De todos modos, no haría falta ser ninguna lumbrera para comprender que debía poner pies en polvorosa durante una temporada. Era muy desagradable tener que abandonar la Guardia Real, pero si Tighe organizaba un escándalo, tendría que dimitir de todos modos... Se puede ser vizconde imbécil con el paladar hendido y, sin embargo, apto para un puesto de mando en la Guardia Real, pero si encuentran que has estado aceptando sobornos de un corredor de apuestas a cambio de favores, que el cielo te coja confesado, no importa lo famoso que seas como soldado. Así que no podía hacer nada sino evitar asomar el hocico hasta que el barco zarpase, y hacer una visita furtiva a la Guardia Real para informar al tío Bindley de las malas noticias. Él se estremeció, incrédulo, cuando se lo dije.
—¿Debo entender que estás rechazando un ascenso, libre de cargas, te lo recuerdo, en la Brigada Real; un ascenso procurado especialmente a instancias de lord Wellington, para ir por esos mundos de Dios con tu mujer, su extraordinario padre y ese... ese ricachón? Tú no necesitas hacer viajes comerciales.
—No puedo evitarlo. No puedo permanecer en Inglaterra ahora.
—¿Te das cuenta de que eso equivale a rechazar un honor del propio Trono?, ¿que nunca podrás esperar un favor semejante? Sé que eres insensible a la mayoría de los dictados comunes de la buena conducta y la discreción, pero seguramente tú puedes comprender...
—¡Maldita sea, tío! —exclamé—. ¡Tengo que irme!
Me miró inclinando su larga nariz.
—Pareces desesperado. ¿Tengo razón al suponer que habrá algún escándalo si no lo haces?
—Sí —admití yo, reacio.
—Bueno, eso es enteramente diferente —exclamó—. ¿Por qué no me lo has dicho desde el principio? Supongo que hay alguna mujer de por medio.
Yo lo admití, y dejé caer una insinuación de que estaba implicado el duque de..., pero que todo era un malentendido, y Bindley suspiró de nuevo y dijo que nunca había conocido una época en la que la calidad de la Cámara de los Pares hubiera caído tan bajo. Hablaría con Wellington, dijo, y como era aconsejable para el crédito de la familia que no pareciera que yo salía huyendo, vería si se podía dar a mi visita al Lejano Oriente algún tono oficial. El resultado fue que un par de días más tarde, en la habitación donde me ocultaba, encima de una casa de empeños, recibí una nota indicándome que me dirigiera a Singapur para examinar y aprobar el primer envío de caballos australianos que llegarían a la primavera siguiente
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para la compañía india del ejército. Bien hecho, viejo Bindley. A veces el tipo resultaba útil.
Así pues, lo único que tenía que hacer era viajar en secreto a Dover a finales de mes, y así lo hice. Llegué ya oscurecido y recorrí el atestado muelle con mi maleta, esperando que ni Tighe ni el duque hubieran enviado a sus rufianes para interceptarme (no lo habían hecho, por supuesto, pero si yo he vivido tantos años ha sido porque siempre temí lo peor y estuve preparado para ello). Un bote me llevó hasta el bergantín a vapor de Solomon y hubo una emotiva reunión con mis seres queridos: Elspeth se echó en mis brazos preguntándome
dónde
había estado, porque estaba realmente
preocupada
, y el viejo Morrison gruñó: «Vaya, ya has llegado, en el último momento, como de costumbre», y murmurando algo sobre los ladrones que van por ahí de noche. Solomon parecía encantado de verme, pero no me engañó: sólo estaba ocultando su disgusto por no tener el campo libre con Elspeth. Aquello casi me consoló de hacer el viaje. Sí, podía ser condenadamente inconveniente, de muchas maneras, y yo no las tenía todas conmigo pretendiendo acercarme a Oriente de nuevo, pero al menos tendría vigilada a esa pelandusca. En realidad, cuando reflexioné, comprendí que era la razón más importante que tenía para ir, incluso más que escapar de Tighe y del duque. Mirando las cosas desde el Canal, aquellos dos ya no me parecían tan terribles, y me resigné a disfrutar del crucero. Vaya, aquello podía resultar bastante divertido.
Algo le tengo que conceder a Solomon, y es que no había mentido acerca del lujo de su bergantín, el
Sulu Queen
. Era el último grito en barcos de hélice, movido por una rueda a través de su quilla, con dos mástiles para navegar y la chimenea bien atrás, para que toda la cubierta delantera, que nos estaba reservada, se viera libre del espeso humo y del hollín que cubría la popa y dejaba una gran nube negra a nuestro paso. Nuestros camarotes estaban debajo de la cubierta de popa, sin embargo, pero lejos del humo, y eran de primera: muebles de roble atornillados, alfombras persas, mamparas forradas de madera con acuarelas pintadas, un tocador con espejos que hizo que Elspeth lo recibiera con aplausos, cortinas chinas, excelente cristal y un mueble bar bien provisto, ventiladores mecánicos y una cama de matrimonio con sábanas de seda que habría sido el orgullo de una casa de placer de Nueva Orleans. «Bueno —pensé—, esto es mejor que navegar en un
Indiaman
;
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aquí estaremos como en casa.»
