—¡Muy bien, estupendo! —gritó, y de pie en la proa, agitó su sombrero—. Ahora, vosotros, amigos, ¡vamos a ponerlos en su sitio! Dos luces azules allí. ¡Señalad el avance! Machetes y armas pequeñas. ¡Todo el mundo al ataque!
Los casacas azules chillaron y patalearon, y mientras se alzaban las luces azules el griterío se extendió por nuestras líneas, y a cada lado los praos se dirigieron hacia adelante, con los cañones de proa retumbando, los fusiles que disparaban desde las plataformas, los tripulantes apiñados hacia adelante en las proas. Mientras nuestra línea se estabilizaba, el fuego de artillería aumentó en un nuevo crescendo. Los disparos silbaban por encima de nosotros, agachados, y de repente hubo un ruido estruendoso, un coro de gritos, y yo me encontré de pronto empapado de sangre, mirando con horror dos piernas y medio cuerpo que se agitaban débilmente en el puente frente a mí, donde un instante antes un marinero estaba metiendo balas en el cañón. Me senté de golpe, manoteando en aquel caos horrible, y Brooke me puso de pie de nuevo, chillando para preguntarme si estaba bien, y yo le contesté también gritando que el callo del dedo gordo del pie me dolía horrores... Dios sabe por qué dice uno esas cosas, pero él lanzó una risotada salvaje y me empujó hacia adelante, hacia la barandilla de proa. Me agaché, temblando y a punto de vomitar, paralizado de miedo, pero, ¿quién lo habría reconocido entonces?
De repente, los cañonazos cesaron y durante unos segundos hubo un silencio en el cual se podía oír el agua chapoteando bajo el tajamar del
Jolly Bachelor
mientras iba deslizándose hacia adelante. Entonces la fusilería estalló de nuevo, nuestros tiradores apostados en los praos vertían su fuego a las líneas piratas, y los piratas nos devolvían andanada por andanada. Gracias a Dios, el
Jolly Bachelor
era demasiado bajo y estaba demasiado cerca para que pudieran alcanzarnos con los cañones, pero mientras navegábamos hacia ellos, el agua hervía a los dos lados con sus disparos de fusilería, y detrás de mí oí gritos y juramentos de hombres heridos. Nuestra línea entera estaba cargando, los praos en los flancos, el
Jolly Bachelor
en el centro, hacia los barcos exploradores. Estaban a apenas cincuenta metros y yo miraba con horror el más cercano, justo delante, cuya plataforma se proyectaba por encima de sus parapetos atestados de caras salvajes y brillantes, aceros empuñados y cañones humeantes...
—¡Nos harán pedazos! Nos iremos a pique... ¡Dios mío! —grité, pero nadie me oía en aquella barahúnda infernal. Un marinero que tenía junto a mí gritó y se puso de pie, arrancándose un dardo de
sumpitan
del brazo; mientras yo me ponía a cubierta detrás de la barandilla, otro se quedó colgado en un cable a un palmo de mi cara; Brooke se inclinó por encima, sonriendo, lo agarró, lo lanzó a lo lejos y luego hizo algo increíble. No di crédito a mis ojos y apenas puedo creerlo ahora, pero es cierto.
Se quedó de pie, en la proa, completamente erguido, con un pie en la barandilla, se quitó el sombrero y cruzó los brazos, mirando directamente hacia arriba a aquella masa de muerte aullante y gesticulante que nos lanzaba nubes de disparos, aceros y flechas envenenadas. Sonreía con serenidad, y parecía estar diciendo algo.
—¡Agáchate, loco estúpido! —grité, pero él no me oyó, y me di cuenta de que en realidad no estaba hablando... estaba cantando. Por encima del estrépito de los mosquetes, el silbido y el ruido sordo de aquellos horribles dardos, los gritos y los alaridos, se podía oír:
Ánimo, muchachos, vamos
Vamos hacia la gloria
Que quede en la memoria
Este año prodigioso
Ahora se volvía, cogido a un estay con una mano para guardar el equilibrio, marcando el compás con el otro puño, la cara iluminada por la risa, animándonos a cantar. De la multitud de detrás vino con estrépito:
Nuestros barcos tienen corazón de roble
Buenos marineros son nuestros hombres
Siempre vigilantes,
seguid, chicos, adelante
¡A luchar y a ganar, una y otra vez!
