Flashman y señora (12 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Flashman y señora
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Al otro lado del césped estaba el populacho, ya que Solomon había abierto sus jardines para la ocasión y dispuesto un entoldado con cerveza y refrescos gratis para los sedientos. Bueno, si aquel maldito vanidoso quería que vieran cómo le machacaban vivo, era asunto suyo. Pero, de todos modos... ¿iba a ganarle? Y para aumentar mi confusión, ¿qué veo en un grupo de gente bajo los árboles, sino el chaleco y la cara escarlata de Daedalus Tighe, Cabayero, que había venido a vigilar su gran negocio, sin duda? Iban con él algunos tipos de aspecto bastante duro, todos dándole fuerte a la cerveza y riéndose afablemente.

—¿El desayuno no te ha sentado bien, Flashy? —dijo Mynn—. Pareces un poco alicaído..., aquí está tu oponente, preparado. Vamos.

Solomon estaba ya preparado en el césped, con un aspecto muy profesional: pantalones de pana, zapatillas y un sombrero de paja en su negra cabezota. Me sonrió y me estrechó la mano mientras los elegantes aplaudían educadamente y el populacho gritaba y hacía sonar las jarras. Me quité la chaqueta y me puse las zapatillas, entonces el pequeño Félix hizo girar el bate; yo pedí hoja y me salió.

—Muy bien —dije a Solomon—, usted batea primero.

—¡Fantástico! —gritó él, haciendo relampaguear los dientes con una sonrisa—. ¡Que gane el mejor!

—Así será —exclamé yo, y pedí la pelota, mientras Solomon, maldita sea su insolencia, fue hacia Elspeth y le pidió con todo descaro que le deseara suerte; tuvo incluso la desfachatez de pedirle su pañuelo para atárselo al cinturón, «porque debo llevar los colores de mi dama, ya sabe», exclamó, como si fuera una broma estupenda.

Por supuesto, ella se vio obligada a hacerlo, y, al ver que yo la miraba, murmuró trémula que por supuesto yo debía llevar sus colores también, para no mostrar ningún favoritismo. Pero no tenía ningún otro pañuelo, así que la zorra de Judy dijo que le prestaba el suyo para que me lo diera... Yo acabé con el moquero de esa pájara marrullera colgando de mi cinturón, y ella sentada sonriendo irónicamente. Fuimos juntos hacia el
wicket
, Félix se colocó junto a Solomon, éste se tomó su tiempo, dando golpecitos en el suelo con el bate y examinando el campo delante de él, muy profesional, mientras yo, irritado, balanceaba el brazo. Era un césped blando, me di cuenta, así que yo no iba a poder sacar mucho partido... sin duda Solomon había tenido
aquello
en cuenta. A él le favorecía.

—Juego! —gritó Félix, y se hizo el silencio a nuestro alrededor, todo el mundo esperando la primera pelota. Yo me ajusté el cinturón, mientras Solomon esperaba en su lugar, y le mandé uno de mis tiros más duros... juraría que él se puso pálido cuando la pelota pasó junto a sus espinillas y fue a rebotar en los arbustos. La gente lanzó vítores y yo volví a lanzar de nuevo.

No era un mal bateador. Bloqueó mi siguiente pelota con su guardia, me devolvió la tercera y luego obtuvo un gran aplauso al correr dos carreras de las cuatro. Hola, pensé yo, ¿qué tenemos aquí? Le envié una pelota más lenta, y él la lanzó a los árboles, para que yo tuviera que abrirme paso a través de la multitud para cogerla, mientras él corría cinco. Yo estaba jadeando y furioso cuando volví a la línea de base, pero me contuve y le lancé una pelota muy fuerte; él se echó hacia atrás y la lanzó fuera para marcar un tanto. La multitud chilló con deleite, y yo rechiné los dientes.

Empezaba a darme cuenta de lo desesperado que podía ser un
single-wicket
cuando no tienes
fieldsmen
, y has de coger cada carrera por ti mismo. Te agotas en un momento, y eso no favorece nada a un lanzador rápido. Peor aún no tener
fieldsmen
significaba que no habría recogidas detrás de las estacas, que es como consiguen los hombres, como yo la mitad de sus
wickets
. Tenía que lanzar o cogerlas por mí mismo, y con aquel césped blando y su forma de devolver las pelotas, parecía un trabajo bastante duro. Di una vuelta, recuperé el aliento y le lancé cuatro de mis pelotas más rápidas. La primera pasó rozando sus estacas, pero él, como un gallo de pelea, interceptó de lleno con la pala las otras tres, y eso le proporcionó otras cinco carreras. La multitud aplaudía como loca, y él sonreía y se tocaba el sombrero. Muy bien, pensé yo, hay que poner orden en este asunto.