El resto de las instalaciones iban a juego: el salón donde cenamos no podía ser mejor en comida, licores y servicio. Hasta el viejo Morrison, que no hacía más que gruñir y refunfuñar todo el tiempo, aunque había aceptado venir, disipó sus dudas cuando nos sirvieron nuestra primera comida a bordo. Incluso se le vio sonreír, lo cual apuesto que no hacía desde el último recorte de salarios a sus trabajadores. Solomon era un anfitrión estupendo, que pensaba en todos los detalles para que nos sintiéramos cómodos. Incluso pasó la primera semana bordeando la costa para que nos acostumbrásemos al balanceo del barco, y estaba lleno de atenciones con Elspeth. Cuando ella se dio cuenta de que se había dejado el agua de colonia, hizo que su doncella desembarcara en Portsmouth y fuera a la ciudad a comprarla, con instrucciones de reunirse con nosotros en Plymouth. Era un trato regio, sin duda alguna, y con todos los gastos pagados.
Sólo dos cosas me causaban cierta inquietud en medio de tanto idílico lujo. Uno era la tripulación: no había ni una sola cara blanca entre ellos. Cuando me acompañaron a bordo la primera noche, fui con dos sonrientes tipos de cara amarilla con chaquetones cruzados y los pies descalzos. Intenté hablar con ellos en hindi, pero se limitaron a sonreír enseñando unos colmillos marrones y sacudir la cabeza. Solomon explicó que eran malayos. También había unos cuantos marineros medio árabes a bordo, que hacían de maquinistas y fogoneros, pero ningún europeo excepto el capitán, un franchute lo más seguro, con un toque de negro en el cabello, que tomaba el rancho en su cabina, así que nunca le veíamos. No me preocupaba demasiado la tripulación amarilla, pero prefiero oír una voz británica o yanqui en el castillo de proa; es más tranquilizador. Además, Solomon era un comerciante del Lejano Oriente, y en parte oriental él mismo, así que quizá fuera natural. Él los tenía bien dominados, y ellos se mantenían apartados de nosotros, salvo los criados chinos, que eran zalameros y silenciosos en grado sumo.
La otra cosa era que el
Sulu Queen
, aunque estaba equipado como un palacio flotante, llevaba diez cañones, lo cual supone casi tanto como lo que lleva un buque de guerra. Yo dije que me parecía mucho para un yate de recreo, y Solomon sonrió y dijo:
—Es un barco demasiado valioso para arriesgarlo en las aguas del Lejano Oriente, donde ni siquiera los navíos británicos y holandeses pueden contar con la más mínima protección. Además —hizo una señal hacia nosotros—, lleva una preciosa carga. La piratería no es desconocida en estas islas, ya saben, y aunque sus víctimas generalmente son indefensas embarcaciones nativas... bueno, creo que hay que ser muy precavidos.
—¿Quiere decir... que hay peligro? —preguntó Morrison con los ojos como platos.
—No —respondió Solomon—, con diez cañones a bordo.
Y para tranquilizar las aprensiones del viejo Morrison y presumir ante Elspeth, hizo que cuarenta de sus tripulantes realizaran una práctica de tiro para nuestro disfrute. Eran habilidosos, desde luego. Se dispersaron por la cubierta limpia y restregada con sus blusas y pantalones cortos, sacaron todas las piezas y atacaron con los proyectiles a golpe de pito del contramaestre árabe, con gran precisión, y después se quedaron quietos de pie junto a sus cañones, como otros tantos ídolos amarillos. Luego hicieron una exhibición de sable y de armas, moviéndose como piezas de relojería, y tuve que admitir que unas tropas entrenadas no lo habrían realizado mejor. Toda aquella rapidez y habilidad hacían que el
Sulu Queen
estuviera preparado para enfrentarse a cualquier cosa excepto un buque de guerra.
—Es simplemente una precaución añadida —dijo Solomon—. Mis posesiones se encuentran en lugares pacíficos, en el continente malayo en su mayor parte, y tengo mucho cuidado de no aventurarme nunca por aguas menos amistosas. Pero creo que hay que ir preparado —y siguió hablando de sus tanques de agua de hierro, y de los contenedores de comida sellados. Yo habría sido mucho más feliz viendo unas pocas caras blancas y patillas oscuras en torno a nosotros. Éramos sólo tres personas blancas... y Solomon, por supuesto, pero él era extranjero, después de todo.