El
Jolly Bachelor
se estremecía en el agua al rozar la plataforma del prao pirata, y unas figuras aullantes dando mandobles cayeron entre nosotros. Yo estaba tirado en el puente, alguien me pisoteaba la cabeza, y me levanté para encontrarme frente a una cara contraída, amarilla y que no paraba de aullar; tuve una visión instantánea de un pendiente de jade grabado en forma de media luna y un turbante escarlata, y al momento él había desaparecido por encima de la borda con un alfanje metido hasta la empuñadura en el estómago. Le disparé mientras caía, resbalé en la sangre del puente y fui a parar contra los imbornales, mirando a mi alrededor con pánico. La cubierta era una verdadera barahúnda, llena de casacas azules que luchaban contra un pirata, lo mataban y lanzaban el cuerpo por encima de la borda. El prao que habíamos abordado estaba ahora detrás de nosotros, y Brooke chillaba:
—¡Venga, remeros! ¡Empujad con ganas! ¡Ésa es nuestra presa, chicos! ¡Adelante!
Apuntaba hacia la orilla derecha, donde la empalizada, alcanzada por el fuego de cohetes, estaba caída, convertida en una ruina humeante; más allá, en otro de los fuertes cuya empalizada ardía hecha ascuas, se veían unas figuras diseminándose y unos pocos valientes que trataban de extinguir las llamas. Detrás de nosotros había una increíble carnicería, nuestros praos y los piratas entrelazados en una sangrienta lucha cuerpo a cuerpo, y a través de los agujeros pasaban nuestras chalupas, siguiendo la estela del
Jolly Bachelor
, que iba cargado de malayos con espadas y dayaks.
El agua estaba sembrada de humeantes despojos y formas que luchaban; los hombres caían de las plataformas y nuestros barcos los recogían cuando eran amigos, o los remataban y los arrojaban a la sangrienta corriente si eran piratas. El humo de los praos ardiendo subía serpenteando en una gran nube por encima de aquella escena infernal. Recordé aquellas palabras sobre «una sombra de muerte en torno a los barcos» y alguien me sacudió el brazo, era Brooke que me gritaba, apuntando en la costa cercana la brecha humeante en la empalizada.
—¡Tome ese fuerte! —chillaba—. ¡Dirija a los casacas azules! ¡Cargue, me oye, no se cubra, no se detenga! ¡Sólo ábrase paso con el machete! ¡Cuidado con mujeres, niños y prisioneros! ¡Atáqueles, Flashy! ¡Buena suerte!
Pregunté con mucho tacto si estaba completamente loco, pero para entonces él ya se encontraba a diez metros de distancia, metiéndose por entre los bajíos mientras nuestro barco se acercaba a la orilla inclinada. Subió por la costa, haciendo señales a las otras chalupas para que se acercaran a él; ellos iban girando a su señal y allí estaba yo, con el revólver en la mano temblorosa, mirando horrorizado por encima de las proas las ruinas carbonizadas de la empalizada, y más allá, a sus buenos cien metros de tierra apisonada, ya salpicada con víctimas de cañón y más allá todavía, a la ardiente barrera del muro exterior del fuerte. Dios sabe cuántos demonios armados estaban esperándonos listos para dispararnos con sus fusiles y luego desgarrarnos en la lucha cuerpo a cuerpo... si es que llegábamos a eso. Miré a mi alrededor al
Jolly Bachelor
, repleto de marineros vociferantes, sombreros de paja, caras barbudas, guardapolvos blancos, ojos brillantes, machetes listos, esperando la orden. Y la orden, sin duda alguna, tenía que darla el viejo Flash.
