En cualquier caso, no dormí bien después de la fiesta de Whampoa, y me sentía muy deprimido y malhumorado al día siguiente, como resultado de lo cual Elspeth y yo reñimos; ella lloró y se enfurruñó hasta que Solomon vino a proponer un
Picnic
al otro lado de la isla. Daríamos la vuelta navegando en el
Sulu Queen
, dijo, y lo pasaríamos estupendamente. Elspeth se animó de pronto, y el viejo Morrison aceptó también, pero yo me excusé, alegando una indisposición. Sabía lo que necesitaba para animarme un poco, y no era precisamente un almuerzo al aire libre en los manglares con ellos. Dejémosles que se muevan un poco y así estaré libre para explorar Chinatown más de cerca, y quizá probar el menú de uno de aquellos establecimientos exclusivos que había mencionado Solomon; el Templo del Cielo era el nombre que permanecía en mi mente. Bueno, a lo mejor ellos tenían pequeñas camareras como las de Whampoa, para enseñarte cómo usar los palillos.
Así que cuando los tres se hubieron ido, Elspeth con la nariz arrugada porque yo no estaba dispuesto a reconciliarme, estuve haraganeando hasta la noche y luego llamé a un palanquín. Mis porteadores corrieron por las calles atestadas, y finalmente, al caer la noche, llegamos a nuestro destino, en lo que parecía ser un agradable distrito residencial en el interior de Chinatown, con grandes casas medio escondidas entre bosquecillos de árboles de los cuales colgaban linternas de papel: todo muy tranquilo y discreto.
El Templo del Cielo era un gran edificio enmarcado por una pequeña colina, enteramente rodeada por árboles y arbustos, con un camino serpenteante que conducía a la veranda frontal, toda luces tenues y suave música y sirvientes chinos de un lado para otro haciendo que los invitados se sintieran como en casa. Había un gran comedor muy fresco, donde tomé una excelente comida europea con una botella y media de champán, y estaba ya en plena forma, listo para la guerra, cuando el camarero jefe hindú se acercó para preguntarme si todo estaba en orden, y si el caballero deseaba algo más. ¿Me gustaría ver alguna actuación, una exhibición de arte chino, un concierto, mis gustos eran más bien musicales o...?
—Todo el maldito lote —dije yo—, porque no pienso volver a casa hasta la mañana, ya sabe lo que quiero decir. Llevo seis meses en el mar, así que reúnamelas a todas, Samba, y rápido.
Él sonrió e inclinó la cabeza a su discreta manera india, dio unas palmadas y en el reservado donde yo estaba sentado entró la criatura más encantadora que imaginar pueda. Era china, con un cabello de un negro azulado enrollado por encima de una cara con una perla en color y perfección, con grandes ojos rasgados y un vestido de seda color carmesí ajustado de una forma que los viajeros ingleses podrían describir como «demasiado generosa para el gusto europeo», pero que, si yo hubiera sido un escultor clásico, me habría hecho abandonar el martillo y el cincel y buscar la carne. Llevaba los brazos desnudos, y los extendió en la más encantadora reverencia, sonriendo con unos dientes perfectos entre unos labios del color del buen oporto.
—Ésta es madam Sabba —dijo el camarero—. Ella le conducirá, si su excelencia lo permite...
—Lo haré, ya lo creo —asentí yo—. ¿Por dónde se sube al piso de arriba?
Yo imaginaba que aquello era al modo habitual, ya saben, pero madam Sabba, indicándome que debía seguirla, me condujo desde un arco por un largo corredor, mirando hacia atrás para ver si yo la seguía. Y sí que lo hacía, respirando pesadamente, con los ojos en aquella cintura apretada y aquel trasero oscilante; la atrapé en la puerta del fondo, y empezaba a meterle mano cuando me di cuenta de que estábamos en un porche y ella se apartaba de mi apretado abrazo y me indicaba un palanquín que me esperaba al pie de los escalones.
—¿Qué es esto?
—La diversión —dijo ella—, está un poco lejos. Ellos nos llevarán.
