Flashman y señora (29 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Flashman y señora
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Me pregunté por un momento en la batalla si me habrían matado y luego transportado a algún paraíso delicioso celestial o terreno y yo no podía dejar escapar una oportunidad como aquélla, y mi pensamiento debió de reflejarse en mi expresión, porque toda la encantadora reunión gritó al unísono, y se dio la vuelta para huir. Quiero decir, que no hay que culparlas, porque ver a Flashy mirando lascivamente desde la puerta, cubierto de sangre y mugre, con la pistola en una mano y el machete ensangrentado en la otra no es lo mismo que si aparece el vicario para tomar el té. Ellas corrieron en desorden, cayendo en los cojines, tropezando unas con otras, dirigiéndose hacia las otras puertas de la habitación, y me pareció una cuestión de simple sentido común agarrar a la que tenía más cerca, una muchachita voluptuosa cuya única vestimenta consistía en un collar y unos pantalones de gasa; quizá fue mi mano o su tobillo o su henchido pecho lo que la hizo perder el equilibrio; el caso es que cayó ya dentro de una alcoba encortinada y por una estrecha escalera que bajaba, trastabillando y chillando, con Flashy persiguiéndola de cerca. Se quedó apoyada contra una pared con una pantalla al final, yo la agarré gozosamente, y en aquel momento recobré el sentido de mi verdadera posición al escuchar un ruido que apartó todos los pensamientos carnales de mi mente: una ensordecedora andanada de fusilería estalló en la calle al otro lado de la delgada pared de la casa, hubo un resonar de acero, un parloteo de voces nativas (piratas, seguramente) y en la distancia una voz inglesa dando órdenes de ponerse a cubierto.

Parecía una idea muy sensata; yo apreté a la chica que se retorcía contra el suelo, blandí mi pistola y le susurré que se callara. Ella se quedó temblando en mi presa, con la cara aterrorizada... una carita encantadora por cierto, entre china, india y malaya, probablemente, con grandes ojos llenos de lágrimas, una breve naricita, labios gordezuelos... Por Dios bendito, estaba muy bien hecha; más por instinto que por propia voluntad me encontré acariciándola, y ella temblaba bajo mis manos, pero tuvo el suficiente sentido común como para mantener la boca cerrada.

Agucé el oído, temeroso; los piratas se estaban moviendo al otro lado de la delgada pared, y súbitamente empezaron a disparar de nuevo, chillando, maldiciendo, gritando agónicamente. Se oyó el ruido de pies que corrían y disparos que silbaban horriblemente cerca... Yo le tapé a ella la boca con la mano y la estreché fuerte, temeroso de que pudiera chillar y atraer a algún salvaje que atravesaría la fina pared y me haría picadillo. Nos quedamos allí quietos, en la sofocante oscuridad al pie de la escalera, con el ruido de la batalla resonando a menos de dos metros de allí, y una vez, durante un segundo en que se calmó el tumulto, oí los gritos y quejas en algún lugar por encima de mi cabeza... Las otras muchachas de la academia de señoritas de Patusan esperando ser violadas y asesinadas, presumiblemente. Me encontré susurrando histéricamente en su oído: «¡Tranquila, tranquila, por el amor de

Dios!» y para mi asombro, ella gimoteó con lágrimas en los ojos como respuesta: «¡Amiga sua, amiga sua!» acariciando mi sudorosa cara con su mano, con una mirada de aterrorizada súplica en los ojos... incluso trataba de sonreír, también, una mueca patética, e intentaba llevar sus temblorosos labios a los míos, haciendo pequeños ruiditos de queja.

