Flashman y señora (20 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Flashman y señora
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—¡Pobre hombre! ¡Lo que debe de estar sufriendo! Tiene que ser insoportable... el pensamiento de su amada en manos de ese cerdo... Puedo hacerme cargo de su angustia —siguió—, porque me imagino lo que sentiría yo si se tratase de mi madre. Debemos confiar en Dios y en nuestros esfuerzos... no tema, la traeremos de vuelta.

Tenía lágrimas en los ojos, y tuvo que apartar la cara a un lado para esconder sus emociones. Le oí murmurar algo acerca de «la damisela cautiva», y «los ojos azules, la blancura del jacinto y el cabello dorado y ondulante» o alguna pomposidad de ese tipo.
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Luego, después de apretar mi mano, volvió a su mapa y dijo que si aquel bastardo la había llevado a Borneo, registraría todo ese lugar de punta a punta.

—Es una isla inexplorada del tamaño de Europa —dijo Catchick, quejoso—. Y aun así, se trata sólo de una suposición. Si se ha ido hacia el este, también puede estar en las islas Célebes o en las Filipinas.

—Toca madera —dijo Brooke—. Entonces recalará en Borneo... Y ahí está mi área de influencia. Dejemos que asome su nariz por allí y yo lo sabré.

—Pero usted
no
está en Borneo, amigo mío...

—Estaré, sin embargo, una semana después de que llegue aquí el
Dido
de Keppel. Ya conocen el barco... Dieciocho cañones, doscientos casacas azules, ¡y Keppel lo conduciría hasta el Polo Norte y luego de vuelta por una aventura como ésta! —Casi estaba resplandeciente de ansiedad—. Él y yo hemos corrido más aventuras de las que se puedan contar, Catchick. Una vez que hayamos olfateado al zorro, ya puede correr y esconderse como loco, ¡le cogeremos! Sí, puede ir hasta la China...

—Una aguja en un pajar —dijo Balestier, y Catchick y los otros se unieron a él, algunos apoyando a Brooke y otros meneando la cabeza; mientras estaban en ello, uno de los chinos de Whampoa se deslizó allí y susurró algo al oído de su amo durante un minuto, y nuestro anfitrión dejó su vaso de jerez y abrió los ojos rasgados un poco más, lo cual para él era el equivalente de dar grandes saltos y gritar: «¡Eureka!». Entonces dio unos golpecitos en la mesa y todos se callaron.

—Si perdonan mi interrupción —dijo Whampoa—, tengo una información que puede ser vital para nosotros y para la seguridad de la bella señora Flashman. —Inclinó su cabeza hacia mí—. Hace un rato he aventurado la humilde opinión de que su raptor no navegaría más allá de las Indias; he desarrollado una teoría a partir de la escasa información que tenía en mi poder. Mis agentes han estado comprobando todo esto en las pocas horas que han pasado desde que tuvo lugar este deplorable atropello. Se refiere a la identidad de ese misterioso Don Solomon Haslam, a quien Singapur ha conocido como comerciante y hombre de negocios... ¿desde hace cuánto tiempo?

—Diez años más o menos —dijo Catchick—. Llegó aquí muy joven hacia el año 1835.

Whampoa asintió.

—Precisamente eso concuerda con lo que he averiguado. Desde la época en que estableció un almacén aquí, ha visitado nuestro puerto sólo ocasionalmente, pasando la mayoría del tiempo... ¿dónde? Nadie lo sabe. Se asumía que estaba en viaje de negocios, o en esas posesiones acerca de las que hablaba vagamente. Y entonces, hace tres años, volvió a Inglaterra, donde había asistido al colegio. Y ahora viene aquí con el señor y la señora Flashman y el señor Morrison.

—Bueno, bueno —exclamó Catchick—. Ya sabemos todo eso. ¿Qué más?

—No sabemos nada de su familia, su nacimiento o sus primeros años —dijo Whampoa—. Sabemos que es fabulosamente rico, que nunca toca los licores y sé, por conversaciones que he mantenido con el señor Morrison, que en su bergantín normalmente lleva
sarong
y va con los pies descalzos —se encogió de hombros—. Esos pequeños detalles, ¿qué indican? Que es mestizo, ya lo sabemos; sugiero que todo apunta a que es musulmán, aunque no hay pruebas de que observe los rituales correspondientes a esa fe. Tenemos, pues, un rico musulmán que habla fluidamente malayo...

—Las islas están llenas de ellos —exclamó Brooke—. ¿Adónde quiere ir a parar?

—...que es conocido en estas latitudes desde hace diez años, menos los últimos tres que los pasó en Inglaterra. Y su nombre es Solomon Haslam, nombre al que añade el honorífico español «Don».

Estaban todos callados como ratones, escuchando. Whampoa volvió su amarilla cara inexpresiva, examinándolos uno a uno, y dio unos golpecitos en su vaso, que la sirvienta volvió a llenar.

—¿No les sugiere nada todo esto? ¿Ni a usted tampoco, Catchick? ¿Señor Balestier? ¿Majestad? —esto último a Brooke, que meneó la cabeza—. Tampoco a mí —continuó Whampoa— hasta que pensé en su nombre y apareció algo en mi pobre memoria. Otro nombre. Su Majestad conoce, estoy seguro, los nombres de los principales piratas de la costa de Borneo desde hace varios años... ¿Podría recordarnos algunos de ellos?

—¿Piratas? —preguntó Brooke—. ¿No estará sugiriendo...?

—Por favor —insistió Whampoa.

—Bueno... pues veamos... —Brooke frunció el ceño—. Estaban Jaffir, en Fort Linga; Sharif Muller en el Skrang, casi le arrinconamos en el Rajang el año pasado, y luego está Pangeran Suva, junto a Brunei; Suleiman Usman de Maludu, pero nadie ha oído hablar de él desde hace mucho tiempo; Sharif Sahib de Patusan; Ranu...

Se cortó, porque Catchick Moses había dejado escapar una de sus sorprendentes exclamaciones judías y estaba mirando a Whampoa, que asentía plácidamente.

—Se ha dado cuenta, Catchick. Como yo... Me preguntaba por qué no me di cuenta hace cinco años. Ese nombre —y miró a Brooke, y dio un sorbo a su jerez— «Suleiman Usman de Maludu, pero nadie ha oído hablar de él desde hace mucho tiempo» —repitió—. Creo..., en realidad sé que nadie ha oído hablar de él desde hace precisamente tres años. Suleiman Usman... Solomon Haslam —y dejó su copa de jerez.

Durante un momento hubo un silencio sepulcral, y Balestier exclamó:

—¡Pero eso es imposible! Un pirata de la costa... ¿Y usted sugiere que él se estableció aquí, entre nosotros, como comerciante, haciendo negocios, y que iba a piratear mientras tanto? Eso es una completa locura...

—¿Qué mejor tapadera para la piratería? —se preguntó Whampoa—. ¿Qué mejor medio de recoger información?

—Pero maldita sea, ese tipo, Haslam, ¡ha ido a una buena escuela! —gritó Brooke—. ¿No es así?

—Asistió a Eton —afirmó Whampoa gravemente—, pero eso no es en sí mismo incompatible con una posterior vida delictiva.

—¡Pero piénselo! —gritó Catchick—. Si fuera como usted dice, ¿acaso un hombre en su sano juicio adoptaría un alias tan parecido a su propio nombre? ¿No se haría llamar Smith, o Brown, o qué sé yo?

—No necesariamente —dijo Whampoa—. No dudo de que cuando su padre, o quienquiera que fuese; le preparó una educación inglesa, ingresara en la escuela con su verdadero nombre, que bien podría traducirse al inglés como Solomon Haslam. El nombre es una translación exacta; el apellido, un nombre inglés razonablemente parecido a Usman. Y no es en absoluto imposible que un rico rajá de Borneo envíe a su hijo a una escuela inglesa... Es inusual, sí, pero ha ocurrido ciertamente en este caso. Y el hijo, siguiendo luego las huellas de su padre, ha practicado la piratería, que sabemos es la profesión de la mitad de la población de las islas. Al mismo tiempo, ha desarrollado una carrera de negocios en Inglaterra y Singapur..., que ahora ha decidido cortar.

