Flashman y señora (4 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Flashman y señora
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O lo veo al sol del crepúsculo, los jugadores con sus sombreros de copa blancos saliendo en tropel del campo, con el murmullo del aplauso en las cuerdas, y los golfillos arremolinándose con adoración, mientras los viejos aficionados fuera del pabellón aplaudían y gritaban: «¡Bien jugado, bien jugado!» y alzaban sus jarras de cerveza; y el capitán le tira la pelota a algún muchacho de ojos como platos que la guardará como una reliquia toda su vida, y el marcador cuelga rígidamente de su alto soporte y las sombras se alargan a través de la idílica escena, la verdadera representación de la feliz y deportiva vieja Inglaterra, con los árbitros recogiendo en un manojo las estacas, los pájaros cantando en los altos árboles, el dulce crepúsculo extendiéndose furtivamente sobre la tierra y el pabellón, y los bancos vacíos, y un montón de leña de sauce delante del aprisco donde Flashy, escondido entre la alta hierba, tiene debajo a la hija del propietario. ¡Ah!, es que entonces el críquet era el críquet.

Aparte del último detalle, que tuvo lugar en otra alegre ocasión, todo era exactamente igual aquella tarde en que los caballeros de Rugby, incluyendo a su humilde servidor, salieron para batir a los campeones de Kent (veinte a uno, y sin apostadores). Al principio pensé que todo iba a ser muy frío, ya que mientras la mayoría de mis compañeros de equipo eran bastante corteses con el Héctor de Afganistán, tal como era de esperar, el egregio Brown estaba decididamente gélido, y también Brooke, que había sido jefe de la escuela en mi época y era la niña de los ojos de Arnold. Eso les dice todo lo que deben saber sobre él: era bien proporcionado y atractivo, iba a la iglesia, no tenía malos pensamientos, era amigo de los animales y de las señoras ancianas y guardiamarina; no tengo ni idea de lo que fue de él, pero espero que huyera con los fondos del barco y la esposa del almirante y pusiera un burdel en Valparaíso. Él y Brown hablaban en voz baja en el pabellón y me dirigían miradas furtivas, regocijándose, sin duda, ante el pecador que no se había arrepentido.

Entonces llegó la hora dejugar, se tiró una moneda al aire y ganó Brown, que eligió batear, lo que significaba que yo pasé la hora siguiente junto a la silla de Elspeth, tratando de acallar sus estúpidas observaciones sobre el juego y esperando que llegara mi turno de intervención. Pasó un buen rato, ya que los de Kent se lo estaban tomando con calma para darnos un poco de juego o Brook y Brown eran mejores de lo que yo pensaba, ya que sobrevivieron al torbellino de apertura del ataque de Mynn, y cuando llegaron los
twisters
, empezaron a hacer subir el marcador de forma más que interesante. Tengo que decir esto a favor de Brown: era un bateador condenadamente bueno, y Brooke era un buen golpeador. Estábamos a treinta en el primer
wicket
, el resto de nuestros bateadores estaban eliminados, así que conseguimos los setenta antes de alcanzar el final, y yo me despedí de mi amada, que me fastidió tremendamente diciendo a sus vecinos de asiento que seguro, seguro que yo marcaba un tanto, porque era muy fuerte y muy listo. Corrí hacia el pabellón, agarré una pinta de cerveza del camarero y sin tiempo más que de soplar la espuma, cayeron dos
wickets
más, y Brown dijo:

—Es tu turno, Flashman.

