Estuve a punto de decirle que se fuera con viento fresco con su oferta y su podrido sermón extranjero y los tirara al Serpentine, pero la última palabra me detuvo. Lord’s... Nunca había jugado allí, pero, ¿qué jugador de críquet no saltaría de alegría ante esa oportunidad? Pueden considerarlo algo pequeño comparado con los campos en que yo había jugado últimamente, pero confesaré que hizo latir alocadamente mi corazón. Yo todavía era joven e impresionable a la sazón, y casi le descoyunté la mano al estrechársela. Acepté. Él me dio otra de sus resonantes palmadas en la espalda (se daban palmadas unos a otros sin parar, esos robustos jóvenes campeones de mi juventud) y dijo que fantástico, y que ya estaba todo arreglado.
—Querrás practicar un poco, sin duda —dijo, y enseguida me dio una conferencia acerca de cómo se mantenía él en forma, con carreras y ejercicios y comida especial, tal como había hecho en la escuela. De eso pasó a los viejos y entrañables días, y cómo había ido a llorar y rezar en la tumba de Arnold el mes anterior (nuestro venerado mentor había estirado la pata aquel mismo año, y no antes de tiempo, según mi opinión). Excitado como estaba yo con la perspectiva del juego en Lord’s, no me daba cuenta de que al mismo tiempo estaba bien harto del piadoso Brown, y mientras nos despedíamos en Regent Street no pude resistir la tentación de desinflar su maldita vanidad.
—No puedo decir lo contento que estoy de haberte vuelto a ver, viejo amigo —dijo, mientras nos estrechábamos las manos—. Encantado de saber que volverás con nosotros, por supuesto, pero, ya sabes, lo mejor de todo ha sido... conocer al nuevo Flashman, ya sabes a qué me refiero. Es curioso —y se metió los pulgares en el cinturón y me guiñó un ojo, a lo búho—, pero eso me recuerda lo que solía decir el doctor en la clase para la confirmación... que el hombre vuelve a nacer... sólo que has sido tú el que ha nacido... para mí, no sé si me entiendes. De todos modos, soy un hombre mejor ahora, lo noto, de lo que era hace una hora. Dios te bendiga, viejo amigo —acabó, y yo escondí mi mano antes de que me hiciera ponerme de rodillas para rezar una plegaria y cantar a coro: «Aleluya, aleluya, levantemos nuestros corazones». Me preguntó en qué dirección iba.
—¡Ah!, voy para abajo, en dirección a Haymarket —dije—. Voy a hacer un poco de ejercicio, creo.
—Fantástico —replicó—. Nada como un buen paseo.
—Bueno... estaba pensando más bien en cabalgar, ¿sabes?
—¿En Haymarket? —frunció el ceño—. Allí no hay cuadras, ¿no?
—Las mejores de la ciudad. Pocas monturas inglesas, pero la mayoría potrancas francesas. Cabalgar seda negra y escarlata es un espléndido ejercicio, pero condenadamente cansado. ¿Quieres probar?
Durante un momento lo vi desconcertado, y luego, cuando por fin comprendió, un color se le iba y otro se le venía hasta que pensé que se iba a desmayar.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró con voz entrecortada. Yo le di unos golpecitos en el chaleco con mi bastón, muy confidencial.
—¿Recuerdas a Stumps Harrowell, el zapatero de Rugby, qué hermosas pantorrillas tenía? —le guiñé el ojo mientras él me miraba con la boca abierta—. Bueno, hay allí una puta alemana con unas tetas más gordas todavía. Es más o menos de tu peso; te lo hace de maravilla.
Lanzó unos ruidos ahogados mientras yo le miraba con gran regocijo.
—Así que bien por el nuevo Flashman, ¿eh? ¿Desearías no haberme invitado a jugar con tus amiguitos de mente casta? Bueno, pues es demasiado tarde, joven Tom; nos hemos dado la mano ya, ¿verdad?
Él se rehízo y tomó aliento.
—Puedes jugar si lo deseas —dijo—. El idiota soy yo por habértelo pedido... pero si fueras el hombre que yo esperaba que fueses, podrías...
—¿Retirarme graciosamente... y ahorrarte la contaminación de mi compañía? No, hijo, no... estaré allí, y tan dispuesto como tú. Pero te apuesto a que yo disfruto más de mi entrenamiento.
—Flashman —gritaba él, mientras me alejaba—, no vayas... a ese lugar, te lo suplico. No es respetable...
—¿Cómo lo sabes? —repliqué—; Nos veremos en Lord’s.
Y le dejé hundido en ese mar de angustia cristiana ante el empedernido pecador que se encaminaba derecho hacia el infierno. Lo mejor de todo es que probablemente él estaba tan sumido en santa indignación ante el pensamiento de mis indecentes fornicaciones como si hubiera sido él mismo quien galopase con aquella puta alemana; eso sí que es altruismo. De todos modos, dejarla con él hubiera sido malgastarla.
Sin embargo, sólo porque yo rompí las santas ensoñaciones de Tom no imaginen que tomé mi entrenamiento a la ligera. Mientras la suripanta alemana recobraba el aliento y pedía unos refrescos, yo hacía ejercicios de calentamiento en la alfombra, ensayando mi viejo lanzamiento girando el brazo. Incluso pedí a alguna de sus colegas que me tiraran naranjas para coger práctica, y nunca habrán visto a nadie más alegre que aquellas pelanduscas pintarrajeadas correteando por allí con sus corsés, arrojando frutas. Organizamos tal escandalera que los otros clientes asomaron la cabeza y todo aquello se convirtió en un improvisado juego en el rellano, putas contra clientes (debo establecer las reglas para el críquet de burdel algún día, si alcanzo a recordarlas; el
cover point
tomó un significado que no se encuentra en el reglamento, desde luego). Todo el asunto se nos fue de las manos y acabó con golpes en los muebles, las chicas chillando y llorando y yo al final echado por los matones de la madam por alborotar su desordenada casa, cosa que me pareció excesivamente fuerte.
Al día siguiente, sin embargo, volví a intentarlo en serio con una pelota en el jardín. Para mi satisfacción, mis viejas habilidades parecían no haberme abandonado, el muslo que me había roto en Afganistán no me dio ni una punzada, y coroné mi ejercicio rompiendo la ventana del comedor cuando mi suegro acababa el desayuno. Estaba leyendo algo sobre los tumultos de Rebecca
[6]
mientras comía el
porridge
, al parecer, y como pasaba su miserable vida exprimiendo y explotando a sus trabajadores y tenía una espantosa mala conciencia por ello, su primera reacción ante el cristal roto fue pensar que la multitud hambrienta se había levantado al fin y estaba llegando para darle su merecido.
—¡Maldita sea! —farfulló, quitándose los trozos de cristales de las patillas—. No te importa mutilar o asesinar, ¿verdad? ¡Me podías haber matado! ¿No tienes nada mejor que hacer? —y refunfuñó algo acerca de esos holgazanes desagradecidos que derrochaban su tiempo y su dinero en placeres egoístas, mientras yo besaba a Elspeth y le deseaba buenos días por encima del servicio de café, asombrado, al contemplar su radiante belleza de cabellos dorados y piel de melocotón, por haber desperdiciado mis energías con aquella sebosa alemana la noche anterior, cuando ella me estaba esperando entre las sábanas en casa.
—Vaya familia en la que has entrado —dijo el encantador de su papá—. El hijo armando barullo por doquier, destruyendo las propiedades ajenas, y el padre echado ahí arriba, idiotizado por la bebida. ¿No hay más tostadas?
—Bueno, es nuestra propiedad y nuestra bebida —repliqué yo, sirviéndome unos riñones—. Las tostadas también son nuestras, si se pone así.
—¿Con que eh, muchachito? —dijo, con más aspecto de gnomo malicioso que nunca—. ¿Y quién paga todo esto? Ni tú ni tu vago papá. ¡Ah, puedes guardarte tus malhumorados desdenes para ti, jovencita! —siguió, dirigiéndose a Elspeth—: Digamos las cosas sin tapujos, bien a las claras. Es John Morrison quien paga las facturas, con buen dinero escocés, ganado con el sudor de su frente, para ese maridito tuyo y el mantenimiento de su casa y su familia, acuérdate de esto. —Estrujó su periódico, que estaba salpicado de café—. ¡Ah! Todo esto me ha echado a perder el desayuno. «Nuestra propiedad y nuestra bebida» acababa de decir, ¿verdad? ¡Muchos humos! —y salió, para volver al momento refunfuñando—. Y ya que se supone que tú diriges esta casa, hija mía, debes procurar que tengamos mermelada, y no esa asquerosa confitura francesa. ¡Confitura! ¡Bah! ¡Porquería pegajosa! —y dio un portazo después de salir.
—Oh, querido —suspiró Elspeth—. Papá está de mal humor. ¡Qué lástima que hayas roto la ventana, querido!
—Papá es un maldito aguafiestas —dije yo, devorando los riñones—. Pero ahora que nos hemos librado de él, démonos un beso.
Comprended que nosotros éramos una pareja poco corriente. Yo me había casado con Elspeth a la fuerza hacía dos años, cuando tuve la mala suerte de estar destinado en Escocia y me pillaron tirándomela entre los arbustos... Esto suponía el altar o pistolas para dos con su tío el buscavidas. Luego, cuando el borracho de mi viejo se arruinó con acciones del ferrocarril, el viejo Morrison había cargado con la manutención de la casa Flashman, que había tenido que asumir por el bien de su hija.
Una situación estupenda, si me permiten que se lo diga, porque el muy avaro no nos daba ni a mí ni al viejo ni un penique directamente, sino que se lo daba a Elspeth, a quien tenía que pedírselo yo si quería disponer de algo para mis caprichos. Y no es que ella no fuera precisamente generosa, ya que además de ser una belleza asombrosa era también tan estúpida como un plumero, y me idolatraba, o al menos eso parecía, pero yo empezaba ya a tener mis dudas. Ella sentía un apetito voraz por el «monstruo de dos espaldas», y cada vez tenía yo más sospechas de que en mi ausencia arrugaba las sábanas con el primer tipo que tuviera a mano, y que todavía le seguía otorgando sus favores ahora que yo estaba ya en casa. Como digo, no podía estar seguro... en fin, no lo estoy todavía, sesenta años después. El problema era y es que yo la amaba tiernamente a mi manera, y no sólo de forma lujuriosa, aunque ella representaba todo lo que uno pudiera desear como compañera de cama, y por más que yo pudiera hacer el semental por la ciudad y otros lugares, nunca hubo otra mujer por la que me preocupara de verdad aparte de ella. Ni siquiera Lola Montes, o Lakshmibai, o Lily Langtry, o la hija de Ko Dali, o la duquesa Irma, o La-mujer-que-aparta-las-nubes, o Valentina, o... elijan la que quieran, no hay ninguna que esté a la altura de Elspeth.
En primer lugar, ella era la criatura más feliz del mundo, y lastimosamente fácil de complacer. Era feliz con la vida de Londres, que representaba un cambio del cementerio en el que se había criado (Paisley, le llamaban) y con su aspecto, mis laureles recién ganados y (lo mejor de todo) el dinero de su padre, éramos bien recibidos en todas partes, siendo convenientemente olvidados sus orígenes «comerciales». (No existe el héroe pasado de moda ni la heredera inadecuada.) Esto le chiflaba a Elspeth, ya que ella era una exagerada pequeña esnob, y cuando le dije que iba a jugar en Lord’s, ante lo más florido del mundo del deporte, se extasió: tenía una excusa perfecta para hacerse nuevos sombreros y vestidos, y emperifollarse ante la plebe, según pensaba. Siendo escocesa y no teniendo ni idea del asunto, se imaginaba que el críquet era un deporte de caballeros, ya saben. Está claro que un cierto nivel del buen mundo lo seguía, pero no eran precisamente la flor y nata, en aquella época: barones rurales, caballeros aficionados a las carreras de caballos, burguesía acomodada, quizá algún obispo o dos, pero bastante rústicos. No era tan respetable como ahora.
Una razón era que todavía era un juego de apuestas, y éstas podían subir mucho. Yo he visto correr 50.000 libras en un solo juego, con apuestas paralelas de lo más salvaje desde una guinea hasta mil sobre cuántos
wickets
podía hacer Marsden, o cuántas pelotas cogerían los
slips
, o si Pilch llegaría a cincuenta (que probablemente lo haría). Con tanto dinero en juego, los movimientos clandestinos que funcionaban entonces habrían hecho que una competición de garañones de Hays City pareciera un inocente juego de parchís. Los partidos estaban vendidos y amañados, los jugadores sobornados y amenazados, los
wickets
arreglados (yo he visto a los once jugadores de un respetable equipo de la región escabullirse en masa y mearse en los
wickets
en la oscuridad, para que sus
twisters
pudieran agarrarse bien en ellos a la mañana siguiente; yo cogí un buen resfriado). Por supuesto, la corrupción no era general, ni siquiera común, pero ocurría en aquellos gloriosos días deportivos, y digan lo que digan los puristas, había una alegría y una vitalidad en el críquet entonces que no existe ahora.
«Parecía» diferente, incluso; si cierro los ojos puedo ver Lord’s tal como era entonces, y yo sé que cuando los recuerdos de cama y de batallas hayan perdido sus colores y se hayan reducido a una neblina gris, al menos seguirá siendo tan brillante como siempre. Los coches y carruajes apiñados en la carretera fuera de la verja, la multitud elegante desfilando por la casa de Jimmy Dark bajo los árboles, las chicas como vistosas mariposas con sus vestidos de verano y sus sombreros, a la sombra de sus sombrillas, y los hombres conduciéndolas hasta las sillas, algunos con altos sombreros y levitas, otros con chalecos a rayas y gorras, los del campo incómodamente abotonados y los más brutos y los de ciudad en mangas de camisa y sombrero hongo, con sus cadenas de reloj y sus pipas; los corredores de apuestas con sus tenderetes fuera del pabellón, voceando las probabilidades; los chulos con sus poderosas patillas y chaquetillas con adornos; los informadores, corredores y petimetres deslizándose entre la muchedumbre como hurones, los criados del pub de Lord’s con las bandejas cargadas de cerveza y limonada, gritando: «¡Dejen paso, caballeros! ¡Dejen paso!»; el viejo John Gully, el púgil retirado, derecho, fuerte como un roble, con los pies separados, sonriendo amablemente mientras hablaba con Alfred Mynn, cuya faja escarlata y sombrero de paja eran un imán para los ojos de los jóvenes adoradores de los ídolos, que se daban empellones a una distancia respetuosa de esos gigantes del mundo deportivo; los lacayos abriendo camino a su viejo y tembloroso duque, que pasaba haciendo inclinaciones de cabeza y daba golpecitos en su sombrero de copa, con su amiguita ocasional del brazo, ella muy pintada y desafiante mientras las damas se apartaban con un susurro de faldas; la bolera en el césped y la hilera de arcos funcionando sin parar, el silbido de las flechas mezclado con el distante estrépito de la banda de artillería, las charlas y gritos de los vendedores, el chirrido de las ruedas de los carruajes y el cálido zumbido del verano evaporándose a través del gran campo verde donde los chicos de Stevie Slatter reunían a las ovejas para apartarlas y echaban a los niños que jugaban por allí; las multitudes de diez en fondo en las redes para ver a Pilch en sus prácticas de bateo, o a Félix, ágil como un felino, tal como indicaba su nombre, lanzando esas
slow lobs
que parecían colgar para siempre en el aire.