Flashman y señora (26 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Flashman y señora
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Mientras mirábamos, el resto de nuestra flota había pasado y estaba corriendo río arriba, los remos funcionando a toda marcha y las velas cuadradas de los praos preparadas para recoger la ligera brisa marina. Un barco explorador corría hacia nosotros desde el prao de Keppel, la gruesa figura de Paitingi en la proa; más allá, el pueblo estaba medio escondido entre el humo de los praos piratas, que ardían a la orilla del agua, y los cohetes disparaban de nuevo, esta vez contra los praos más pequeños que estaban reunidos más arriba, cerca de la boca del río Linga. Yo miré hasta que me dolieron los ojos, y antes de que el
Phlegethon
rodeara el siguiente recodo, a un poco más de dos kilómetros corriente arriba, se elevaron unos vítores desde los barcos que nos rodeaban. Yo volví mi catalejo y vi que la bandera verde del fuerte lejano estaba siendo arriada, y la Union Jack estaba ocupando su lugar.

«Bueno —pensé—, si es así de fácil no necesitamos sudar mucho; con un poco de suerte tendrás una travesía tranquila, Flash, amigo mío...», y en aquel preciso momento Brooke apareció a mi lado.

—¿Un trabajo aburrido para usted? —dijo—. No se impaciente, querido amigo, finalmente podrá entrar en acción, ¡cuando lleguemos a Patusan! Allí habrá diversión de la buena, ya lo verá —y sólo para darme una idea, me llevó abajo y me dio a elegir entre unos cuantos revólveres de Jersey con cañones tan largos como mi pierna—.
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Y un sable, por supuesto —añadió—. Se sentiría desnudo sin él.

Poco sabía él que yo podía sentirme desnudo con una armadura puesta y dentro de un acorazado que fuese atacado por una cantinera furiosa. Pero uno tiene que mostrar voluntad, así que acepté sus armas con el ceño fruncido e intenté lanzar un par de estocadas con el sable como exhibición, murmurando profesionalmente y rogando a Dios no tener nunca la oportunidad de usar aquello. Él asintió, y luego puso una mano en mi hombro.

—¡Así me gusta! —dijo—. Pero, Flashman, sé que usted siente que debe desquitarse por muchas cosas, y que el pensamiento de esa querida y dulce criatura suya... bueno, puedo ver en su cara la rabia que le invade... y no le culpo. Pero, ¿sabe una cosa? Cuando voy a entrar en combate, intento recordar que Nuestro Salvador, cuando expulsó a los mercaderes del templo, sintió remordimientos por haber sucumbido a tal provocación, ¿verdad? Así que trato de contener mi ira y atemperar la justicia con la misericordia. No es una mala mezcla, ¿verdad? Dios le bendiga, amigo —y allá fue, sin duda para echar otro vistazo exultante a los praos ardiendo.

Él me desconcertaba, pero entonces me pasaba lo mismo con muchos buenos cristianos, probablemente porque soy bastante malo yo mismo, y no teniendo demasiada conciencia, no estoy en posición de juzgar a los que parecen tenerla tan acomodaticia... y es que me importaba un pimiento a cuántos piratas había tostado él antes de lanzarme su discursito moralizante. Tal como resultó luego, no habían sido muchos. Cuando Keppel llegó hasta nosotros, informó de que el fuerte había caído sin un disparo, y Sharif Jaffir había huido por la selva con la mayoría de los piratas Lanun tras él; los que quedaban se habían rendido cuando vieron sus barcos destruidos y el tamaño de nuestra flota.

Así que habían hecho un buen trabajo, y lo que más le gustaba a Brooke era que Keppel se había llevado a trescientas mujeres que los Lanuns tenían como esclavas; las visitó en el prao de Keppel, dándoles palmaditas en la cabeza y prometiéndoles que pronto estarían a salvo en casa de nuevo. Yo habría consolado a algunas de ellas con más calidez, por mi parte —aquellos piratas Lanun tenían buen gusto— pero por supuesto no se podía pensar en eso con un eunuco como líder.