Cogí un bate de junto al asta de la bandera, me abrí paso entre la multitud que se volvía con curiosidad ante el siguiente jugador y salí al césped. Ustedes mismos lo habrán hecho a menudo, y recordarán el tremendo silencio mientras uno camina hacia el
wicket
, tan lejos, y quizás un aplauso perdido, o un grito de: «¡Adelante, amigo!», y sólo unos pocos espectadores holgazaneando junto a las cuerdas, y el
fielding
o servidor junto a ellas o paseando perezosamente por allí, estirándose al sol, sin mirar apenas cuando nos acercamos. Conozco bastante bien todo esto, pero mientras caminaba levanté la vista y por primera vez sentí la impresión de ver al verdadero Lord’s. Alrededor del gran campo color esmeralda, liso como una mesa de billar, estaba aquella enorme masa de gente, de diez en fondo en los extremos, y detrás de ellos los coches amontonados, rueda con rueda, atestados de damas y caballeros, la enorme multitud callada y expectante mientras el sol se reflejaba en los brillantes ojos de miles de gemelos de teatro y binóculos dirigidos hacia mí. Era para ponerse condenadamente nervioso, tener que atravesar aquel enorme espacio y con la vejiga súbitamente llena a reventar. Deseé poder escabullirme entre aquel gentío amistosamente enfebrecido que tenía detrás de mí.

Les puede parecer raro que los nervios hicieran presa en mí en aquel momento. Después de todo, mi cobardía natural se había visto estimulada por algunos horrores que realmente valían la pena: impis zulúes, caballería de cosacos y jinetes sioux, todos dedicados a alterar mi sistema circulatorio y nervioso de diversas formas. Pero en aquellas ocasiones había otras personas con las que compartir la atención general, y es un tipo diferente de miedo, de todos modos. Los tragos menores pueden ser condenadamente terroríficos simplemente porque uno sabe que va a sobrevivir a ellos.

No tardé ni un segundo en tragar saliva y vacilar un poco, seguí y entonces ocurrió algo de lo más sorprendente. Se oyó un murmullo entre la gente que fue creciendo hasta convertirse en un rugido, y súbitamente explotó en los más ensordecedores vítores que nunca hayan oído; podía sentirse el impacto de aquellos gritos corriendo a través del campo, y las damas se pusieron de pie y agitaron sus pañuelos y sombrillas, y los hombres gritaron hurras y agitaron sus sombreros, y todos saltaban de los coches, y en medio de todo aquel escándalo, la banda empezó a tocar: «Rule, Britannia». Yo me di cuenta de que los vítores eran para el siguiente jugador, pero vitoreaban en realidad al héroe de Jallalabad, y casi me desmayo por la sorpresa. Sin embargo, creo que lo llevé bastante bien. Levanté mi blanco sombrero y saludé a derecha e izquierda mientras la música y los vítores resonaban con fuerza, y me apresuré a ir junto al
wicket
como debe hacer un modesto héroe. Y allí estaba el esbelto y pequeño Félix, con sus patillas de colegial y su gorra de niño huérfano, sonriendo tímidamente y tendiéndome la mano: Félix, el mejor caballero bateador del mundo, dense cuenta, conduciéndome al
wicket
y pidiendo tres hurras del equipo de Kent. Y luego se hizo el silencio, y mi bate resonaba con pesadez desacostumbrada mientras yo lo golpeaba en el suelo; los
fielders
se agachaban y yo pensaba: «Oh, Dios mío, esto va en serio, estoy obligado a dejar mi huella en el marcador, sé que lo estoy». Con tan buena acogida, y mientras me rugían las tripas miré al
wicket
y a Alfred Mynn.

Era Mynn un hombre robusto que estaba en sus mejores momentos, de algo más de metro ochenta de alto y cerca de noventa kilos de peso, con una cara como una loncha de jamón frito guarnecido con una orla de patillas negras, pero ahora parecía como Goliat, y si piensan que un hombre no puede parecer gigante desde una distancia de más de veinte metros, no han visto al joven Alfie. Sonreía, tirando indolentemente hacia arriba la pelota, que no parecía mayor que una cereza en su enorme puño, moviendo un pie sobre el césped... Dios mío, escarbando como un caballo. El viejo Aislabie me avisó, dijo trémulo: «¡Juego!». Yo agarré mi bate y Mynn dio seis rápidos pasos y balanceó el brazo.

