Read Flashman y señora Online

Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Flashman y señora (2 page)

BOOK: Flashman y señora
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Puede sorprenderles que la aproximación del viejo Flashy a nuestro gran juego de verano no fuera exactamente la de su héroe de la época escolar, tan varonil y con sus lindas mejillas de manzana, jugando generosamente por el honor del equipo y por amor a su galante capitán y recreándose en la gozosa rivalidad del bate y la pelota mientras su despreocupada risa resonaba por encima del verde césped. No, no es eso exactamente. Yo prefería gloria personal y triunfos fáciles dondequiera que pudiera conseguirlos, y al diablo con el honor del equipo. Mi estilo era recoger unas cuantas libras en apuestas y correr después tras las faldas de las damas deportistas que solían coquetear con nosotros, grandes y rudos jugadores, sonriéndonos bajo sus sombrillas en la Semana de Canterbury. Ése es el espíritu que gana partidos, les doy mi palabra, y si no, mediten sobre nuestro reciente y desastroso resultado contra los australianos.
[3]

Por supuesto, hablo como uno que ha aprendido a jugar al críquet en su edad dorada, siendo yo un infeliz estudiantillo en Rugby. Me abrí camino en la escuela y traté de conservar intacta la piel en aquella jungla infernal. Uno elige entre sobrevivir a un naufragio moral o a uno físico, y yo estoy orgulloso de decir que nunca dudé, por eso soy hoy el hombre que soy, lo que queda de mí. Con mis llantinas me compraba mi camino a la seguridad cuando era un niño pequeño, y abusé y tiranicé a los demás cuando me hice mayor; cómo demonios no estoy ya en la Casa del Señor, es cosa que no puedo entender. Pero eso no importa; lo importante es que Rugby me enseñó dos cosas realmente buenas: la supervivencia y el críquet, ya que incluso a la tierna edad de once años comprendí que mientras el soborno, la adulación y el engaño podían asegurar la primera, no eran suficientes para ganar una reputación popular, que es una cosa muy necesaria. Para eso uno tiene que destacar en los deportes, y el críquet era ideal para mí.

Al principio no me gustaba nada, pero el otro gran deporte, el rugby, era extremadamente peligroso. En el único contacto que tuve con él, salí cojeando y aullando después de una
melée
: «¡Ánimo, chicos, vamos! ¡Oh, qué lástima que tenga la pierna coja!» Y usé el truco de no acertar al cargar contra hombres más grandes que yo por una fracción de centímetro, arrojándome al césped demasiado tarde con heroicos jadeos y bramidos.
[4]
El críquet era paz y tranquilidad en comparación con aquello, sin más peligro que recibir algún puntapié. Yo acabé por ser inusitadamente bueno en este juego.

Digo esto con toda modestia; como bien saben ustedes, tengo otros tres talentos principales: los caballos, los idiomas y la fornicación, pero éstos son dones de la Providencia, y no puedo reclamar ningún mérito por ellos. En cambio, me esforcé para llegar a ser un buen jugador de críquet, ya lo creo que trabajé, y probablemente por eso cuando ahora recuerdo todas las recompensas y trofeos de una vida llena de acontecimientos: las medallas, la nobleza, el dinero acumulado, la gloria militar, las mujeres satisfechas, en fin, no hay nada de lo que me sienta más satisfecho que de esos cinco
wickets
por doce carreras contra la flor y nata de los bateadores de los Englands, o aquel glorioso
over
en Lord’s en 1842 cuando... pero ya llegaré a eso en su momento, porque ahí es donde empieza realmente mi historia. Supongo que si Fuller Pilch hubiera bajado su bate una décima de segundo antes, todo habría sido diferente. Los piratas Skrang no habrían sido expulsados con fuego de su nido infernal, la reina negra de Madagascar habría tenido un amante menos (y no es que ella hubiera echado de menos a uno solo, a la que me atrevo a llamar esa zorra insaciable), los franceses e ingleses no habrían cañoneado Tamitave, y yo me habría ahorrado un secuestro, la esclavitud, las cerbatanas y el riesgo de muerte y tortura en lugares inimaginables... ¡Ay, el viejo Fuller tenía mucho por lo que responder, Dios le haya perdonado! Sin embargo, estoy adelantando acontecimientos. Estaba contándoles cómo me convertí en el lanzador más rápido de Rugby, que es un preliminar necesario.

