Paitingi trajo a su cabecilla, un salvaje sucio y embarrado, al
Phlegethon
en un barco explorador, y cuando Brooke habló con él me hizo seña de que le siguiera a la embarcación de Paitingi, diciendo que yo debía experimentar la «sensación» de un barco explorador antes de que entráramos en el propio río. No me hacía mucha gracia cómo sonaba aquello, pero tomé asiento tras él en la proa, donde las bordas se alzaban rectas a los dos lados, y uno tenía que colocar los pies con delicadeza por miedo a atravesar limpiamente el ligero casco. Paitingi se agachó detrás de mí y el vigía Linga se puso a horcajadas por encima de mí, un pie en cada borda.
—No me gusta esto en absoluto —dijo Brooke—. Estos
bajoos
dicen que hay poblados ardiendo hacia el Rajang, y que no es natural, cuando los malos se están reuniendo arriba en el Lupar, preparándose para nosotros. Echaremos un vistazo. ¡Vamos!
El airoso barco explorador salió disparado como un dardo, temblando de forma alarmante bajo mis pies, con los treinta remeros empujándonos silenciosamente hacia adelante. Pasamos a través de las pequeñas islas, Brooke mirando hacia la costa lejana, que se desvanecía en el oscuro punto de confluencia. Había una ligera neblina que se descolgaba detrás de nosotros, ocultando nuestra flota, y un gran banco de niebla se iba extendiendo lenta, fantasmalmente, desde el mar, por encima del agua aceitosa. Había una calma mortal, y el aire espeso te ponía la carne de gallina. Brooke controlaba nuestro paso, y nos deslizábamos bajo el refugio de una ribera de manglares, donde las frondas rezumaban una espectral humedad. Vi la cabeza de Brooke que se volvía de un lado a otro y Paitingi se puso tieso detrás de mí.
—¡
Bismillah
, J. B.! —susurró—. ¡Escucha!
Brooke asintió y yo agucé los oídos, mirando temeroso por encima del agua límpida a la capa de niebla que se arrastraba hacia nosotros. Entonces oí algo: al principio pensé que era mi corazón, pero gradualmente se fue convirtiendo eh un regular y vibrante golpeteo que surgía débilmente de la niebla y se hacía cada vez más fuerte. Era melodioso pero horrible, un tamborileo profundo y metálico que erizaba los pelos de mi nuca. Paitingi susurró detrás de mí:
—Tambores de guerra. Quieto, ¡ni siquiera respire!
Brooke hizo un gesto de silencio, y nos escondimos entre las frondas del manglar, esperando sin aliento, mientras aquel infernal sonido crecía hasta convertirse en un lento trueno, y me pareció que detrás de él podía oír también un ruido deslizante, como de una cosa muy grande que pasaba rápidamente. Tenía la boca seca y miré hacia la niebla, esperando ver algo horrible, y súbitamente apareció encima de nosotros, como un tren que se precipita sobre uno desde un túnel, una enorme forma escarlata surgiendo de la niebla. Sólo pude echarle un vistazo mientras pasaba, pero está grabada en mi memoria la imagen de aquel largo y brillante casco rojo con su castillo de proa imponente y severo; la plataforma por encima de sus baluartes repleta de hombres: caras amarillas y planas con pañuelos anudados en la frente, cabellos lacios flotando por encima de sus camisas sin mangas; el brillo de las espadas y puntas de lanza, la espantosa línea de esferas blancas que colgaban como una horrible cenefa de proa a popa a través de la plataforma... eran calaveras, cientos de ellas; los grandes remos agitando el agua; las mortecinas antorchas en la popa, los largos gallardetes de seda en la obra muerta retorciéndose en el neblinoso aire como serpientes de colores; la figura de un gigante medio desnudo marcando el compás de los remos en un enorme gong de bronce... y se fue tan rápidamente como había venido, con el sonido retumbando en la niebla mientras se dirigía al Batang Lupar.