Vi la pelota en su mano, a la altura del hombro, y algo silbó junto a mi rodilla derecha, me preparé para levantar mi bate y el
wicket
-
keeper
estaba ya lanzándole la pelota a Félix en el punto de recogida. Tragué saliva con horror, porque juro que no vi pasar aquella maldita cosa, y alguien en la multitud gritó: «¡Bien perdida, señor!». Se elevó una nubecilla de polvo a un metro de distancia de mí; «ahí es donde va a lanzar —pensé—, oh, Dios mío, ¡no dejes que me haga daño!». Félix, agachado frente a mí, apenas a diez pasos de distancia, se acercó un poco, con los ojos fijos en mis pies; Mynn tenía de nuevo la pelota, y de nuevo dio los seis pasitos, y yo estaba ya abalanzándome hacia adelante, con los ojos bien cerrados, para poner mi bate donde había saltado el polvo la última vez. Toqué el suelo, mi bate brincó y resonó un golpe como un martillazo, que me dejó las muñecas doloridas, y yo abrí los ojos y vi la pelota corriendo hasta el espacio detrás del
wicket
. Brooke gritó: «¡Venga!», y Dios sabe que yo quería, pero las piernas no me respondían, y Brooke tuvo que volver atrás, meneando la cabeza.

«Esto se tiene que acabar —pensé—, ya que me quedaré lisiado para el resto de mi vida si me quedo aquí.» Y el pánico, mezclado con el odio y la rabia, me invadió mientras Mynn volvía de nuevo. Fue andando hasta el
wicket
, con el brazo balanceándose hacia atrás, y yo volví a mi terreno dando un salto desesperado, agitando el bate con todas mis fuerzas. Hubo un espantoso ruido seco y en un instante de exaltación supe que le había dado de lleno, la maldita pelota debía de estar en Wiltshire por lo menos, a cinco carreras, seguro, y yo a punto de salir corriendo cuando vi que Brooke estaba de pie en su terreno, y Félix, que había estado sirviendo casi pegado a mi lado, tenía la pelota en la mano izquierda y la tiraba al aire indolentemente, moviendo la cabeza y sonriéndome.

Cómo la había cogido, sólo él y Satanás lo saben; debió de haber sido como atrapar una bala con los dientes. Pero él ni se había despeinado siquiera, y a mí sólo se me daba la posibilidad de volver al pabellón, mientras la multitud rugía comprensiva y yo meneaba mi bate hacia ellos y me daba golpecitos en la chistera. Después de todo, yo era lanzador, no bateador, y al menos había colocado un buen golpe. Y me había enfrentado a tres pelotas de Alfred Mynn.

Cerramos nuestra mano a noventa y uno, Flashy atrapó a Félix a cero, y conseguimos una puntuación bastante buena, aunque era seguro que Kent la superaría fácilmente, y como era un partido de una sola mano así fue al final. A pesar de mi nula puntuación —¡cómo deseé haber salido para marcar un tanto después de la segunda pelota!— fui bien recibido en el pabellón, dado que ya se sabía quién era yo, y varios caballeros vinieron a estrecharme la mano, mientras las damas miraban mi robusto aspecto y se sonreían unas a otras debajo de sus sombrillas. Elspeth estaba resplandeciente por la espléndida figura que yo ofrecía ante sus ojos, pero indignada porque había tenido que salir y sin embargo no habían tirado mi
wicket
, porque, ¿acaso no era ése el objetivo del juego? Le expliqué que yo estaba fuera de juego, y ella dijo que era una ventaja muy desleal, y que aquel hombrecillo de la gorra debía de ser un tipo muy solapado, a lo cual los caballeros de alrededor rieron a carcajadas y la miraron con lujuria, pidiendo ponche de soda para la dama y asegurando que ella debía entrar en el comité para arreglar las normas.