Fue en los años treinta, saben, aquella forma de lanzar girando el brazo alcanzó merecida fama y tipos como Mynn empezaron a levantar las manos hasta la altura del hombro. Aquello cambió el juego como no se conocía el momento, ya que vimos lo rápidos que podían ser los lanzamientos. Se habla de Spofforth y Brown, pero ninguno de ellos armó un alboroto comparable a aquellos primeros
trimmers
. Bueno, yo he visto el lanzamiento de Mynn a cinco
slips
y tres
long
-
stops
, y pasar sus lanzamientos por encima de todos ellos, el primer rebote justo debajo de la puerta de Lord’s. «¡Eso es lo que me hacía falta!», pensé yo, y aprendí el nuevo estilo de lanzar, al principio porque era muy divertido mandar zumbando la pelota junto a los oídos de los pusilánimes y cobardicas que no podían devolverla, pero pronto encontré que aquello no funcionaba contra los bateadores serios, que la devolvían y me mandaban corriendo por todo el campo. Así que me perfeccioné hasta acertar con mi pelota más rápida sobre una moneda cuatro de cada cinco veces, ya medida que me hacía más alto me volvía más rápido, y estaba en el buen camino para ser jefe del Gran Equipo Superior... hasta la memorable tarde aquella en que el cerdo puritano de Arnold criticó que me hubieran llevado a casa completamente borracho y me echó de la escuela. Dos semanas antes del partido de Marylebone, además... Bueno, perdieron sin mí, lo cual demuestra que si la piedad y la sobriedad aseguran la vida eterna, no son suficientes para ganar a los MCC.

Sin embargo, aquello representó mi fin para el críquet durante unos cuantos veranos, ya que fui destinado al ejército y a Afganistán, de donde salí temblando todo el trayecto durante la retirada de Kabul y gané una inmerecida pero inmortal fama en el sitio de Jallalabad. Todo esto ya lo he contado en otra parte.
[5]
Baste con decir que fingí, que me cagué de miedo, que hui para salvar mi querida vida y supliqué misericordia según requería la ocasión, todo en aquella espantosa campaña, de la cual salí con cuatro medallas, el agradecimiento del Parlamento, una audiencia con nuestra Reina y un apretón de manos del duque de Wellington. Es asombroso lo que se puede obtener de un mal asunto si uno juega bien sus cartas y adopta un aire noble en el momento adecuado.

De todos modos, volví a casa como héroe popular en el verano de 1842, y fui recibido fervorosamente por el público y por mi bella e idiota esposa Elspeth. Fui agasajado y adulado, aproveché el tiempo perdido yendo de putas y de juerga hasta el exceso, así que no tuve mucho tiempo en aquellos primeros meses para diversiones más ligeras, pero una tarde, casualmente, cuando paseaba por Regent Street haciendo girar mi bastón y buscando algo que llevarme a la boca, me encontré en la puerta de El hombre verde. Me detuve, despistado, y aquel momento de duda me lanzó a la que quizá sea la más extraña de las aventuras de mi vida.

Ya hace mucho tiempo que desapareció, pero en aquella época El hombre verde era un lugar muy frecuentado por los jugadores de críquet, y fue la visión de los bates y las estacas y demás parafernalia del juego en la ventana lo que de repente me trajo algunos recuerdos, y despertó un extraño apetito no por jugar, ya me entienden, sino sólo por oler de nuevo el ambiente, y oír la jerga y los cotilleos de los bateadores y de los lanzadores. Así que entré, pedí un plato de callos y un cuarto de cerveza casera, cambié unas palabras con los alegres fumadores de pipa de la barra y me dejé llevar por la comida casera, la alegre charla, las bromas y el aire limpio y cordial de aquel lugar. Al cabo de un rato hubiera preferido ir a Haymarket y haber pedido un plato bien especiado de pechuga y muslo, pero había tiempo antes de cenar. Acababa de llamar al camarero para pagar cuando vi a un tipo que me miraba desde el otro lado de la sala. Sus ojos se cruzaron con los míos, echó su silla hacia atrás y vino hacia mí.