—La diversión —repliqué— está aquí mismo —y la agarré, gruñendo, y la apreté contra mí. Por Dios, ella era un bocado verdaderamente apetitoso. Se retorció contra mí fingiendo que quería soltarse, mientras yo frotaba mi nariz contra ella, inhalando su perfume y besuqueando sus labios y su cara.
—Pero yo sólo soy su guía —rió, apartando la cara a un lado—. Yo le llevaré...
—Hasta el lecho más cercano, cariño. Después seguiré a la guía.
—¿Usted me quiere... a mí? —dijo ella, haciéndose la coqueta, mientras yo la contemplaba lujuriosamente—. Bueno, entonces... no es adecuado aquí. Debemos ir a otro sitio... pero creo que cuando vea lo que se le ofrece, no querrá a Sabba —y metió su lengua en mi boca y luego me empujó hacia el palanquín—. Vamos... nos llevarán rápidamente.
—Si son más de diez metros, será un viaje desperdiciado —dije yo, sobándola mientras subíamos a bordo y apartábamos las cortinas. Yo estaba a punto de estallar, preparado para darle trabajo allí mismo y en aquel momento, pero para mi frustración el palanquín era uno de esos dobles en los que uno se sienta frente al otro, y todo lo que pude hacer fue meterle mano a la delantera en la oscuridad, jurando mientras intentaba desabrocharle el vestido, y estrujando las delicias que estaban debajo de él, mientras ella me besaba y acariciaba, riendo, diciéndome que no fuera impaciente, y los hombres del palanquín corrían, haciéndonos saltar de una forma que hacía imposible emprender ningún trabajo serio. No me importaba adónde nos llevaban, porque con el champán y la pasión yo estaba ausente para todo excepto para la perfumada belleza que me acariciaba en la oscuridad; al final me las arreglé para sacarle un pecho y estaba mordisqueándolo cuando el palanquín se detuvo y madam Sabba gentilmente se liberó.
—Un momento —dijo, y yo podía imaginar cómo se arreglaba el vestido en la oscuridad—. Espere aquí —sus dedos acariciaron suavemente mis labios, hubo un vislumbre de oscuridad cuando ella se deslizó a través de la cortina del palanquín... y luego el silencio.
Esperé, temblando de ansiedad, más o menos durante medio minuto, y saqué la cabeza. Por un momento no pude ver nada en la oscuridad, y luego vi que el palanquín se había detenido en una calle de aspecto vulgar, entre edificios oscuros y cerrados, pero de los hombres del palanquín y de madam Sabba no había ni rastro. Sólo sombras, ni una luz en ninguna parte, ni un sonido excepto el débil murmullo de la ciudad muy lejos de allí.
Mi asombro duró quizá dos segundos más, y fue reemplazado por la rabia mientras apartaba la cortina del palanquín y salía a trompicones, maldiciendo. No había tenido tiempo ni de sentir el primer escalofrío debido al miedo cuando vi las negras sombras moviéndose en la oscuridad al final de la calle, deslizándose silenciosamente hacia mí.
No estoy orgulloso de lo que ocurrió inmediatamente después. Por supuesto, yo era muy joven e inconsciente, y mis grandes días de huidas y evasiones estaban todavía por llegar, pero aun así, dada mi experiencia afgana y mi cobardía natural, mi reacción fue inexcusable. En mis años de madurez, no he perdido preciosos segundos en juramentos. Mucho antes incluso de que aparecieran las figuras furtivas, me habría dado cuenta de que la desaparición de madam Sabba presagiaba un peligro mortal, y habría saltado el muro más cercano dirigiéndome hacia lugares más concurridos. Pero entonces, en mi juvenil locura e ignorancia, me quedé allí quieto, con la boca abierta, gritando:
—¿Quién demonios sois y qué queréis? ¿Dónde está la puta, maldita sea?