Le lancé otro par de pelotas y él sacó otras ocho carreras, cuidadosamente, antes de que yo consiguiera lo que quería, que fue un tiro por encima del
wicket
, ligeramente a mi izquierda. Resbalé deliberadamente mientras iba a cogerlo y lo dejé pasar, ante lo cual Solomon, que había estado tranquilo, esperando, salió corriendo para robar una carrera. La vas a tener, hijo de puta, pensé yo, mientras me levantaba del suelo, fuera de su camino, persiguiendo la pelota, y le daba un golpe de miedo en la rodilla con el talón, como si fuera un accidente. Le oí chillar, pero por entonces yo iba corriendo detrás de la pelota, recogiéndola y lanzándola hacia el
wicket
, y luego miré a mi alrededor extrañado, como buscándole. Bueno, yo
sabía
dónde estaba él: tirado de espaldas en el suelo a dos metros de su sitio, sujetándose la rodilla y maldiciendo.

—¡Oh, qué mala suerte, amigo! —grité yo—. ¿Qué le ha pasado? ¿Ha resbalado?

—¡Aaaag! —gritaba él, y por una vez no sonreía—. ¡Me ha machacado la pierna, maldita sea!

—¿Qué? —grité yo—. ¡Oh, no! ¿De verdad lo he hecho? Mire, lo siento muchísimo. He resbalado, ¿sabe? ¡Oh, Dios mío! —dije, dándome una palmada en la frente—. ¡Y he tirado su
wicket
! Si me hubiera dado cuenta... digo, Félix, que no cuenta, ¿verdad? Quiero decir que no sería juego limpio...

Félix dijo que él estaba fuera; no había sido culpa mía si yo había resbalado y Solomon me había pasado por encima. Yo dije que no, que no podía aceptarlo. No podía tomar esa ventaja, y él debía continuar con su turno. Solomon ya se había levantado, frotándose la rodilla y diciendo que no, que estaba eliminado, que no se podía evitar. Su sonrisa había vuelto a aparecer, aunque un poco torcida. Así que nos quedamos allí de pie, discutiendo como pequeños cristianos, yo atormentado por los remordimientos, empujándole a seguir bateando, hasta que Félix acabó de una vez con aquello diciendo que él estaba eliminado y que se acababa la discusión. (Por un momento pensé que iba a convencerle.)

Así que era mi turno de batear. Sacudí la cabeza y dije que todo aquello había sido una verdadera lástima. Solomon replicó que había sido una torpeza suya y que yo no debía culparme, y la muchedumbre exclamó con admiración ante tal espíritu deportivo. «¡Dale en el paquete la próxima vez!», gritó una voz desde los árboles, y la gente hubiera preferido no haberlo oído. Me puse en guardia; él tenía veintiún puntos; ahora veríamos cómo lanzaba.

Fue patético. Como bateador parecía aceptable, aunque un poco torpe, con un trabajo aceptable de muñeca, pero desde el momento en que le vi poner los ojos en la pelota y andar torpemente con aquella mirada de pato mareado, supe que era un inútil con la pelota. Cosa bastante sorprendente, porque normalmente era un hombre de movimientos ágiles y seguros, y bastante rápido para su corpulencia, pero cuando trataba de lanzar era como un caballo percherón de camino al matadero. Tiraba bajo con la solemne concentración de una vieja jugando a la petanca, y yo sonreí exultante interiormente, vi salir la pelota, golpeé confiadamente y fallé la primera pelota que venía recta, con un tiro de lo más sencillo.

Los espectadores gritaron con asombro, y por Dios que no fueron ellos solos. Dejé caer mi bate, maldiciendo: Solomon me miró con incredulidad, encantado, pero con el ceño fruncido:

—Creo que lo ha hecho a propósito —gritó.