Bueno, a menudo he visto a algunas mujeres en las garras del terror, pero no podía explicarme aquel frenesí de pasión... hasta que me di cuenta de que mi temblor era de una naturaleza curiosamente rítmica, de que tenía una teta temblorosa en una mano y un rollizo muslo en la otra, que la parte inferior de nuestras ropas parecía haber desaparecido de forma misteriosa y mis tripas se estaban convulsionando con una sensación muy diferente al miedo. Estaba tan sorprendido que casi perdí el ritmo. Nunca me habría imaginado que pudiera montar a una hembra sin darme cuenta de que lo estaba haciendo, pero allí estábamos, dándole como el rey Hal en su luna de miel, después de todo lo que me había pasado aquel día, y con la batalla, el crimen y la muerte repentina desatados en torno a nosotros. Esto indica que en una crisis siempre prevalece nuestro instinto mejor. Algunos se ponen a rezar, otros llaman a la reina y a la patria, pero aquí había uno, estoy orgulloso de decirlo, que fornicaba instintivamente en las garras de la muerte, farfullando con espanto y atolondrada lujuria, pero dando lo mejor de sí mismo, porque cuando uno se da cuenta de que aquél puede ser su último polvo, procura hacerlo lo mejor posible y, ¿saben?, puede ser verdad que el amor perfecto disipe todo el miedo, tal como el doctor Arnold solía decir; al menos dudo que aquel asunto hubiera podido ir mejor, porque en el último momento de éxtasis mi compañera quedó completamente desmayada, y eso es lo máximo que uno puede hacer por ellas.

Fuera todavía estaban dale que te pego, pero después de un rato la acción pareció calmarse, y cuando por fin oí a lo lejos los inequívocos gritos ingleses de ánimo, juzgué que ya era seguro aventurarse fuera de nuevo. Mi chica ya había vuelto en sí, y estaba allí tirada desmadejada y llorando, demasiado asustada para moverse; tuve que darle con la parte plana de mi espada en las nalgas para mandarla escaleras arriba, y después de un vistazo precavido, salí a escape.

Por entonces ya había acabado todo. Mis casacas azules, que no parecían haberme echado de menos, habían rechazado el ataque pirata, y estaban muy ocupados vaciando el fuerte de sus objetos de valor antes de quemarlo. Brooke estaba decidido a destruir completamente los nidos de los piratas. Les dije que durante la lucha había oído gritos de mujeres en uno de los edificios, y que las pobres criaturas debían ser tratadas con toda consideración. Me mostré muy severo al respecto, pero cuando fueron a mirar, al parecer todo el rebaño había huido a la selva; allí no había ni un alma, así que salí para encontrar a Brooke e informarle.
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Fuera del fuerte era una pesadilla. El espacio abierto hasta el río estaba cubierto de cadáveres enemigos, la mayoría de ellos sin cabeza, porque los victoriosos dayaks habían estado muy ocupados con su espantoso trabajo de recolectar trofeos, y el propio río era un revoltijo de despojos humeantes. Los praos piratas habían sido quemados en la batalla o habían huido río arriba. Menos de la cuarta parte pudieron escapar, la mayor parte de sus tripulantes habían sido asesinados o expulsados hacia la selva, y se habían reunido gran número de heridos y prisioneros en uno de los fuertes capturados. Habíamos tomado cinco fuertes, y dos de ellos estaban ya ardiendo. Cuando llegó la noche a Patusan, parecía de día por la luz anaranjada de los edificios en llamas. El calor era tan intenso que por un tiempo tuvimos que retirarnos a los barcos, pero durante la noche los trabajos habían concluido: se encerró y alimentó a los prisioneros, atendimos a nuestros propios heridos, se evaluó y embarcó el botín de los fuertes y reparamos nuestros barcos, llenamos de nuevo las bodegas, sacamos nuevas armas y municiones, contamos los muertos y toda aquella espantosa confusión se convirtió por fin en algo parecido al orden.