Entonces hubo carreras de pasos amortiguados, y vi con la velocidad del rayo que me habían llevado a la muerte. Por fin apareció el mejor Flashy, pero cuando ya era demasiado tarde. Un grito, tres zancadas y yo estaba ya saltando la débil valla entre dos casas; por un instante estuve con un pie a cada lado, y vi fugazmente cuatro siluetas negras que venían hacia mí a una espantosa velocidad; algo voló por encima de mi cabeza; me agaché y corrí a lo largo de la avenida que estaba más allá, oyendo los suaves pasos detrás mientras ellos giraban y me seguían. Eché a correr a toda velocidad, aullando sin parar: ¡Socorro! con toda la fuerza de mis pulmones. Doblé luego la esquina y corrí como alma que lleva el diablo por la calle.
Fue mi cobardía la que me salvó, nada más. Un héroe no se habría quedado en aquel lugar para luchar, no con todas las probabilidades en contra, pero al menos habría mirado hacia atrás para ver lo cerca que estaban los perseguidores, o incluso se habría parado a considerar por qué camino seguir corriendo. Lo cual habría sido fatal, porque la velocidad a la que se movían ellos era aterradora. Capté un atisbo del que iba en cabeza cuando dimos la vuelta a la esquina: una negra silueta que se movía como una pantera, con algo brillante en la mano... y continué corriendo presa del pánico, de una calle a otra, salvando todos los impedimentos. Gritaba con fuerza y pedía socorro, pero al mismo tiempo iba a la mayor velocidad que podía a cada zancada. Eso es algo que tenéis que recordar vosotros, jóvenes: cuando corráis,
corred
a toda velocidad, sin pensar en nada más; no miréis, ni escuchéis, ni dudéis siquiera por un instante; dejad que el terror siga su curso, porque es el mejor amigo que podéis tener.
Él me llevó en cabeza durante quinientos metros, calculo, a través de calles y avenidas desiertas, vallas, patios y tuberías, y ni un atisbo de ser humano alguno, hasta que doblé una esquina y me encontré encarado a un estrecho callejón que obviamente conducía a una calle más frecuentada, porque en el lejano final había linternas y figuras que se movían, y más allá, contra el cielo nocturno, los mástiles y palos de los barcos bajo unas luces oscilantes.
—¡Socorro! —aullaba yo—. ¡Criminales! ¡Asesinos! ¡Que me matan! ¡Socorro!
Yo iba corriendo por la calle mientras gritaba y, como un idiota, volví la vista atrás: allí estaba, como un ángel exterminador negro apareciendo por la esquina apenas veinte metros por detrás. Seguí corriendo, pero al volver la cabeza había perdido la orientación; de repente se atravesó en mi camino una carretilla vacía, abandonada por algún
coolie
infernalmente descuidado en medio de la calle, y al tratar de evitarla tropecé y caí de bruces con los brazos extendidos. Al momento estaba de pie otra vez, delante de mí alguien gritaba, pero mi perseguidor había acortado la distancia a la mitad, y mientras yo le dirigía otra mirada aterrorizada por encima del hombro, vi su mano echarse atrás por encima de la cabeza, algo brilló y zumbó en el aire, un espantoso dolor me taladró el hombro izquierdo y caí despatarrado en una pila de cajas: la hachuela voladora cayó al suelo junto a mí.
Ahora me tenía cogido. Saltó por encima de la carretilla como un corredor de vallas, aterrizó de pie y mientras yo trataba vanamente de gatear para cubrirme entre las cajas rotas, sacó una segunda hachuela de su cinturón, la sopesó en la mano y apuntó cuidadosamente. Ante mí, en la calle, oía el ruido de carreras y una voz que gritaba, pero era demasiado tarde para mí... todavía puedo ver a aquella horrible figura a la luz de la linterna, la brillante y negra pintura como una máscara sobre su cabeza china lisa como una calavera, el brazo echado hacia atrás para lanzar la hachuela...