—Digo —empezó—, ¿no eres tú Flashman? —Lo dijo casi con cierta timidez, como si no pudiera creerlo. Por entonces yo estaba ya acostumbrado a este tipo de cosas, y a tener constantemente a mi alrededor tipos que no dejaban de adular y admirar al héroe de Jallalabad, pero aquel fulano no parecía un mero lameculos. Era tan alto como yo, moreno de rostro y de mentón cuadrado, con un aspecto vehemente en toda su persona, como si no pudiera esperar para tomar un baño frío y correr veinte kilómetros. Un cristiano, seguro, incapaz de fumar el día antes de un partido.

Así que le dije con bastante frialdad que sí, que era Flashman, y qué.

—No has cambiado nada —dijo, sonriendo—. ¿Pero no te acuerdas de mí?

—¿Por qué tendría que hacerlo? —contesté—. Camarero, por favor.

—No, gracias —soltó el tipo—. Ya he tomado mi pinta del día. Nunca tomo más durante la temporada —y se sentó a mi mesa, fresco como una lechuga.

—Bueno, me alegra mucho oír eso —dije yo, levantándome—. Ya me perdonará, pero...

—Espera —rió—. Soy Brown. Tom Brown... de Rugby. ¡No me digas que te has olvidado de mí!

Bueno, la verdad es que, sí, me había olvidado. Ahora este nombre está adornado de vivos colores en mi memoria, y lo ha seguido estando desde que Hughes publicó en los años cincuenta su detestable libro, pero aquello estaba todavía en el futuro, y, ¡por mi vida!, que yo no podía situar al tipo. Ni tampoco quería hacerlo; tenía ese aire viril, ese tufillo de libertad que no puedo soportar, con su chaqueta de
tweed
(apuesto a que había frotado a su caballo con ella) y su gorra deportiva. No era mi estilo, en absoluto.

—Tú me pusiste a asar en la chimenea de la sala de descanso una vez —dijo, amistosamente, y entonces lo reconocí al instante, y medí la distancia que había hasta la puerta. Ese es el problema de las pequeñas serpientes que siempre están lloriqueando, a las que uno se dedica a martirizar en la escuela: se convierten en corpulentos patanes que practican el boxeo y siempre están en óptima forma. Afortunadamente, éste parecía ser tan cristiano como musculoso, y habría asimilado la lunática doctrina de Arnold de amar a nuestros enemigos, ya que mientras yo murmuraba apresuradamente que esperaba no haberle causado ningún daño grave, se rió de buena gana y me dio una palmada en el hombro.

—Hombre, esa es una historia muy vieja —exclamó—. Los chicos siempre son los chicos, ¿verdad? Además, ya sabes... Además debería ser «yo» quien te debiera «a ti» una disculpa. Sí —y se rascó la cabeza con un aire avergonzado—. A decir verdad —siguió el asombroso zoquete—, cuando éramos más jóvenes no me caías nada bien, Flashman. Bueno, nos tratabas a los pequeños de una manera bastante dura, ya sabes; por supuesto, me imagino que era simple atolondramiento juvenil, pero, bueno, pensábamos que eras un verdadero sinvergüenza y... y... un cobarde, también —se removió incómodo, y me pregunté si se iba a tirar un pedo—. Bueno, nos engañaste completamente a todos, ¿verdad? —dijo, mirándome de nuevo a los ojos—. Quiero decir, que todo ese asunto de Afganistán..., la manera en que defendiste nuestra vieja bandera... todas esas cosas. Bueno, no he oído hablar de nadie tan heroico en toda mi vida, que haya sido un héroe tan grande, y sólo quería disculparme, viejo amigo, por pensar mal de ti... porque reconozco que lo hice una vez... y pedirte que choques esa mano, si no te importa.