Yo había visto ya las consecuencias de una batalla cincuenta veces y volví a verlas una vez más, y es infernal, pero a pesar de los estragos y del agotamiento siempre hay un pensamiento que te anima: sigo aquí. Enfermo, dolorido y agotado, quizá, pero al menos sano y salvo, con un lugar donde descansar. Y con un buen polvo a cambio, aunque algo azaroso. El único inconveniente era que allí no había ni rastro del
Sulu Queen
, así que todo aquel horrible asunto tendría que empezar de nuevo, cosa que no quería ni imaginar.

Le dije algo así a Brooke, con la débil esperanza de hacerle abandonar. Por supuesto, me mostré angustiado, desgarrado entre el amor de Elspeth y la preocupación por lo mucho que había costado ya su rescate.

—Esto no está bien, rajá —dije, con aspecto piadosamente preocupado—. No puedo pedir este tipo de... sacrificio de usted y su gente. Dios sabe cuántas vidas se perderán... cuántos nobles compañeros... No, no lo aceptaré. Ella es mi mujer, y... bueno, me corresponde a mí, ya lo sabe...

Mi hipocresía era espantosa; insinuar que yo haría el trabajo por mi cuenta, de una forma sin especificar, cuando en realidad, si hubiera tenido la oportunidad, habría corrido hacia Singapur en aquel momento, habría ofrecido una recompensa y me habría sentado a esperar, alejado del peligro. De todo lo cual podía deducirse que el día pasado entre los piratas de Borneo había disipado casi por completo la locura que me había asaltado temporalmente en el cuarto de calderas la noche anterior. Pero yo perdía el tiempo, por supuesto; él se limitó a agarrar mi mano con lágrimas en los ojos y exclamó:

—¿De verdad cree que hay un solo hombre entre nosotros que le vaya a fallar ahora? ¡La recuperaremos a toda costa! Además —y rechinó los dientes—, todavía tenemos que erradicar a esos malvados piratas... ¡hemos ganado una batalla decisiva, gracias a hombres valientes como usted, pero debemos darles el golpe de gracia! Así que ya ve, estoy decidido a seguir adelante, aunque su amada no estuviera en sus asquerosas manos —agarró mi hombro—. Usted es un hombre blanco, Flashman, y yo sé que seguiría adelante solo si tuviera que hacerlo; bueno, puede contar con J. B. para todo, así que, ¡allá vamos! —eso era lo que yo me temía.

Estuvimos otros dos días en Patusan, esperando noticias de los espías de Brooke y encendiendo las piras funerarias de los dayaks a favor del viento en la orilla del río. Entonces nos llegaron noticias de que el
Sulu Queen
había sido avistado a treinta kilómetros corriente arriba, con una fuerza de praos enemigos, pero cuando nos dirigimos allí el día 10, los pájaros habían volado hasta el fuerte de Sharif Muller en el río Dundup, así que durante dos días más tuvimos que perseguirlos, atormentados por el insoportable calor y los mosquitos. La corriente iba cada vez más rápida y nosotros nos dejábamos arrastrar por ella. Tuvimos que dejar atrás al
Phlegethon
por culpa de la corriente y los troncos y ramas en el agua, a los cuales los piratas habían añadido trampas de troncos y redes de roten sumergidas para obstaculizar nuestros remos. A cada momento había que parar y sumergirnos para despejar el camino, cortar las trepadoras y luego salir, empapados de sudor y agua grasosa, jadeando para respirar, los ojos volviéndose todo el tiempo hacia aquel muro de verdor humeante que nos rodeaba a cada lado, esperando el silbido de un dardo de
sumpitan
que de repente saliera de la selva para darle a un remero o quedarse vibrando en las bordas. Beith, el cirujano de Keppel, iba constantemente arriba y abajo de la flota sacando la pus y materia de los miembros y cauterizando heridas; afortunadamente, rara vez eran fatales, pero yo calculé que sufríamos una baja cada media hora.