[39]
El sudor estaba empezando a empaparme mientras esperábamos, y dos praos más como el primero emergieron y desaparecieron en su estela; entonces Brooke miró más allá de mí y de Paitingi.
—Esto es fastidioso —dijo—. Creo que los dos primeros son Lanun, y el tercero Maluku. ¿Qué crees tú?
—Piratas de la laguna de Mindanao —asintió Paitingi—, pero ¿qué demonios están haciendo aquí? —escupió en el agua—. Éste es el final de nuestra expedición, J. B., hay mil hombres en cada uno de esos malditos barcos, más de lo que podemos abarcar nosotros, y...
—... y van a unirse a Usman —dijo Brooke. Silbó suavemente para sí, rascándose la cabeza a través del gorro de piloto—. Te diré una cosa, Paitingi... él se lo está tomando en serio, ¿me equivoco?
—Ajá, entonces, paguémosle con la misma moneda. Si volvemos al Kuching por la mañana, podemos colocarnos en posición de defensa, al menos, porque, por las barbas del profeta, vamos a tener un enjambre tal zumbándonos junto a las orejas...
—Nosotros no —dijo Brooke—. Ellos —sus dientes aparecían blancos en la oscuridad creciente; él estaba temblando de excitación—. ¿Sabes qué, amigo? Creo que es justo lo que necesitábamos... ¡ahora ya sé lo que nos espera! ¡Ahora lo he visto con toda claridad... sólo había que mirar!
—Ajá, si volvemos a casa a toda marcha...
—¡Nada de volver a casa! —dijo Brooke—. ¡Vamos a atacar esta noche! ¡Venga, adelante!
Por un momento pensé que Paitingi iba a volcar el barco; explotó en un torrente de incredulidad y desaliento, y un montón de recriminaciones sobre los espíritus malignos del Viejo Testamento escocés y los cien nombres de Alá volaron por encima de mi cabeza. Brooke se limitó a reír, agitándose con impaciencia, y Paitingi estaba todavía maldiciendo y discutiendo cuando nuestro barco explorador alcanzó al
Phlegethon
de nuevo. Unas órdenes rápidas trajeron a los comandantes desde los otros barcos, y Brooke, que parecía estar bajo los efectos de alguna droga estimulante, sostuvo una conferencia en la plataforma a la luz de un solitario farol de seguridad.
—Es el momento, ¡lo intuyo! —dijo—. Esos tres praos de la laguna irán hacia Linga, han estado asesinando y saqueando por la costa todo el día, y no irán más lejos esta noche. Los encontraremos amarrados en Linga mañana al amanecer. Keppel, tomarás los praos con los cohetes, quema a esos piratas en su fondeadero, desembarca a los casacas azules para asaltar el fuerte, y obstruye el río Linga para detener a cualquiera que venga. Encontrarás un poco de lucha con la gente de Jaffir, o mucho me equivoco.
»Mientras tanto, el resto de nosotros seguiremos río arriba, hacia Patusan. Allí es donde encontraremos a los verdaderos ladrones; atacaremos tan pronto como los barcos de Keppel nos hayan alcanzado.
—¿No dejará a nadie en Linga? —preguntó Keppel—. Supongamos que llegan más praos de Mindanao...
—No lo harán —replicó Brooke, confiadamente—. ¡Y si lo hacen, volveremos sobre nuestros pasos y los machacaremos de vuelta a Sulú! —su risa mandó escalofríos a mi espina dorsal—. ¡Venga, Keppel, quiero que esos tres praos sean destruidos completamente, y cada uno de sus tripulantes muertos o puestos en fuga! Empujadlos a la jungla; si tienen esclavos o cautivos, se los llevarán con ellos. Paitingi, tomarás el mando en Linga con un barco explorador. No necesitamos más mientras el río esté todavía vacío. Y ahora, ¿qué hora es?
Debió de ser mi entrenamiento en el ejército, o mi experiencia en Afganistán, donde nadie se atrevía siquiera a orinar sin una aprobación de los superiores; el caso es que ese estilo desenfadado y caótico me asombraba. Íbamos a correr río arriba en la oscuridad, después de ver aquellos tres horrores que habían surgido de la niebla (temblaba ante el recuerdo de las malignas caras amarillas y su espantosa cenefa de calaveras) cortarles el paso y enfrentarnos a cualquier otra horda de asesinos que pudieran estar esperándonos en aquel fuerte de Linga. Aquel hombre estaba loco, ebrio de entusiasmo con sus infantiles ideas de muerte o gloria. ¿Por qué demonios Keppel y los otros tipos cuerdos no le paraban los pies o le echaban por encima de la borda, antes de que nos perdiera a todos? Pero allí estábamos, ajustando los relojes, apenas esbozando alguna pregunta, sugiriendo improvisaciones de una manera informal que me ponía los pelos de punta, y nadie insinuó siquiera la necesidad de una orden por escrito. Brooke reía y daba palmaditas a Keppel en la espalda mientras se dirigía a su chalupa.
—Y ahora ten cuidado, Paitingi —gritó animadamente—, no salgas huyendo por tu cuenta. En cuanto esos praos estén bien iluminados, quiero ver tu vieja y fea cara de vuelta al
Phlegethon
, ¿me oyes? ¡Cuida de él, Stuart! Es un pobre hombre, pero estoy acostumbrado a él.
El barco explorador desapareció en la oscuridad, y oímos el crujido de las chalupas al dispersarse. Brooke se frotó las manos y me dirigió un guiño.
—Ha llegado el día y la hora —dijo—. Charlie Johnson, mándale mis saludos al ingeniero, y dile que quiero más vapor. ¡Tomaremos el fuerte Linga para nuestro
chota hazri
!
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Sonaba como los balbuceos de un loco en aquel momento, pero cuando lo recuerdo, me parece bastante razonable... porque como se trataba de J. B., siempre acababa saliéndose con la suya. Pasó toda la noche en la timonera del
Phlegethon
, examinando mapas y bebiendo licor de Batavia, dirigiendo órdenes a Johnson o a Crimble de vez en cuando, y mientras nosotros nos revolvíamos en la oscuridad, los barcos espías venían lanzados desde la neblina y luego se alejaban de nuevo con mensajes para la flota que se extendía a nuestras espaldas; uno de ellos iba escurriéndose aquí y allá entre el
Phlegethon
y los praos de cohetes, que estaban en alguna parte delante de nosotros. No puedo ni imaginar cómo demonios mantuvieron el orden, porque cada barco tenía sólo una linterna iluminando débilmente a su popa, y la niebla parecía muy espesa en rededor. No había señales, en aquella viscosa oscuridad, de las orillas del río, a más de un kilómetro a cada lado de nosotros, y ningún ruido excepto el regular golpeteo de los motores del
Phlegethon
; la noche era algo fría pero a la vez hacía bochorno, y yo me senté agazapado en insomne aprensión protegido por la timonera, sacando todo el consuelo que podía del conocimiento de que el
Phlegethon
se vería libre a la mañana siguiente.
Sin embargo, tuvo un asiento de primera fila. A la llegada del alba rosada y pálida, corríamos a toda máquina por el aceitoso río, a apenas un kilómetro de la orilla cubierta de vegetación a estribor, y no se veía nada frente a nosotros excepto un barco explorador, remoloneando por todo el lecho del río. Cuando mirábamos hacia allí, sonó un ruido distante de fusiles procedente de delante, y en el barco explorador brilló una luz azul entre la neblina, apenas visible contra el pálido cielo gris.
—¡Keppel está ahí! —gritó Brooke—. ¡A toda máquina, Charlie! —e inmediatamente después de estas palabras llegó una atronadora explosión que pareció enviar un gran temblor a través del agua turbulenta.
El
Phlegethon
pasó junto al barco explorador, y mientras rodeábamos el recodo, contemplé una visión que no olvidaré nunca. A un kilómetro y medio de distancia, en la costa de la derecha, había un gran claro, con un gran poblado indígena extendiéndose hasta la orilla, y detrás de él, en la franja de la vegetación, un fuerte con empalizada en una ligera elevación, con una bandera verde ondeando sobre sus muros. Había remolinos de humo, de fogatas tempranas, que se elevaban por encima del pueblo, pero abajo, en el propio lecho del río, se elevaba un gran manto de hollín desde el resplandeciente prao de guerra rojo que reconocí como uno de los que había visto la tarde anterior. Damas anaranjadas crepitaban sobre su alta quilla. Más allá se encontraban los otros dos praos, ligados a la orilla y balanceándose suavemente en la corriente.
Los praos de Keppel se dirigían hacia allí, hacia adelante, como barcos fantasmas flotando en la niebla matinal que remolineaba por encima de la superficie del río. Un humo blanco serpenteaba desde el propio prao de Keppel, y ahora el prao de detrás se balanceó y tembló mientras el fuego parpadeaba en su puente principal, y los rastros blancos de los cohetes Congreve salían velozmente de su costado. Se veían los cohetes ondulando en el aire antes de estallar de lleno en los costados de los barcos anclados. Unas bolas de fuego anaranjadas explotaban en torrentes de humo, y escombros, remos rotos y chispas volaban por el aire. Luego, segundos más tarde, por encima del agua repercutieron las atronadoras explosiones.
Había figuras humanas pululando como hormigas en los barcos piratas atacados, tirándose al río o trepando por la costa; otra salva de cohetes salió sobre el agua humeante, y cuando el humo de las explosiones se aclaró pudimos ver que los tres blancos estaban ardiendo furiosamente, el más cercano, un pecio llameante, hundiéndose ya en los bajíos. Desde cada una de las embarcaciones de Keppel una chalupa se dirigía hacia la costa, e incluso sin catalejo podía vislumbrar las camisas de cáñamo y los sombreros de paja de nuestros marineros. Mientras los barcos seguían más allá de los pecios llameantes y tocaban la costa, los cohetes de Keppel empezaron a volar con una elevación mayor, hacia el fuerte con empalizadas, pero a aquella distancia los cohetes ondulaban y caían por todas partes, la mayoría de ellos zambulléndose en algún lugar de la selva. Brooke me alargó su catalejo.
—Eso le costará al sultán de Sulú un penique o dos —dijo—. Se lo pensará dos veces antes de mandar a sus coleccionistas de calaveras por aquí de nuevo.
Vi desembarcar a nuestros marineros a través del catalejo: allí estaba la robusta figura de Wade dirigiéndolos a paso rápido atravesando el pueblo hacia el fuerte, los sables brillando a la luz del amanecer. Detrás, los tripulantes de los barcos estaban sacando los cañones a la costa, manejándolos sobre trineos con ruedas y empujándolos hacia adelante para utilizarlos en el ataque al fuerte. Otros arrastraban escalas de bambú, y desde uno de los barcos desembarcaba un grupo de arqueros malayos con proyectiles de fuego. Yo estaba empezando a tener claro que a su estilo desordenado, Brooke (o quien fuese) conocía su oficio; llevaban el equipo adecuado y se movían con precisión. Los praos de Keppel habían rodeado el recodo y llegaron a la vista de la ciudad en el preciso momento en que había bastante luz para disparar, un poco más tarde y su acercamiento habría sido detectado, y los piratas habrían estado al acecho.
—Me pregunto si Sharif Jaffir se habrá despertado ya, ¿eh? —Brooke daba grandes zancadas por la plataforma, sonriendo como un colegial—. ¿Qué te apuestas, Charlie, a que está huyendo del fuerte ahora mismo, corriendo hacia la selva? Podemos dejárselo a Keppel ahora, creo, ¡y a toda máquina!