—¿Qué? —dije yo, furioso. Yo hubiera jurado que le iba a ganar hasta con los ojos vendados... pero ¿no suele ocurrir que si una tarea es demasiado fácil, fallamos como si no lo fuera? Podía haberme dado de puñetazos a mí mismo por mi negligencia... pensando como jugador de críquet, ya me comprenden. Ya que con veintiuna carreras en su haber, yo podía perder el partido fácilmente ahora. La cuestión era: ¿quería hacerlo? Allí estaba la chaqueta roja de Tighe bajo los árboles... Por otra parte, estaba Elspeth, con aspecto radiante, palmoteando con sus manos enguantadas y gritando: «¡Bien jugado!» mientras Solomon se tocaba graciosamente el sombrero y yo trataba de poner buena cara. ¡Por Júpiter!, era a él a quien ella estaba mirando... imaginándose sin duda a sí misma bajo una luna tropical, con el inoportuno y viejo Flashy convenientemente lejos, en casa... No, por Dios, al diablo con Tighe y sus amenazas y su chantaje... Iba a ganar aquel partido, y al demonio con todo.

Tomamos un bocadillo y una bebida, mientras los elegantes charlaban a nuestro alrededor y el entrenador de Canterbury frotaba la rodilla de Solomon con linimento.

—¡Espléndido juego, amigo! —gritaba el Don, alzando su vaso de limonada en dirección a mí—. ¡Le guardo algunos más de mis tiros bajos directamente para usted!

Reí y le dije que esperaba que no fueran tan retorcidos como su primer lanzamiento, porque me había desconcertado, y él pareció encantado, el muy bastardo.

—¡Qué emocionante! —gritó Elspeth—. ¿Quién va a ganar? Creo que no podré soportar que pierda ninguno de los dos... ¿Y tú, Judy?

—Realmente, no —contestó Judy—. Esto es fantástico. Piénsalo, querida: tú no pierdes de ninguna manera, porque harás un divertido viaje si gana Don, y si gana Harry, él tendrá dos mil libras para gastarlas contigo.

—¡Oh, yo no pienso en eso! —gritó mi querida esposa—. Es el juego lo que cuenta, por supuesto —condenada estúpida.

—Ahora, caballeros —gritó Félix, batiendo palmas—. Hemos tenido más comida y bebida que críquet hasta ahora. Su mano, Don, y nos hizo salir para el segundo turno.

Yo había aprendido mi lección del primer relevo como lanzador, y tenía ya una idea bastante aproximada de cuáles eran los puntos fuertes y flacos de Solomon. Era rápido y seguro, y su recepción atrás era excelente, pero había notado que sus golpes hacia adelante no eran demasiado firmes, así que le lancé bien alto, junto a la estaca; el
wicket
estaba casi saliéndose del césped, de tanto tirar sobre él, y tuve la esperanza de lanzar una pelota alta hacia su ingle, o al menos hacerle saltar. Él recibió mi ataque bastante bien, sin embargo, y jugó una guardia baja, lanzando los ocasionales golpes hacia un lado. Yo insistí duramente, clavándole en su sitio con la pelota hacia sus piernas, y entonces mandé una a otro lado; él no se movió ni medio metro y su revés llegó bajo y sin fuerza.

Él había hecho diez carreras en aquella mano, así que yo necesitaba treinta y dos para ganar... Aunque no son muchas contra un lanzador como una patata, no se puede uno permitir un segundo error. Y yo no era un bateador extraordinario. Sin embargo, si tenía cuidado podía ser lo bastante bueno como para despachar al señor Solomon... si quería. Porque mientras yo me ponía en guardia, podía ver el rojo chaleco de Tighe por el rabillo del ojo, y sentí un escalofrío de miedo que me recorría la espina dorsal. ¡Dios mío!, si yo ganaba y hacía que el dinero de sus apuestas se fuera por la alcantarilla, él haría todo lo posible para arruinarme, tanto social como físicamente, sin lugar a dudas... y lo que quedara de los matones del duque sin duda se lo repartirían los de Tighe. ¿Alguien se había encontrado alguna vez en un dilema tan condenado como aquél? Pero allí estaba ya Félix gritando: «¡Juego!», y el Don moviéndose para lanzar otro de sus tiros fofos.