Después echó un vistazo a los piratas y esclavistas que habían sido hechos prisioneros, y ordenó la ejecución inmediata de dos de ellos. Uno era el renegado Makota, creo. Él y Brooke conversaron gravemente durante unos cinco minutos, mientras el pequeño villano regordete sonreía y movía los pies desnudos, con un aire tímido. De acuerdo con Stuart, estaba confesando las indescriptibles torturas a las que él y su compañero habían sometido a algunas de las mujeres prisioneras la noche anterior. La partida de Keppel había encontrado las espantosas pruebas en el pueblo. Finalmente, cuando Brooke le dijo que su carrera había terminado, aquel horrible tipo asintió alegremente, batió palmas y gritó: «Salaam, tuan besar». Entonces Jingo deslizó un mosquitero y una cuerda por encima de su cabeza y ¡fiú!, un rápido tirón y Makota ya iba de camino hacia los felices campos de los cazadores de cabezas.
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El otro condenado empezó a patalear y armar un espantoso revuelo al ver aquello, exclamando: «¡
Cris, cris
!» y mirando la cuerda y el mosquitero como si fueran el propio diablo. No estoy seguro de cuál era su objeción al estrangulamiento, pero ellos le siguieron la corriente, llevándole a la costa para evitar el escándalo. Miré desde la barandilla; se quedó de pie, muy tieso, con su cara de sapo impasible, mientras Jingo sacaba su
cris
, apuntaba delicadamente bajo la clavícula del lado izquierdo y empujaba con fuerza. El tipo ni siquiera pestañeó.

—Un asunto lamentable —dijo Brooke—, pero ante tales atrocidades, encuentro difícil permanecer sereno.

Después de esto, todos fuimos de nuevo a bordo del
Skylark
, con destino a Patusan, que estaba a más de treinta kilómetros corriente arriba.

—Se quedarán allí y lucharán, donde se estrecha el río —observó Keppel—. Doscientos praos, diría yo, y sus hombres de la selva acribillándonos con sus cerbatanas desde los árboles.

—Eso no importa —replicó Brooke—. Hay que quemar las barreras y luego salir corriendo y embarcar, cuerpo a cuerpo. Son los fuertes lo que cuenta... cinco de ellos, y puede estar seguro de que habrá mil hombres en cada uno. Debemos hacerlos salir con cohetes y cañones y luego cargar, al viejo estilo. Ése será tu turno, Charles, como de costumbre —le dijo a Wade, y para mi horror, añadió—: llevaremos a Flashman con nosotros. Hará uso de sus talentos especiales, ¿verdad? —y me sonrió como si fuera mi cumpleaños.

—¡No podría ser mejor! —gritó Wade, dándome una palmada en la espalda—. Seguro que tendremos un poco de jaleo, amigo. Mejor que Afganistán, y usted podrá participar. ¡Apuesto a que nunca ha visto un montón de praos apretujados en el Khyber Pass ni ha obligado a los Paythans a que le echen troncos de árbol encima! Pero, demonios, mientras pueda nadar, correr, escalar un muro de bambú y mantener la espada en funcionamiento, enseguida le cogerá el tranquillo. ¡Como Trafalgar y Waterloo en uno, con una pelea en un pub de Silver Street por añadidura!

Todos ellos gritaron de placer ante estas deliciosas perspectivas, y Stuart dijo:

—¿Recuerdas Seribas el año pasado, cuando tiraron los troncos detrás de nosotros? ¡Por todos los demonios, aquélla sí que fue una buena! ¡Nuestros Ibans tuvieron que hacerles bajar de los árboles con
sumpitans
!

—Buster Anderson recibió un tiro en una pierna cuando abordaba el
bankong
aquel que se estaba hundiendo —gritó Wade—, y Buster tuvo que nadar para alcanzar la orilla, con los piratas a un lado y los cocodrilos al otro... Y llegó a la costa, rebozado en barro y sangre, gritando: «¿Alguien ha visto mi bolsa de tabaco? ¡Tiene mis iniciales!».