Sin embargo, estos pensamientos desaparecieron pronto debido al interés del viaje. No les aburriré con descripciones, pero debo decir que fue el crucero más placentero de toda mi vida, y no nos dábamos cuenta de que iban pasando las semanas. Solomon había hablado de llegar a Singapur en tres meses; de hecho, nos costó más del doble de tiempo, y no nos quejamos ni una sola vez. Durante el verano navegamos con mar calma a lo largo de las costas francesas y españolas, visitando Brest, Vigo y Lisboa, agasajados maravillosamente por la burguesía local, ya que Solomon parecía tener una habilidad especial para hacer conocidos fácilmente, y luego nos adentramos en la costa africana, hacia latitudes más cálidas. Ahora lo recuerdo y puedo decir que he hecho ese mismo viaje más veces de las que puedo contar, en todo tipo de barcos desde un
Indiaman
hasta un barco esclavista, pero éste no fue un viaje corriente... En fin, hicimos picnic en las playas marroquíes, excursiones a las ruinas del desierto más allá de Casablanca, fuimos en camello con guías cubierta la cara con velos, paseamos por mercados bereberes, vimos bailarines que danzaban con fuego ante los macizos muros de viejos castillos corsarios y miembros de las tribus salvajes haciendo carreras de caballos, tomamos café con gobernadores con turbantes de barba blanca, e incluso nos bañamos en aguas azules y cálidas que lamían kilómetros y kilómetros de plateada arena vacía con las palmeras balanceándose en la brisa... y cada noche volvíamos al lujo del
Sulu Queen
, con su sábanas de nieve y su plata y su cristal brillante, y los delicados camareros chinos que atendían cada uno de nuestros deseos en la fría oscuridad del salón. Bueno, yo
fui
un príncipe coronado una vez, en mis vagabundeos, pero nunca había visto nada parecido a lo de aquel viaje.
—¡Es un cuento de hadas! —seguía exclamando Elspeth, e incluso el viejo Morrison admitió que no estaba del todo mal... El viejo bastardo se estaba ablandando de veras, y ¿por qué no iba a hacerlo, servido como estaba a cuerpo de rey y con dos musculosos diablos amarillos de ojos como rendijas dispuestos a llevarle a cuestas a tierra y conducirle en un palanquín en nuestras excursiones?
—Esto me está sentando muy bien —decía—, ya puedo notar la mejoría.
Elspeth suspiraba soñadora mientras la abanicaban a la sombra, y Solomon suspiraba y hacía señas al mozo para que pusiera más hielo en los vasos... Oh, sí, incluso tenía un aparato patentado para fabricar hielo escondido en algún sitio, junto a la quilla.
Más al sur, a lo largo de las selváticas y solitarias costas, no faltó la diversión: un crucero río arriba por la selva en la lancha del barco, Elspeth con los ojos como platos a la vista de los cocodrilos, que la hacían temblar deliciosamente, o riendo ante las «monadas» de los macacos, admirada por el brillo del follaje y la vistosidad de los pájaros.
—¿No le dije, Diana, que sería espléndido? —decía Solomon, y Elspeth exclamaba extasiada:
—Oh, sí, lo dijo, lo dijo... ¡pero esto está más allá de todo lo imaginable!
Vimos también peces voladores y delfines. Y una vez dada la vuelta a El Cabo, donde pasamos una semana, bajando a cenar a tierra y asistiendo a un baile en casa del gobernador, que complació infinitamente a Elspeth, llegamos al azul profundo de las aguas del océano Índico, y más maravillas para mis insaciables parientes. Empezamos el largo recorrido hacia la India con un tiempo perfecto, y por la noche Solomon cogía su guitarra y cantaba tristes canciones en la oscuridad; Elspeth dormitaba en una tumbona junto a la borda y Morrison me desafiaba a un
écarté
o jugábamos al
whist
, o nos limitábamos a perder el tiempo, tranquilamente. Eran cosas insustanciales, si quieren, pero yo lo toleraba resignadamente... y mantenía los ojos fijos en Solomon.
Ya que no había ninguna duda al respecto; él cambiaba a medida que progresaba el viaje. Le dio bastante el sol, y pronto fue el más moreno de a bordo. De todas formas, también, me recordaba que era al menos medio oriental o nativo. En lugar de su habitual camisa y pantalones empezó a llevar blusa y
sarong
, diciendo en broma que era el estilo tropical adecuado. Después empezó a llevar los pies descalzos, y una vez, cuando la tripulación se dedicó a pescar tiburones, Solomon echó una mano para alzar al enorme monstruo que se agitaba. Si le hubieran visto, desnudo hasta la cintura, con su robusto cuerpo bronceado chorreando sudor, chillando mientras levantaba la cuerda y gritando rápidas órdenes a sus hombres en un extraño dialecto, se habrían preguntado si aquél era el mismo tipo que había estado lanzando pelotas en Canterbury o hablando de precios en el puerto.
Después, cuando vino a sentarse en el puente para tomar una soda helada, noté que Elspeth miraba sus espléndidos hombros de forma indolente, ya que los oscuros ojos de Solomon brillaron cuando se echó hacia atrás el húmedo cabello negro y le sonrió... Había sido el perfecto amigo de la familia durante meses, saben, ni un toque de las zarpas fuera de sitio... y yo pensé: «Amigo, ¡qué aspecto más condenadamente arrebatador y romántico tiene estos días!». Para empeorar las cosas, había empezado a crecerle la barba, una especie de perilla como la de los negros; Elspeth dijo que le daba un toque de corsario, así que yo tomé nota y le hice dos veces el amor aquella misma noche, para sofocar aquellas fantasías infantiles. Leer a Byron no es bueno para las jovencitas.