Bueno, se diga lo que se diga de mí, conozco mi deber, y si hubo algo que me enseñó Afganistán fue el arte del liderazgo. En un momento había cogido un machete, enarbolándolo en el aire y volviéndome hacia la enloquecida tripulación que me seguía.
—¡Eh, chicos! —grité—. ¡Vamos, pues! ¿Quién será el primero detrás de mí en ese fuerte de ahí? —salté a la orilla, agité el machete de nuevo y aullé—: ¡Seguidme!
Salieron corriendo del barco pisándome los talones, gritando y dando vítores, blandiendo las armas, y mientras yo gritaba: «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Rule Britannia!» ellos corrían en tumulto hacia la costa, dispersando los carbones de la empalizada. Yo avancé con ellos, por supuesto, haciendo pausas sólo para animar a los de la retaguardia con gritos viriles, hasta que calculé que había un montón delante de mí; entonces corrí en persecución de la vanguardia, no dirigiéndola desde atrás, exactamente. Más bien desde la mitad, que es el lugar más seguro para colocarse a menos que se enfrente uno con artillería civilizada.
Cargamos a través del espacio abierto, aullando como lobos; mientras corríamos, vi que en nuestro flanco derecho Brooke estaba dirigiendo a los malayos armados contra otro fuerte. Llevaban esos espantosos
kampilans
con mechones de pelo en la empuñadura, y detrás de ellos vino desde los barcos una segunda oleada de ibanes medio desnudos, empuñando sus lanzas
sumpitan
y chillando: «¡Dayak! ¡Dayak!» mientras corrían. Pero ninguno de ellos alcanzaba la velocidad y la furia de mis marineros, que estaban ahora casi encima de la llameante empalizada del fuerte; mientras la alcanzaban, por pura suerte, cayó hacia adentro con un gran exhalación de chispas y humo, y mientras la mayoría trepaba sobre los restos humeantes, pude ver lo listo que había sido al no ponerme en cabeza de la carga. Allí, en una irregular doble línea, estaba una tropa de fusileros piratas presentando sus piezas. Partió su andanada, dio a uno o dos de los nuestros que iban delante y luego el resto se echó sobre ellos, con los alfanjes en alto, el viejo Flash llegó metiendo mucho ruido al punto donde había más de nuestros chicos.
Me pareció que podía obtener los mejores resultados enfrentándome al enemigo con mi Colt, y esto me dio la oportunidad de ver algo que vale la pena, con la condición de que uno pueda encontrar un refugio seguro: el terrible mandoble de hombro a hombro de los casacas azules británicos. Yo diría que la Armada lleva enseñando estas cosas desde los tiempos de Blake, y el señor Gilbert, que nunca lo vio, se ríe mucho ahora de todo eso, pero yo lo he visto, y sé ahora por qué hemos dominado los océanos durante siglos. Debía de haber un centenar de piratas contra nuestra primera línea de veinte, pero los marineros se limitaron a cargar en una sólida cuña, con los machetes levantados para dar un revés. Luego un paso y un mandoble, luego clavar, paso, mandoble y luego clavar, paso-mandoble-clavar, y aquella línea pirata se fundió y cayó en una confusa mezcolanza de caras y hombros cortados, a través de la cual los marineros pasaron rugiendo. Aquellos piratas que aún estaban de pie se volvieron con el rabo entre piernas y casi se arrojaron a las puertas del fuerte, y nuestros chicos les persiguieron y maldijeron por ser unos marineros cobardes... Aquello hizo que me sintiera muy orgulloso de ser británico, se lo aseguro.
