Flashman y señora (5 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Flashman y señora
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Y lo hice. Muy bien. Ya les he dicho que era un buen lanzador, y aquélla fue la mejor pelota que lancé jamás, lo cual quiere decir que era inmejorable. Había dejado la primera corta a propósito, sólo para confirmar lo que todo el mundo suponía desde el primer
over
: que yo era un lanzador impetuoso, sin más cabeza que una cerveza sin espuma. Pero la segunda tenía cada fibra dirigida a aquel punto, con un poco menos de fuerza de la que yo podía dominar para mantenerla firme, y desde el momento en que dejó mi mano, Félix estaba listo. Acepto que tuve suerte, porque el punto tenía que haber estado cubierto; fue un tiro bajo, que se deslizó junto a sus pies cuando esperaba oírlo junto a sus oídos, y antes de que pudiera detenerlo su estaca había saltado dando vueltas en el aire.

El grito que se alzó llegó hasta el cielo, y él pasó junto a mí sacudiendo la cabeza y dirigiéndome una extraña mirada mientras los compañeros me palmeaban la espalda e incluso Brown condescendió a gritar: «¡Bien lanzada!». Me tomé todo aquello muy informalmente, pero por dentro estaba pensando: «¡Félix! ¡Félix, por Dios!». No habría cambiado aquel
wicket
por un título de lord. Entonces volví bruscamente a la tierra, porque la multitud estaba animando al nuevo hombre que entraba, y yo cogí la pelota y volví a enfrentarme con la alta y angulosa figura de largos brazos que sujetaba el bate en corto.

Yo había visto jugar a Fuller Pilch en Norwich cuando era sólo un muchacho, en aquella ocasión en que venció a Marsden de Yorkshire por el campeonato de
single
-
wicket
[7]
de Inglaterra; si yo había tenido alguna vez un héroe en mi infancia ése era Pilch, el mejor profesional de su época... y algunos dicen que de todas las épocas, aunque pienso que ese chico nuevo, Rhodes, puede ser también igual de bueno. Bueno, Flash, pensé yo, no tienes nada que perder, así que ve a por él.

Ahora bien; lo que yo había hecho a Félix era un lanzamiento de primera, pero lo que vino a continuación fue suerte, y nada más que suerte. Todavía no puedo explicármelo, pero el caso es que sucedió, y así fue como sucedió. Hice lo que pude para repetir mi gran esfuerzo, pero incluso más rápido esta vez, y en consecuencia me faltó algo de longitud; si Pilch estaba sorprendido por la velocidad, o por el hecho de que la pelota pasara más alta de lo que tenía derecho a hacer, no lo sé, pero fue un segundo demasiado lento en lanzarse hacia adelante, que era su gran tiro. No bajó su bate a tiempo, la pelota cayó fuera y yo casi me arrojé en plancha al campo, con brazos y piernas extendidos, agarrando una pelota que podía haber sujetado con la boca. Por poco se me cae, pero se quedó entre mis dedos, y lo siguiente que recuerdo es que estaban dándome palmadas en la espalda, y los espectadores gritando a pleno pulmón, mientras Pilch se volvía golpeando su bate con irritación.

—¡Maldita sea! —gritó—. ¿Es que Dark no tiene escobas, o qué?

Bueno, quizá tuviera razón.

Por entonces, como ustedes pueden imaginar, yo estaba más allá de toda preocupación. Félix y Pilch. No me quedaba nada más que hacer en esta vida, o eso pensaba yo; ¿qué otra cosa podía superar a aquellos dos gloriosos golpes? Mis nietos nunca lo creerían, pensaba, suponiendo que tuviera alguno... Dios mío, compraré todos los ejemplares de la prensa deportiva del mes próximo, y empapelaré el dormitorio del viejo Morrison con ellos. Y sin embargo, lo mejor estaba todavía por llegar.

Mynn iba andando hacia la línea de base. Le iba mirando y recordaba un texto escrito por Macaulay aquel mismo año: «Y ahora todos gritan: "¡Aster!" y ¡mirad!, las filas se separan, mientras el gran Señor de la Luna llega con paso majestuoso». Así era exactamente Alfred el Grande, majestuoso y magnífico, con su ancha faja escarlata y el bate como una pala de niño en la mano. Me dirigió una sonrisa mientras caminaba, se puso en guardia, miró pausadamente en su entorno, se encasquetó el sombrero de paja en la cabeza e hizo una señal al árbitro, el viejo Aislabie, que temblaba de excitación mientras gritaba: «¡Juego!».