Rieron de nuevo a carcajadas, y dijeron que Buster era un tipo curioso, y Wade recordó cómo fue metiéndose entre los combatientes en plena batalla, haciendo proezas buscando su petaca.

—¡Y lo mejor de todo —farfulló— era que Buster no fumaba!

Aquello les divirtió inmensamente, por supuesto, y Keppel preguntó dónde estaba el viejo Buster.

—Ah, le perdimos en Murdu —dijo Brooke—. En la misma fiesta donde conseguí esto —y se tocó la cicatriz y un buen golpe en el bíceps. Un Balagnini saltó sobre él mientras enrollaba el cable de popa. La pistola de Buster falló. Era el tipo más condenadamente descuidado que se pueda imaginar con las armas de fuego, ¿sabe?, y el Balagnini cortó la cabeza del viejo amigo casi del todo con su
parang
. Mal asunto.

Todos sacudieron la cabeza y asintieron diciendo que era una maldita lástima, pero se animaron finalmente cuando alguien recordó que Jack Penty había respondido al Balagnini con un bonito revés poco después, y de aquello pasaron a rememorar felices recuerdos similares de antiguos amigos y enemigos, la mayoría de ellos muertos en las circunstancias más horribles. Justo el tipo de cosas que me gusta oír antes de desayunar, pero, saben, como supe después por Brooke, en realidad estaban tratando de levantarme el ánimo.

—Perdone su frivolidad —dijo— es con buena intención. Charlie Wade ve que usted está bastante decaído, preocupado por su dama, y trata de divertirle con su charla acerca de batallas pasadas y heroicas acciones por venir. Bueno, cuando los caballos de guerra oyen las trompetas, no piensan en nada más, ¿verdad? Si usted simplemente se dedica a pensar en lo que hay que hacer... y yo sé que está ansioso por meterse en ello, se sentirá mucho mejor —él murmuró algo más acerca de que mi corazón sería lo bastante tierno para sufrir, pero lo bastante duro para no romperse, y salió para ver si todavía estábamos encaminados en la dirección correcta.

Por entonces yo estaba ya preparado para salir corriendo, pero esos son los inconvenientes de estar embarcado. Uno sólo puede correr en círculos. La tierra no estaba lejos, por supuesto, si hubiera podido alcanzarla a través de un agua que sin duda estaba repleta de cocodrilos y estuviera dispuesto a vagar por una selva inexplorada llena de cazadores de cabezas. Y la perspectiva se hacía peor a medida que pasaba aquel día febril y bochornoso. El río serpenteaba y se hacía más estrecho, hasta que apenas hubo unos pocos metros de lentas aguas a cada lado de los barcos, con una sólida pared de selva rodeándonos. Cada vez que un pájaro chillaba en la espesura yo casi sufría un ataque, y nos atormentaban nubes de mosquitos que añadían su zumbido incesante a la monótona vibración de los motores del
Phlegethon
y el rítmico susurro de los remos de los praos.

Lo peor de todo era el olor repugnante. Cuanto más avanzábamos, más nos adentrábamos en la selva, y más insoportable se hacía aquella atmósfera putrefacta, almizclada, sofocante en su humeante intensidad. Me sugería pesadillas de cadáveres pudriéndose en espantosos pantanos... El sudor que me empapaba casi se convirtió en hielo cuando vi aquel hostil muro de espesa vegetación que parecía ocultar espantosas caras en sus sombras, e imaginé horrores al acecho en sus profundidades, esperando.