No habría sido demasiado malo si yo hubiera tenido todavía las láminas de acero del
Phlegethon
para esconderme detrás, pero había sido asignado al barco explorador de Paitingi, que estaba a menudo en cabeza; sólo por la noche volvía a bordo del
Jolly Bachelor
con Brooke, y no era demasiado cómodo: tenía que dormir acurrucado a los pies de su escalerilla después de haber esparcido por cubierta unas tachuelas para prevenir los ataques nocturnos, sudando en la oscuridad, sucio y desaliñado, escuchando los chirriantes ruidos de la selva y el ocasional golpeteo distante de un gong de guerra: dum, dum, dum, que surgía de la neblinosa oscuridad.

—Dale al gong, Muller —decía Brooke—, iremos a tocarte una bonita melodía finalmente, y si no, espera y verás. Tendremos un poco de diversión entonces, ¿eh, Flashy?

Para él, supongo que lo que ocurrió al tercer día en el Undup
fue
divertido: un ataque al amanecer al fuerte de Muller, que era un gran castillo de bambú con empalizada en una empinada colina. Los praos con cohetes lo machacaron, y también a los restos de la flota pirata en su fondeadero, y entonces los hombres del
Dido
y los dayaks llenaron la costa como hormigas y éstos bailaron la última danza guerrera en el embarcadero antes del ataque, brincando, agitando sus
sumpitans
y gritando: «¡Dayak!». («Son así», me dijo Paitingi mientras mirábamos desde el barco explorador, «tan pronto gritan como luchan», y me pareció terrible.) El pobre Charlie Wade murió al asaltar el fuerte; después me dijeron que le habían disparado mientras ponía a un niño malayo a cubierto, lo cual muestra adónde te conduce la caridad cristiana.

Yo sólo participé en la lucha, sin embargo, cuando un prao se liberó del fondeadero pirata y se dirigió río arriba, con los remos a toda pastilla y el gong resonando sin parar. Paitingi bailaba arriba y abajo, rugiendo en escocés y árabe que podía ver la bandera personal de Muller en él, así que nuestro barco lo siguió. El prao se fue a pique, alcanzado por un cohete, pero Muller, un villano bastante obstinado con coraza acolchada y turbante negro, subió a un sampán. Le dimos alcance, disparando esporádicamente, y yo sentía horror al pensar en el abordaje cuando el tipo, amablemente, saltó por encima de la borda con su gente y se alejó nadando. Le perdimos al borde de la selva, y Paitingi se tiraba de la barba, maldiciendo como sólo un árabe puede hacerlo.

—¡Vuelve y lucha, hijo de una perra malaya! —gritó, sacudiendo el puño—.
Istagfurallah
! ¿Así es como prueban su coraje los piratas? ¡Sí, corre a la selva, chulo de Port-Said! ¡Por los Siete Héroes, le daré tu cabeza a mis Lingas, carroña incircuncisa! ¡Ag! ¡Maldita sea su abuela!, ¡es un cobarde, eso es lo que es!

Por entonces el fuerte fue tomado
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y lo dejamos ardiendo y con los muertos sin enterrar, porque un prisionero nos había dicho que nuestra presa principal, Suleiman Usman, con el
Sulu Queen
(y presumiblemente mi errante mujer en él) se había refugiado arriba, en el río Skrang, con un grupo de praos. Así que otra vez bajamos el Undup, mucho más rápidamente de lo que habíamos subido, hacia la corriente principal, donde el
Phlegethon
se había quedado protegiendo la confluencia.

—Puedes correr ahora todo lo que quieras, Usman, hijo mío —decía Brooke—. El Skrang es navegable durante unos cuantos kilómetros como mucho; si lleva al
Sulu Queen
a alguna distancia hacia arriba, embarrancará. Tiene que quedarse y luchar. Sigue teniendo más hombres y más quillas que nosotros, y mientras nosotros hemos estado persiguiendo a Muller, ha tenido tiempo para prepararse. Debe de saber que estamos bastante cansados y mermados.

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