—¿Y secuestrar a la mujer de otro hombre para llevársela a su guarida de pirata? —se burló Balestier—. ¡Oh, pero eso está por encima de todo punto razonable!...

—Apenas menos razonable que suponer que Don Solomon Haslam, si
no
fuera un pirata, secuestraría a una dama inglesa —dijo Whampoa.

—¡Pero usted está haciendo simples suposiciones! —exclamó Catchick—. Una coincidencia en los nombres...

—Y en las épocas. Solomon Haslam se fue a Inglaterra hace tres años... y Suleiman Usman desapareció al mismo tiempo.

Eso les acalló, y Brooke dijo lentamente:

—Podría ser verdad, pero si lo fuera, ¿qué diferencia habría, después de todo...?

—Alguna, creo. Porque si es verdad, no hay que mirar más lejos de Borneo para buscar el destino del
Sulu Queen
. Maludu está al norte, al otro lado del río Papar, un país inexplorado. Puede ir allí o refugiarse entre sus aliados en el río Seribas o en el Batang Lupar...

—¡Si lo hace, está listo! —exclamó Brooke, excitado—. ¡Puedo atraparle allí, o en cualquier lugar entre Kuching y Serikei Point!

Whampoa sorbió un poco más de jerez.

—Puede no ser tan fácil Suleiman Usman era un hombre poderoso; su fuerte de Maludu era considerado inexpugnable, y podría congregar si las necesita las grandes flotas piratas del Lanun y Balagnini y Maluku de Gillalao. Usted ha luchado contra los piratas, ya lo sé... pero no contra tantos a la vez.

—Lucharé con todos los piratas desde Luzón a Sumatra en esta guerra —dijo Brooke—. Y los venceré. Y colgaré a Suleiman Uslam de la cofa del
Dido
al final.

—Si es que es ése el hombre que busca —dijo Catchick—. Whampoa puede estar equivocado.

—Indudablemente, suelo equivocarme a menudo, en mi pobre ignorancia —dijo Whampoa—. Pero en esto no, según creo. Tengo más pruebas. Nadie entre nosotros, creo, ha visto jamás a Suleiman Usman de Maludu... o conocido a alguien que le hubiera visto, ¿verdad? Sin embargo, mis agentes han sido diligentes esta noche, y ahora puedo proporcionar una breve descripción. De unos treinta años de edad, cerca de dos metros de altura, de recia complexión, facciones corrientes. ¿Es suficiente?

Era suficiente para uno de los que escuchaban. ¿Por qué no? No era más increíble que todo el resto de acontecimientos de aquella espantosa noche; en realidad, parecía confirmarlos, tal como señaló Whampoa.

—Yo sugeriría también —dijo— que no tenemos que buscar otra explicación para el ataque de los Caras Negras al señor Flashman —y todos se volvieron a mirarme—. Dígame, señor, ¿cenó usted en un restaurante antes del ataque? Era el Templo del Cielo, según creo...

—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Fue Haslam quien me lo recomendó!

Whampoa se encogió de hombros.

—Aparta al marido y elimina al perseguidor más ardiente. Un asesinato como éste es difícil de preparar a un comerciante corriente de Singapur, pero a un pirata, con sus conexiones con la comunidad criminal, le es sencillo.

—¡Esa rata cobarde! —exclamó Brooke—. Bueno, sus rufianes no han tenido suerte, ¿verdad? El perseguidor está listo para la caza, ¿no, Flashman? Nosotros haremos que ese bellaco de Usman o Haslam maldiga el día en que se atrevió a poner los ojos en una mujer inglesa. Lo sacaremos de su escondrijo, y a su malvada tripulación con él. ¡Oh, ya lo veréis!