—¡Jingo! —exclamó una voz, y al mismo tiempo algo zumbó en el aire por encima de mi cabeza, el hombre de la hachuela lanzó un chillido, su cuerpo giró sobre sí mismo de puntillas y para mi sorpresa vi claramente de perfil un objeto como una corta aguja de hacer media que sobresalía de su mentón. Sus dedos intentaron agarrarlo, y entonces su cuerpo entero pareció derrumbarse bajo su peso, y cayó redondo en la calle. Sin ser consciente de imitarle, yo hice lo mismo.
Si me desvanecí por el dolor y la conmoción, debió de ser solamente por un momento, porque enseguida fui consciente de que unas fuertes manos me agarraban y una voz inglesa decía: «Ya te lo decía, le han pinchado un poco. Aquí, siéntale contra la pared». Y había otras voces que se mezclaban asombrosamente:
—¿Cómo está el chino?
—Muerto como mi abuela... Jingo le ha dado de lleno en el buche.
—Por todos los demonios, qué habilidad... ¡Mira, mira aquí, está empezando a moverse!
—Bueno, le ha dado, el veneno está trabajando, aunque esté muerto. ¡Si eso no acaba con todo!
—Confiemos en nuestro pequeño Jingo... Les corta la garganta y los envenena después, sólo para divertirse, ¿verdad?
Yo estaba demasiado conmocionado para entender todo aquello, pero una palabra en su absurda conversación sacudió mis desordenados sentidos:
—¡Veneno! —jadeé—. El hacha... ¡envenenada! Oh, Dios mío, voy a morir, llamen a un médico... ya no me siento el brazo...
Y abrí los ojos y vi una escena asombrosa. Frente a mí estaba en cuclillas un nativo de facciones espantosas, que no llevaba otra ropa que un taparrabo y sujetaba una larga cerbatana de bambú. Junto a él se hallaba un tipo corpulento de aspecto árabe, con pantalones blancos y una faja carmesí, un pañuelo verde en torno a su cabeza de halcón y una gran barba roja que caía ondulante hasta la cintura. Había otros dos nativos medio desnudos, dos o tres que eran obviamente marineros con pantalones de dril y gorras, y arrodillado a mi derecha un tipo joven de cabello rubio con un jersey rayado. Era el grupo más abigarrado que había tenido nunca ante mis ojos, pero cuando volví la cabeza para ver quién estaba hurgándome dolorosamente en el hombro herido, me olvidé completamente de los otros... Aquel tipo atraía las miradas.
Tenía cara de niño, ésa fue mi primera impresión, a pesar de sus rasgos duros y bronceados, los toques de gris en el oscuro cabello rizado y las largas patillas, los duros rayos de su boca y mandíbula y la cicatriz de sable medio curada que corría desde su ceja derecha hasta la mejilla. Tenía unos cuarenta años, y ciertamente no habían sido años tranquilos, pero los ojos azules eran tan inocentes como los de un niño de diez años y cuando sonreía, como lo estaba haciendo ahora, uno pensaba en manzanas robadas y chinchetas en la silla del maestro.
—¿Veneno? —dijo, rasgando mi manga empapada en sangre—. Ni una pizca. Los hombres de las hachas chinos no lo usan, ¿sabe? Eso es sólo para salvajes ignorantes como Jingo, aquí presente... Dile «hola» al caballero, Jingo —y mientras el salvaje de la cerbatana inclinaba la cabeza hacia mí con una espantosa mueca, aquel tipo dejó de maltratar mi hombro y acercándose al cuerpo de mi perseguidor caído, sacó aquella cosa que parecía una aguja de media de su cuello.
—Vea esto —dijo, sujetándola delicadamente, y yo vi que era un dardo delgado de alrededor de treinta centímetros de largo—. Es lo que más le gusta a Jingo... y le ha salvado la vida, ¿verdad, Jingo? Por supuesto, cualquier iban que merezca tal nombre puede darle a un penique a veinte metros, pero Jingo puede hacerlo a cincuenta. Con veneno
radjun
en la punta... No es fatal para los humanos, normalmente, pero tampoco hace falta si el dardo te atraviesa la yugular, ¿verdad? —Él arrojó aquella cosa infernal a un lado y volvió a hurgar en mi herida, canturreando bajito: