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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Flashman y señora (6 page)

BOOK: Flashman y señora
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Me quedé quieto, en silencio, por tres razones. Primera, estaba estupefacto. Segunda, era un tipo grandote, vigoroso, por lo que podía ver de él, un macizo par de hombros envueltos en un paño fino bien cortado (ahí no se habían escatimado gastos). En tercer lugar, pasó rápidamente por mi mente la idea de que Elspeth, además de ser mi esposa, era mi fuente de suministros. Algo que valía la pena pensar, como ven, pero antes de que tuviera un momento para dudar, ambos volvieron la cabeza y vi que Elspeth estaba en el acto de colocar una flecha en un arco para señoras, riendo y haciéndose un lío de lo más atractivo mientras su acompañante, muy cerca de ella, le guiaba las manos, por lo cual, por supuesto, necesitaba poner sus brazos en torno a ella, con la cabeza contra su hombro.

Todo muy inocente... y ¿quién lo sabe mejor que yo, que habría aprovechado cualquier situación semejante para ardientes abrazos y caricias?

—Oh, Harry —me llamó ella—, ¿dónde has estado todo este rato? Mira, don Solomon me está enseñando a tirar con arco... ¡y yo lo he estado haciendo fatal! —lo cual demostraba ella manipulando desmañadamente la flecha, balanceando descontroladamente el brazo que sujetaba el arco y haciendo que la flecha se clavara en el seto, mientras chillaba con deliciosa voz—. ¡Oh, soy un desastre, don Solomon, a menos que me sujete las manos!

—La culpa es mía, querida señora Flashman —dijo él, complaciente. Se las arregló para mantener un brazo en torno a ella, mientras se inclinaba hacia mí—. Pero ahí está Marte, que estoy seguro que será mejor instructor para Diana de lo que yo pueda llegar a ser nunca —sonrió y se quitó el sombrero—. A sus órdenes, señor Flashman.

Incliné la cabeza con bastante frialdad, y le miré por encima del hombro, lo cual no era fácil, porque era de mi misma estatura, y dos veces más corpulento... Corpulento, se podría decir, si no gordo, con una cara carnosa y sonriente y finos dientes que relampagueaban de blancura contra su piel oscura. Moreno, quizás incluso oriental, ya que su cabello y sus patillas rizadas eran de un negro azulado, y cuando se volvió hacia mí se movía con esa melindrosa gracia que tienen los latinos en todo su cuerpo. Un personaje, también, por el elegante corte de sus ropas; una aguja de diamante en su pañuelo de cuello, un par de anillos en sus grandes dedos morenos... y, por Júpiter, incluso un pequeño aro de oro en una oreja. Con algo de sangre negra, sin duda, y con todo el aspecto de un negro rico, también.

—¡Oh, Harry, nos hemos divertido mucho! —gritaba Elspeth, y me dio un vuelco el corazón al mirarla. Los rizos dorados bajo el ridículo sombrero, la tez perfecta de color blanco y rosado, su pura e inocente belleza mientras ella reía, chispeante, y me tendía una mano—. Don Solomon me ha enseñado a lanzar la pelota y a tirar con arco, ¡aunque bastante mal!, y me ha entretenido... porque el críquet es tan aburrido cuando no juegas tú, con todos esos tipos de Kent tan aburridos tirando y...

—¿Cómo? —le dije, asombrado—. ¿Quieres decir que no me has visto lanzar?

—Pues no, Harry, pero nos lo hemos pasado la mar de bien en los juegos, con los helados y los aros... —ella seguía parloteando, mientras el seboso levantaba las cejas, sonriéndonos a uno y otro.

—Dios mío —decía él—. Me temo que la he apartado de su deber, señora Flashman. Perdóneme —se volvió hacia mí—, pero todavía le llevo ventaja. Don Solomon Haslam, a sus órdenes —inclinó la cabeza y sacudió su pañuelo—. El señor Speedicut, que creo que es amigo suyo, me presentó a su encantadora esposa, y yo me tomé la libertad de sugerirle que... diéramos una vuelta. Si hubiera sabido que usted iba a jugar... Pero, dígame, ha tenido suerte, ¿verdad?

—Oh, no me ha ido mal —dije yo, interiormente furioso de que mientras yo realizaba verdaderos prodigios, Elspeth hubiera estado mariposeando con aquel baboso fantoche—. Félix, Pilch y Mynn, en tres bolas: si usted le llama suerte a eso... Y ahora, querida, si el señor Solomon nos excusa...

Para mi sorpresa, él se echó a reír.

—¡Si yo le llamo suerte! —exclamó—. ¡Sería un sueño, sin duda! ¡Me habría alegrado con uno solo de ellos!

—Bueno, yo no —dije, mirándole—. Le lancé a Félix, puse fuera de juego a Pilch y cogí a Mynn con la pierna adelantada... lo que probablemente no significa mucho para un extranjero...

—¡Dios mío! —exclamó él—. ¡No puede ser! ¿Me está tomando el pelo, señor?

—Bueno, mire, quienquiera que sea usted...

—Pero... pero... ¡oh, Dios mío! —tartamudeaba, y de repente tomó mi mano y empezó a sacudírmela, con la cara iluminada—. Mi queridísimo amigo... ¡no puedo creerlo! ¿A los tres? ¡Y pensar que me lo he perdido! —sacudió la cabeza, y estalló en risas de nuevo—. ¡Oh, qué dilema! ¿Cómo puedo lamentar la hora que he pasado con la dama más encantadora de todo Londres...? Pero señora Flashman, ¡lo que me ha costado usted! ¡Nunca se ha visto nada semejante! ¡Y pensar que me lo he perdido! Bueno, bueno, he pagado por mi devoción a la belleza, seguro. ¡Bien hecho, mi querido amigo, bien hecho! ¡Esto hay que celebrarlo!

Yo estaba bastante desconcertado con este agasajo de palabras y zalamerías, mientras Elspeth parecía encantadora y asombrada, pero no pude hacer nada cuando él nos condujo adonde estaba el licor y me pidió, paso por paso, una descripción de cómo había lanzado yo a aquellos tres grandes. Nunca había visto a un hombre tan excitado, y confieso que empezó a caerme simpático; me daba palmadas en la espalda y se golpeaba la rodilla con deleite cuando acabé.

—¡Bueno, bendito sea! Vaya, señora Flashman, su marido no sólo es un héroe... ¡es un prodigio! —al oír esto Elspeth resplandeció y me apretó la mano, lo cual ahuyentó los restos de mi templanza—. ¡Félix, Pilch y Mynn! Extraordinario. Bueno... pensaba que sabía algo de críquet, a mi humilde manera... Jugué en Eton, ¿sabe? Nunca jugamos contra Rugby, ¡lástima! Pero creo que debió de ser un año o dos antes que usted, de todos modos, amigo mío. ¡Pero esto lo supera todo!

Me sentía halagado, y no sólo por el efecto que tenía aquello en Elspeth. Allí estaba aquel extraño tipo extranjero, que había venido mariposeando en torno a ella, una maldita coqueta, y ahora toda su atención era para mi críquet. Ella estaba en parte exultante por mi causa y también enfurruñada porque la habíamos olvidado, pero cuando nos separamos de aquel tipo, con muchos cumplidos y con la seguridad, por su parte, de que nos encontraríamos de nuevo pronto, y con gran amabilidad por la mía, él se ganó su corazón besándole la mano como si hubiera querido comérsela. No me importó por entonces; él no parecía un mal tipo, para su raza, y si había ido a Eton presumiblemente sería medio respetable, y obviamente nadaría en oro. Todos los hombres babeaban delante de Elspeth, de todos modos.

Así que el gran día acabó, un día que nunca olvidé por su propia esplendidez: Félix, Pilch y Mynn, y aquellos tres atronadores rugidos de la multitud cuando fue cayendo cada uno de ellos. Fue un día que contenía la semilla de grandes acontecimientos, tal como verán más tarde. El primero y pequeño fruto nos estaba esperando cuando volvimos a Mayfair. Era un paquete que nos entregaron en la puerta, dirigido a mí. Contenía cincuenta libras en billetes y una nota garrapateada que decía: «Con los saludos de D. Tighe, Cab». Qué infernal insolencia: aquel asqueroso corredor de apuestas o lo que fuera, tenía la desfachatez de enviarme dinero en efectivo, como si yo fuera algún criado al que se da una propina.

Si lo hubiera tenido a mano le habría dado una patada en el culo o unos bastonazos por su presunción, mandándole de vuelta a Whitechapel. Como no lo tenía, me guardé los billetes y quemé su carta; es la única manera de poner a esos advenedizos en su lugar.

[Extracto del diario de la señora H. Flashman, sin fecha, 1842.]

...claro, es muy natural que H. preste
alguna
atención a otras damas y caballeros, porque ellos son tan
exagerados
en la admiración que le tienen... ¿y debo yo acaso culparos a vosotras, hermanas menos afortunadas? Él tenía un aspecto gentil, orgulloso y guapo, como el espléndido León Inglés que es, que yo casi me
desmayaba
de amor y admiración... y pensar que este hombre extraordinario, la envidia y admiración de todos, es
¡mi marido!
Él es la perfección, y yo le amo más de lo que puedo expresar.

Sin embargo, me gustaría que hubiera estado
un poco
menos atento a las damas que estaban cerca de nosotros, que le sonreían y saludaban cuando estaba en el campo, algunas incluso hasta el punto de olvidar las obligaciones de la modestia requerida en nuestro tierno sexo, ¡y
llamarle
en voz alta! Por supuesto, es difícil para él aparentar indiferencia, porque es tan Admirado... y tiene una naturaleza tan sencilla y galante, y siente, creo, que debe reconocer sus halagos, por miedo de que pueda ser encontrado en falta en esa cortesía que corresponde a un caballero. Es tan Generoso y Considerado, incluso con personas
déclassées
como la
odiosa
señora Leo Lade, la
compañera
del duque, cuya admiración por H. era tan abierta y sin vergüenza que se hacía notar, y me hizo enrojecer por su reputación... ¡aunque seguro que carece de ella! Pero la sencilla e infantil bondad de H. no puede ver faltas en nadie... ni siquiera en la hembra abandonada que yo estoy segura de que es, porque dicen... pero no debo mancillar tu limpia página, querido diario, con tan Miserable Cosa como la señora Leo.

Al mencionarla me acuerdo de nuevo de mi Deber de Proteger a mi querido... porque él es todavía
como un niño
, con toda la
ingenuidad
y sencillez de un niño. Bueno, hoy parecía
algo picado y furioso
ante la atención que me mostraba Don S. H., que es un hombre
irreprochable
y el más distinguido de los caballeros. Tiene unos cincuenta mil anuales, se dice, de propiedades y rentas de las Indias Orientales, y está en buenas relaciones con la Mejor Sociedad, y ha sido recibido por S. M. Es enteramente Inglés, aunque su madre era una Mujer Española, creo, y tiene los más cautivadores modales y atenciones, y es además la persona más
alegre
del mundo. Confieso que me divertí mucho viendo cómo le cautivaba yo, lo cual es bastante
inofensivo
y
natural
, porque he notado que los Caballeros de su Raza son incluso más ardientes en sus atenciones a los de buena clase que aquellos de Pura Sangre Europea. El pobre H. no estaba muy complacido, me temo, pero no puedo evitar pensar que no le hará ningún daño comprender que
los dos sexos
están destinados a complacerse con inofensivas, y si él debe ser admirado por la señora L. L., no puede objetar la natural inclinación de Don por

. Y además, no pueden compararse, porque las atenciones de Don S. H. son de la
mayor
discreción y amabilidad; él es
divertido
con propiedad, y cariñoso sin familiaridad. No hay duda de que le veremos mucho en sociedad este invierno, pero no tanto, lo prometo, como para hacer que mi Querido Héroe se sienta demasiado celoso... tiene una sensibilidad tal...

[Fin del extracto— G. de R.]

2

Pasaron ocho meses sin que yo volviera a dedicar un solo pensamiento al críquet, pero debo decir que aunque hubiéramos tenido un verano resplandeciente desde octubre a marzo, de todos modos habría estado demasiado ocupado. No se puede vivir un asunto apasionado con Lola Montes, máxime si uno se pelea con Otto Bismarck —que era lo que estaba haciendo yo aquel otoño— y además tener tiempo para el deporte. Además, en aquella época mi fama estaba en su apogeo, debido a mi visita a palacio por la medalla de Kabul. En consecuencia, me solicitaban en todas partes, y Elspeth, en su afán de cumplir con las atenciones públicas, procuró que yo no tuviera ni un momento de paz: bailes, fiestas, recepciones y ni un solo condenado minuto para correrme una buena juerga. Era espléndido, por supuesto, eso de ser el león del momento, pero decididamente agotador.

Ocurrieron pocas cosas de importancia para mi historia, excepto que el obstinado don Solomon Haslam tuvo un papel cada vez más activo en nuestras hazañas invernales. Era un tipo raro, decididamente raro. Nadie, ni siquiera sus antiguos compañeros de Eton, parecían saber demasiado de él, salvo que era una especie de
nabab
, con conexiones en Leadenhall Street, bien recibido en sociedad, donde su dinero y sus modales lo conseguían todo. Parecía estar en el ajo dondequiera que fuese: embajadas, casas elegantes, deportes, incluso en cenas políticas. Era amigo de Haddington y de Stanley por un lado y de bribones como Deaf Jim Burke y Brogham por el otro. Una noche podía estar cenando con Aberdeen
[9]
y la siguiente en Rosherville Gardens o los Cider Cellars, y tenía la secreta virtud de llevar la voz cantante en todos los terrenos; si quería uno saber qué había detrás de los motines de los peajes, o el cuento de los pantalones de Peel, había que preguntarle a Solomon; sabía los últimos chistes acerca de Alice Lowe o de la columna de Nelson, podía decirte por anticipado cosas del nuevo premio de Ascot, y se tocaban y cantaban canciones de
La chica bohemia
en su salón meses antes de que la ópera se representase en Londres.
[10]
Y no es que fuera un chismoso o un murmurador; simplemente que él sabía todo lo que había que saber de cualquier tema que se tocase en la conversación.

Tendría que haber sido detestable, pero curiosamente no lo era, porque no se daba aires de superioridad. Sus fiestas, en su casa de Brook Street, eran sonadas. Dio una fiesta china que se dijo que había costado veinte mil libras y fue la comidilla durante semanas. Su aspecto era lo que las damas llamaban romántico —ya les he hablado del pendiente, con eso basta—, pero con todo, se las arreglaba para parecer modesto y sencillo. Podía ser encantador, tengo que reconocerlo, porque tenía el don sincero del halago, que consiste en mostrar el interés más amable... y, por supuesto, tenía dinero para fundir.

Yo no le tomaba demasiado en serio, por mi parte. Él hizo un esfuerzo extraordinario para ser amable conmigo, y una vez que me convencí de que su entusiasmo por Elspeth probablemente no iría más lejos, le toleré. Ella estaba dispuesta a flirtear con cualquiera que llevara pantalones... y más que flirtear, sospechaba, pero había lujuriosos capitanes de los que yo desconfiaba mucho más que de aquel Solomon. También de aquel maldito Watney, por ejemplo, y del lascivo esnob de Ranelagh, e incluso del joven Conyngham, que bebía los vientos por ella. Pero Solomon no era conocido como vicioso; que se supiera, ni siquiera tenía querida, y no causaba estragos ni en Windmill Street ni en ninguno de «mis» lugares predilectos. Otra cosa extraña: no probaba el licor, en ninguna de sus formas.

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