Yo no pensaba con tanta anticipación, lo confieso, y no conocía a James Brooke en aquel momento sino como un tipo sonriente y loco con gorra de piloto, con un extraño gusto para amigos y seguidores. Si le hubiera conocido como lo que realmente era, me habría sentido mucho más agitado cuando nuestra discusión acabó finalmente, y los criados y el doctor Mackenzie me acompañaron al piso de arriba de la casa de Whampoa hasta un magnífico dormitorio y me metieron entre sábanas de seda, con el hombro vendado. Apenas me daba cuenta de dónde estaba; mi mente giraba como un torbellino, pero cuando ellos me dejaron y me quedé allí echado mirando los rayos de sol que atravesaban las pantallas —porque afuera ya era pleno día— se abrió paso al fin la súbita y espantosa comprensión de lo que había ocurrido. Elspeth se había ido; estaba en las garras de un pirata negro, que podía llevársela más allá de los mapas europeos a algún horrible fortín donde sería su esclava, donde no la encontraría nunca... ¡Mi bella idiota Elspeth, con su piel cremosa y su cabello dorado y su sonrisa imbécil y su maravilloso cuerpo, perdida para mí, para siempre!

Yo no soy un sentimental, pero de repente noté que las lágrimas corrían por mi rostro, y murmuré su nombre en la oscuridad una y otra vez, solo en mi lecho vacío, donde debería estar ella, toda ternura, calor y pasión... Justamente en ese momento sonó un golpecito en la puerta y cuando ésta se abrió apareció allí Whampoa, inclinándose desde su gran altura en el umbral. Se acercó a mi lecho, con las manos metidas en las mangas, y me miró. Me preguntó si me dolía mucho el hombro. Le dije que sí, que era un tormento.

—Pero no mayor —dijo él— que el tormento de su mente. Ese no puede aliviarlo nada. La pérdida que usted ha sufrido de la más amante de las compañeras es una privación que no puede sino excitar la compasión de cualquier hombre sensible. Sé que nada puede ocupar el lugar de su bella dama dorada, y que pensar en ella debe producirle un dolor. Pero como pequeño y pobre consuelo a su dolor de mente y cuerpo, humildemente le ofrezco lo mejor que puede proveer mi pobre morada —dijo algo en chino y a través de la puerta, para mi asombro, se deslizaron dos de sus pequeñas chinitas, una vestida de seda roja y la otra de verde. Se acercaron y se quedaron de pie una a cada lado de la cama, como muñequitas voluptuosas, y empezaron a desabrocharse los vestidos.

—Son Tigresa Blanca y Leche-y-Miel —dijo Whampoa—. Ofrecerle los servicios de una sola de las dos habría parecido una comparación insultante con la magia de su exquisita dama, por lo tanto le mando dos, en la esperanza de que la cantidad pueda compensar ligeramente una calidad a la que ellas no pueden esperar aproximarse. Trivialmente inadecuadas como son, su presencia puede suavizar sus dolores en algún grado infinitesimal. Son muy habilidosas para lo que es habitual aquí, pero si su torpeza e indudable fealdad le resultan ofensivas, puede pegarles para corregirlas y para su placer. Perdone mi presunción al presentárselas.

Inclinó la cabeza, se retiró y la puerta se cerró tras él, mientras los dos vestidos caían al suelo con un suave susurro y unas risitas infantiles sonaban en la oscuridad.

Nunca se debe rechazar la hospitalidad oriental, ¿saben? No está bien, se ofenden; hay que amoldarse a ella y fingir que es exactamente lo que uno quería, le guste o no.

Durante cuatro días estuve confinado en casa de Whampoa con mi hombro herido, recuperándome, y nunca he tenido una convalecencia más deliciosamente desastrosa en mi vida. Habría sido interesante si hubiera tenido tiempo, ver si mi herida se curaba antes de que las solícitas damitas de Whampoa acabaran conmigo con sus atenciones; yo creo que habría expirado ya en el momento en que me pudieron quitar los puntos de sutura. Pero mi confinamiento acabó bruscamente ante la llegada y rápida partida del HMS
Dido
, capitaneado por un tal Keppel, y, quieras que no, tuve que navegar en aquel barco, subir a bordo todavía débil por la pérdida de sangre, agarrado a la pasarela no tanto para guardar el equilibrio como para evitar verme lanzado al agua por el primer soplo de brisa.

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