Si el día era malo, la noche era diez veces peor. La oscuridad nos sorprendió todavía a unos kilómetros de Patusan, y la niebla llegó con la oscuridad; cuando lanzamos el ancla en mitad de la corriente; no había nada que ver salvo blancos espectros pálidos yendo y viniendo en la emponzoñada oscuridad. Con las máquinas paradas uno podía oír el agua gorgoteando, fangosa, superponiéndose el sonido incluso al diabólico coro de gritos y chillidos que provenían de la oscuridad... para mí la selva era algo nuevo, y no conocía el pasmoso coro de ruidos que la puebla por la noche. Me quedé en el puente cerca de diez minutos, y en ese tiempo vi al menos media docena de praos cargados de calaveras y repletos de salvajes empezando a emerger de las sombras, que luego se disolvían en las propias sombras. Después decidí que yo también podía acostarme, lo cual hice sumergiéndome en las profundidades de aquella sofocante tina de hierro. Encontré un agujero en el rincón de la sala de máquinas y me agazapé allí con mi Colt en la mano, escuchando los malignos susurros de los cazadores de cabezas congregándose al otro lado de la plancha de un centímetro de grosor.

¡Apenas diez días antes estaba en aquel restaurante de Singapur, atracándome con la mejor comida y bebida y poniendo un ojo lascivo en madam Sabba! Ahora, por culpa de la estupidez de Elspeth, yo estaba al borde de la muerte, o algo peor. Pensé que si salía de aquello, me divorciaría de aquella perra, eso estaba claro. Había sido un imbécil por casarme con ella, y acariciando esta idea debí de quedarme adormilado, porque podía verla en aquel campo soleado junto al río, con el cabello dorado extendido sobre la hierba, las mejillas húmedas y rosadas por el éxtasis de nuestro primer encuentro, sonriéndome. Aquel encantador cuerpo blanco... y entonces como una sombra negra llegó el recuerdo del espantoso destino de las mujeres cautivas en Linga... aquellos mismos salvajes bestiales tenían a Elspeth a su merced... en aquel mismo momento podía estar violándola algún asqueroso forajido o sufriendo indecibles agonías. Me desperté, jadeando, empapado, junto al frío hierro.

—¡No te harán daño, nenita! —gemía yo en la oscuridad—. ¡No lo harán! ¡Yo... yo...!

¿Qué iba a hacer yo? ¿Correr a rescatarla, como Juan Sin Miedo, contra los demonios humanos que había visto en el prao pirata? No me atrevía, era una cuestión que ni siquiera me habría planteado a mí mismo, normalmente, porque la gran ventaja de una cobardía constante y real como la mía, ya saben, era que siempre había sido capaz de darla por sentado sin lamentaciones o escrúpulos de conciencia. Me había sido útil, y yo nunca había desperdiciado un solo pensamiento dedicándolo a Hudson, al viejo Iqbal o a cualquier otro de los honorables muertos que me habían servido de apoyo para mi seguridad. Pero Elspeth... Y en aquel apestoso cuarto de calderas me obsesioné con el terrible dilema: supón que fuera mi piel o la de ella... ¿podría yo darme la vuelta? No lo sabía, pero juzgando por los precedentes, podía adivinarlo, y por una vez la alternativa al sufrimiento y la muerte era tan horrible como la propia muerte. Incluso me pregunté si había un límite para mi pánico, y aquél era un pensamiento tan espantoso que, unido a los terrores que tenía ante mí, me obligó a rezar, diciendo cosas del estilo de «Oh, Señor, perdona todos los espantosos pecados que he cometido, y los pocos que ciertamente cometeré si salgo de ésta, o más bien no les concedas importancia, Padre Santo, y derrama toda Tu Gracia sobre Elspeth y sobre mí, y sálvanos a los dos... pero si hay que elegir entre uno de nosotros, por el amor de Dios, no me dejes la decisión a mí. Y cualquiera que sea Tu voluntad, no me dejes sufrir mutilación o tormento, y si eso la salva a ella, puedes incluso matarme de repente para que no me dé cuenta. No, espera, algo mejor aún, toma a Brooke, ese bastardo lo está pidiendo a gritos y adora la palma del martirio, y será un orgullo para tu legión de santos. Pero sálvanos a Elspeth y a mí, de todos modos, porque no veo ninguna ventaja a que ella se salve si yo estoy muerto».

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