Yo estaba bastante cerca de la vanguardia, por entonces, chillando órdenes y dando un mandoble a algún herido que estuviera mirando en otra dirección. Los defensores, obviamente, esperaban que sus fusileros nos mantuvieran fuera de las puertas, pero estábamos dentro antes de que se dieran cuenta. Había una partida de piratas tratando de colocar un cañón para dispararnos en la entrada; uno de ellos cogió un lanzafuegos, pero antes de que pudiera tocarlo, media docena de cuchillos se clavaron en su cuerpo, y él cayó despatarrado encima del cañón mientras los otros se volvían y salían corriendo. Estábamos dentro, y todo lo que quedaba por hacer era perseguir y aniquilar a todos los piratas para que el lugar fuera nuestro.
Esto no presentó ninguna dificultad, ya que no había ninguno, por la sencilla razón de que aquellos malditos cobardes se habían esfumado todos por el camino de atrás, y estaban escabulléndose para dar la vuelta y sorprendernos por detrás en la puerta. En aquel momento yo no sabía todo aquello, por supuesto; estaba demasiado ocupado enviando partidas armadas al mando de pequeños oficiales para conquistar el interior, que no se parecía a ningún otro fuerte que yo hubiera visto. De hecho, era el palacio y cuartel general de bambú de Sharif Sahib, un gran laberinto de casas, algunas de ellas incluso de tres pisos, con escaleras exteriores, pasadizos que las unían, verandas y pasajes con pantallas por todas partes. Acabábamos de empezar el saqueo y habíamos descubierto el guardarropa privado de Sharif —una asombrosa colección que incluía ropa tan variada como turbantes de tela dorada, tiaras enjoyadas, chisteras y trajes occidentales— cuando estalló un verdadero infierno junto a la puerta principal, y hubo un movimiento general en aquella dirección. General, pero no particular. Mientras los marineros leales corrían hacia allí en busca de más sangre, me deslicé sigilosamente desde el guardarropa de Sharif Sahib en la dirección opuesta. No sabía adónde conduciría aquello, pero al menos me apartaba del fuego... ya había visto bastante sangre y horror por un día, y corrí por un puente de bambú hacia la casa de al lado, que parecía estar desierta. Allí había un largo pasadizo, con puertas a un lado, y yo dudaba de cuál sería el escondite más seguro cuando una de ellas se abrió y salió de allí el hombre más grande que había visto en toda mi vida.
Medía al menos dos metros de alto, y era tan feo como grande: una gorda cara redonda y amarilla incrustada entre unos enormes hombros, con un gorro ornamentado en la cima, unos ojos saltones y una gran espada agarrada con sus manos rechonchas. Gritó al verme, retrocediendo en el pasadizo con una carrera extraña, torpe, y entonces agitó su espada por encima de la cabeza, chillando como una válvula de vapor, perdió el equilibrio y desapareció con gran estrépito, cayendo escaleras abajo. Por el sonido que hizo, debió de llevarse consigo dos pisos, pero yo no me quedé allí esperando a que saliera alguno más como él, así que entré por la puerta más cercana y me quedé estupefacto, incapaz de creer lo que veían mis ojos. Estaba en una gran habitación llena de mujeres.
Cerré los ojos y los volví a abrir, preguntándome si estaba soñando o si sufriría alucinaciones después de aquel terrible día. Pero aquello seguía allí, como una escena sacada de las
Noches árabes
de Burton, el libro ilustrado que sólo se puede conseguir en el continente. Colgaduras de seda, sofás, alfombras, cojines, un intenso perfume que venía en oleadas, y las damas, en buen número, todas hermosas, según comprobé, y evidentemente orgullosas de ello, porque no había ropa suficiente en todo el grupo como para cubrir un solo cuerpo dignamente. Unos cuantos
sarongs
, jirones de seda, brazaletes, pantalones de satén, un turbante o dos, pero nada que pudiera ocultar aquellos miembros espléndidos, aquellas caderas bien formadas, aquellas nalgas rollizas, aquellas tetas respingonas. Me limité a mirar, incrédulo, y desviar mis ojos de los cuerpos a las caras: todos los tonos desde el café y beige hasta el miel y el blanco, y todas hermosas; labios rojos temblorosos oscuros ojos pintados con
kohl
abiertos de par en par con terror.