Hay una cosa muy extraña con el mal lanzamiento: puede ser condenadamente difícil de devolver, especialmente cuando uno sabe que sólo tiene una vida que perder y tiene que abandonar su estilo habitual. En un juego ordinario, yo habría machacado a esa basura de Solomon haciéndole correr por todo el césped, pero ahora tenía que quedarme en guardia, muy precavido, mientras él dejaba caer sus torpes lanzamientos en las cercanías (sin ningún efecto, todos rectos) y yo estaba tan nervioso que le di con el borde a alguno, y habría estado perdido si hubiera habido algún
fielding
recogiendo, aunque fuera una vieja. Pero así, uno parece mucho mejor de lo que en realidad es, y la multitud vitoreaba cada pelota, viendo al duro de Flashy pegado a su línea de base.

Sin embargo, me sobrepuse a mis primeros temblores, intenté un golpe fuerte o dos, y tuve la satisfacción de verle correr y sudar mientras yo marcaba unos cuantos tantos. Ocurría una cosa curiosa con el
single-wicket
: un buen golpe no bastaba para hacerte ganar, ya que para marcar una carrera tenías que correr hasta el extremo del lanzador
y volver
, mientras que en un partido ordinario el mismo trabajo te hubiera conseguido dos carreras. Todas esas correrías por el campo no parecían alterar su lanzamiento, lo cual era mala cosa, aunque siguiera siendo igual de torpe. Pero yo me esforcé y conseguí una docena de tantos, y cuando me mandó un tiro fuerte, lo dejé volar y lo mandé limpiamente por encima de la casa, haciendo ocho carreras mientras él desaparecía corriendo frenéticamente en torno a la casa, con los niños pequeños siguiéndole. Las damas se ponían de pie y chillaban excitadas. Yo corría como un loco entre los
wickets
, mientras la gente coreaba cada carrera, y empezaba a pensar que le había superado cuando apareció de nuevo, con los zapatos llenos de estiércol y porquería y tiró la pelota a través de la línea de base, para que yo tuviera que salir.

Así que allí estaba yo, con veinte carreras, pero necesitaba todavía doce más para ganar. Imposible, ambos resoplábamos como ballenas, y ahora ya no podía posponer más mi gran decisión: ¿iba a ganarle y afrontar las consecuencias con Tighe, o dejar que ganara él y dispusiera de un año entero para seducir a Elspeth en su maldito barco? Pensar en él murmurándole cosas al oído a Elspeth en la borda mientras ella se embriagaba con la luz de la luna y los halagos casi me enloquecía, así que rechacé con fuerza su siguiente lanzamiento mandándolo hacia la puerta de entrada para conseguir otras tres carreras... Mientras esperaba jadeando la siguiente pelota, debajo de los árboles estaba esa bestia de Tighe, con el sombrero bajado hasta las cejas y los pulgares metidos en el chaleco, mirándome, con sus hampones junto a él. Yo tragué saliva, fallé la pelota siguiente y la vi rozar mis
bails
[17]
por un pelo.

¿Qué demonios iba a hacer? Tighe estaba diciendo algo por encima de su hombro a uno de sus compinches, y yo corría como una fiera hacia la siguiente pelota y la mandaba por encima de la cabeza de Solomon. Estaba decidido a correr, y allá fueron otras dos... siete para ganar. Él lanzaba de nuevo, y por primera vez lanzó la pelota con efecto; yo le di un golpe frenético, acerté con el borde y la pelota salió fuera de la cancha marcando un tanto. Seis para ganar, y los espectadores aplaudían y reían y nos animaban. Me incliné hacia mi bate, mirando a Tighe con el rabillo del ojo y conjurando los miedos sin nombre... no, no eran sin nombre. No podía enfrentarme a la certeza de que se hiciera público que yo había recibido dinero de un corredor de apuestas, y que mandara a sus asesinos a perseguirme en un callejón de Haymarket por añadidura. Yo
tenía
que perder..., y si Solomon se tiraba a Elspeth por todo Oriente, ¡como yo no iba a estar allí para verlo! Me volví a mirar en su dirección, y ella se puso de pie y me hizo una seña, siempre tan encantadora, dándome ánimos; yo miré a Solomon, con el negro cabello húmedo por el sudor y los ojos brillantes mientras corría para lanzar, y rugí: «¡No, por Dios!» y atajé su tiro directo y firme, enviándolo a través de una ventana de la planta baja.

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