Estaba allí sentado, con su manaza extendida, con un aspecto confuso y noble, la virtud fluyendo de todos sus poros, y yo me quedé atónito. Lo raro del caso es que su queridísimo amigo Scud East, a quien yo había machacado casi con la misma generosidad en la escuela, dijo prácticamente las mismas palabras unos años más tarde, cuando nos encontramos los dos prisioneros en Rusia... Me confesó cómo me había odiado, pero que mi heroica conducta había borrado todos los viejos rencores y todo eso. Me pregunto todavía si creían de verdad todo eso, si fingían sólo para cubrir las formas o si realmente se sentían culpables por haber albergado alguna vez malos pensamientos respecto a mí. Maldito si lo sé; la conciencia victoriana es algo que no he comprendido nunca, gracias a Dios. Sé que si alguien que me hubiera hecho una mala jugada resultase ser el arcángel Gabriel, seguiría odiando al muy hijo de puta; pero bueno, yo soy un desalmado, ya lo ven, carente de sentimientos nobles. Sin embargo, me sentía tan aliviado al comprobar que aquel fornido mocetón estaba dispuesto a olvidar las ofensas, que saqué a la luz todos mis encantos naturales, estreché calurosamente su mano e insistí en que rompiera sus normas por una vez y tomase una copa conmigo.

—Bueno, lo haré, gracias —aceptó, y cuando llegó la cerveza y bebimos por el viejo y querido Rugby (sinceramente por su parte, sin duda) él dejó su jarra y dijo—: Hay otra cosa... de hecho ha sido el primer pensamiento que me ha venido a la cabeza cuando te he visto... No sé qué pensarás al respecto. Quiero decir que quizá tus heridas no están bien curadas todavía.

Dudó un poco.

—Adelante —dije yo, pensando que quizá quería presentarme a su hermana.

—Bueno, a lo mejor no lo sabes, pero en mi último curso de la escuela, fui capitán y tuvimos un partido interminable contra los hombres de Marylebone. Perdimos los primeros
innings
, pero con nueve carreras más les habríamos ganado, dado un
over
más. De todos modos, el viejo Aislabie, ¿te acuerdas de él?, estaba tan entusiasmado con nuestro juego que me ha preguntado si me gustaría formar un equipo compuesto de los alumnos y ex alumnos de Rugby para jugar un partido contra Kent. He conseguido ya a algunos buenos elementos... Ya conoces al joven Brooke, y Raggles... y me acuerdo de que tú eras un lanzador muy bueno, así que... ¿Qué te parece jugar con nosotros, si estás en forma, por supuesto?

Esto me decepcionó bastante, y dado que me voy de la lengua con facilidad, me encontré diciendo:

—¿Qué, piensas que tendrás una recaudación mejor si juega el héroe de Afganistán?

—¿Eh? ¡Ah, no, por Dios! —se puso colorado y se echó a reír—. ¡Qué cínico eres, Flashy! Ya sabes —dijo, con voz suplicante—, estoy empezando a entenderte, creo. Incluso en la escuela decías siempre lo más inteligente, cosas que se te metían debajo de la piel... casi como si tú estuvieras deseando que pensaran mal de ti. Es lo contrario... todo lo contrario de la verdad, ¿no es cierto? ¡Oh, sí! —dijo, sonriendo con aire de sabihondo—, Afganistán lo probó, de acuerdo. Los doctores alemanes están trabajando mucho en esos temas... la perversidad de la naturaleza humana, la bondad propensa a destruirse a sí misma, el alma heroica que teme su propia caída de la gracia y trata de anticiparse a ella. Interesante. —Sacudió su cabezota solemnemente—. Estoy pensando en estudiar filosofía en Oxford este curso, ¿sabes? Sin embargo, no quiero ponerme pesado. ¿Qué te parece, viejo amigo? —y maldita sea su desfachatez, me dio una palmada en la rodilla—. ¿Lanzarás para nosotros... en Lord’s?

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