Yo me contenté con un vaso de cerveza antes de salir al campo, ya que quería estar preparado para lanzar, pero Brown me dejaba sin hacer nada fuera del campo, sin duda para recordarme que yo era un putañero y por lo tanto no era la persona adecuada para conseguir un
over
. No me importó, sino que me quedé por allí indolentemente, charlando con los espectadores cerca de las cuerdas, y encogiéndome de hombros elocuentemente cuando Félix o su compañero marcaban un buen tanto, lo cual hicieron a cada pelota. Ellos machacaron a nuestros compañeros, y tenían una ventaja de cincuenta ya antes de una hora. Les dije a los espectadores que lo que queríamos era un poco de animación, y me puse a hacer ejercicios de calentamiento con el brazo, y ellos me vitorearon y empezaron a gritar: «¡Sacad al viejo Flash! ¡Hurra por Afganistán!» y cosas así, lo cual era muy gratificante.

Yo estaba consiguiendo mi cuota de atención de las damas que estaban en los carruajes, cerca de mi puesto de vigilancia, y en realidad había estado tan concentrado guiñándoles el ojo y haciendo el gallito, que me perdí un largo golpe, por lo cual Brown me llamó bastante agriamente para que me fijara. Ahora, un par de señoritas de las más fogosas, empezaron a hacer eco a los hombres, que las incitaron, así que empezó a resonar por todo el campo: «¡Que salga el viejo Flash!», en roncos tonos bajos y agudas voces de soprano. Finalmente, Brown no pudo soportarlo más y me hizo seña de que saliera, y la multitud vitoreó de lo lindo. Félix esbozó una sonrisa tranquila y se puso en guardia.

En conjunto trató mi primer
over
con respeto, porque sólo me sacó once, lo cual era mucho más de lo que yo merecía. Ya que; por supuesto, lancé mis bolas con terrible energía, la primera de lleno a su cabeza, y las tres siguientes excesivamente cortas, con aguda excitación nerviosa. A la gente le encantó, y también a Félix, Dios le maldiga; él no alcanzó el primero, pero atrapó el segundo bellamente, interceptó el tercero de puntillas y apartó el último que iba derecho a su labio superior y lo mandó hacia los coches cerca del pabellón.

¡Cómo rió y vitoreó la multitud! Brown se mordía los labios con humillación y Brooke fruncía el ceño con disgusto. Pero ellos no podían sacarme después de un solo turno; vi a Félix que le decía algo a su compañero, y el otro rió, y mientras yo volvía a mi posición de vigilancia un pensamiento se abrió paso en mi cabeza, fruncí el ceño y di una palmada muy enfadado, ante lo cual los espectadores gritaron más fuerte que nunca. «¡Dale un poco de pimienta afgana, Flashy!», gritaba uno, Y «¡saca los cañones!», vociferaba otro. Yo sacudí el puño y me encasqueté el sombrero en la cabeza, y ellos gritaron y rieron de nuevo.

Hubo una aguda exclamación cuando Brown me sacó para mi segundo turno, y todos se prepararon para disfrutar de más diversión y frenesí. Pues lo vais a tener claro, chicos, pensé yo, mientras pasaba junto al
wicket
, con la multitud contando cada paso. Mi primera pelota rebotó a mitad de camino del campo, voló alta por encima de la cabeza del bateador y ellos cambiaron tres posiciones. Aquello hizo que Félix se enfrentara conmigo otra vez, y yo retrocedí, cerrando los oídos al griterío y los reproches de Brown. Me volví y por la elevación de los hombros de Félix comprendí que se estaba preparando para enviarme a los árboles; fijé mis ojos en el punto muerto en línea con la estaca exterior (él era zurdo, lo cual dejaba el
wicket
lateral abierto como una puerta de granero ante mi lanzamiento) y corrí decidido a lanzar la pelota más rápida, y certera de toda mi vida.

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