el uniforme de la Armada, que venía hacia mí, y la multitud retrocedió. Traté de levantarme, pero no pude, y los pantalones del marino se detuvieron ante mí, y su propietario se inclinó. Traté de controlar mis jadeos.

—Soy... un oficial británico... —resollé yo—. Escapado de... aquel barco... pirata... —Levanté la cabeza y las palabras murieron en mis labios.

El tipo que se inclinaba hacia mí llevaba un uniforme de la marina completo, incluso con sombrero y charreteras, la faja verde tenía un aspecto extraño, sin embargo. Pero eso no era nada. Su cara, que medio cubría el tricornio, era negra como el carbón.

Le miré y él me devolvió la mirada. Dijo algo en una lengua que no entendí, así que meneé la cabeza y repetí que era un oficial del ejército. ¿Dónde estaba el comandante? Se alzó de hombros, mostró sus dientes amarillos en una mueca y dijo algo, y la multitud rió.

—¡Maldita sea su estampa! —grité, luchando por levantarme—. ¿Qué demonios está pasando aquí? ¿Dónde está el capitán de puerto? Soy un oficial del ejército británico, el capitán Flashman, y... —estaba golpeándole con un dedo en el pecho y, para mi asombro, apartó mi mano airadamente a un lado y exclamó algo en su jerga infiel, en mi propia cara. Retrocedí, asombrado ante la desfachatez de aquel bruto, y hubo una conmoción detrás; miré y vi un barquito que se abría paso desde el mar hacia el final del muelle, y Solomon en persona que saltaba de su proa y corría hacia nosotros por las tablas, una figura maciza con su blusa y
sarong
, con una cara feroz.

«Bueno, querido —pensé yo—, aquí recibirás tu merecido, una vez esta gente se dé cuenta de que eres un maldito pirata», y levanté una mano para denunciarle a mi negro con charreteras. Pero antes de que pudiera salir una palabra, Solomon me había cogido por el hombro y me hizo dar la vuelta.

—¡Loco del demonio! —gritó—. ¿Qué ha hecho usted?

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