Bueno, yo no tenía ninguna esperanza en absoluto de mejorar lo que había hecho, pueden estar seguros, pero estaba decidido a lanzar lo mejor que pudiera, y mientras me volvía se me ocurrió una idea: el viejo Aislabie es un hombre de Rugby, y era un orgullo para la vieja escuela que él arbitrara este encuentro; honesto como Dios, seguro, pero como todos los fanáticos, vería lo que quisiera ver, ¿no es así? Y Mynn es tan jodidamente grande que no puedes evitar darle en algún sitio si te concentras en ello, y lanzas lo más rápido que puedas. Todo aquello iba ya tomando forma mientras yo corría hacia el
wicket
, había vencido a Félix gracias a mi habilidad, a Pilch por suerte, a Mynn le iba a vencer con trampas o a morir en el intento. Casi me arrojé encima de la línea de base y lancé un tiro perfecto, de corto alcance pero a sus buenos treinta centímetros de la pierna junto a la estaca. La bola llegó hasta él y Mynn dio unos pasos rápidamente para dejarla pasar, pero ésta rozó su pantorrilla. Por entonces yo estaba ya saltando para interceptar la visión de Aislabie, a un metro fuera del campo, volviéndome mientras saltaba y gritando con todas mis fuerzas: «¿Cómo estaba él, señor?».

Pues bien; un lanzador que es también un caballero de Rugby no reclama nada a menos que lo vea claro; aquel viejo loco de Aislabie con sus ojos de mosca no había visto absolutamente nada, porque yo me interponía entre él y la escena del crimen, pero concluyó que tenía que haber pasado algo, como yo imaginaba que sucedería, y en el momento en que pudo poner su mirada acuosa en Mynn éste, que había dado unos pasos, estaba delante de las estacas. Aislabie habría sido más que humano si hubiera resistido la tentación de decir la palabra que todo el mundo en aquel campo excepto Alfie quería oír. «¡Fuera!», gritó. «¡Sí, fuera, clarísimo! ¡Fuera, fuera!»

Hubo un jaleo espantoso. Los espectadores se volvían locos, y mis compañeros de equipo simplemente me cogieron y dieron la vuelta al campo conmigo. Los vítores eran ensordecedores, e incluso Brown me sacudía la mano y me daba palmadas en la espalda, gritando: «¡Bien lanzado, oh, bien lanzado, Flashy!» (Ya ven cómo es la moral: cubre a todas las rameras de Londres si te apetece, eso no significa nada mientras puedas hacer unos
wickets.
) Mynn se acercó, moviendo la cabeza y levantando una ceja en dirección a Aislabie. Él sabía que era una decisión censurable, pero sonrió ampliamente con su gran cara roja como buen deportista que era, e hizo algo que pasó al lenguaje popular: se quitó el sombrero, me lo presentó con una inclinación y dijo:

—Este truco vale un sombrero nuevo, joven.

(Maldito si sé a qué truco se refería,
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y no me preocupa demasiado; sólo sé que la regla de la pierna delante del
wicket
es una regla perfectamente espléndida, si se usa bien.)

Después de todo esto, por supuesto, sólo quedaba por hacer una cosa: retirarme. Le dije a Brown que me había dislocado el brazo con tanto esfuerzo, que se me había reproducido el reumatismo que contraje en Afganistán, muy probablemente... qué lástima... justo cuando estaba acertando... qué desgracia... qué mala suerte... pero el partido estaba muy bien, sin embargo... (no iba a correr el riesgo de que los otros hombres de Kent me dieran una paliza, por nada del mundo). Así que salí del campo, entre una tumultuosa ovación de la galería, que yo recibí modestamente con un golpecito en el sombrero de Mynn, y estuve halagando mi vanidad durante el resto del partido, que perdimos por cuatro
wickets
. (Si ese espléndido tipo, Flashman, hubiera sido capaz de seguir lanzando, ¿verdad? A los de Kent los habría eliminado a todos en un momento. Dicen que tiene una bala
jezzail
todavía en el brazo derecho... No, no la tiene, fue un lanzazo
...
te digo que lo leí en los periódicos, etc. etc.)

Una vez en el pabellón hubo rondas de cerveza y todo tipo de felicitaciones. Félix me estrechó la mano de nuevo, bajando la cabeza de aquella forma tímida suya, y Mynn me preguntó si yo iba a estar en casa al año siguiente, ya que en caso de que el ejército no me reclamara, podía participar en el equipo informal que iba a reunir para la Semana Grande del críquet de Canterbury. Esto era adulación por todo lo alto, pero no estoy seguro de que el tributo más sincero que recibí no fueran las cejas fruncidas y la mirada fija de Fuller Pilch cuando se sentó en un banco con su jarra; mirándome de arriba abajo durante sus buenos dos minutos sin decir esta boca es mía.

Incluso el tembloroso duque vino para felicitarme y dijo que mi estilo le recordaba exactamente al suyo propio:

—¿No te lo había dicho, querida? —dijo a su lánguida buscona, que jugueteaba con su sombrilla, ahogando un bostezo mientras me mostraba su bonito perfil y me sopesaba con el rabillo del ojo—. ¿No te he dicho que los lanzamientos del señor Flashman eran justo como el que usé para acabar con Beauclerk en Maidstone en 1806? Lo dirigí para que saliera por la estaca, señor, lo cogí yendo hacia atrás, entiende, lancé un poco corto, quebrado y corto, a mitad de la estaca, tiré por encima de su
wicket...
¡ja, ja! ¿eh?

Tuve que sujetar al viejo loco para evitar que se cayera demostrando su acción, y su hurí, al ayudarme, no perdió la oportunidad de rozar su rollizo brazo contra el mío.

—No dudo de que tendremos el placer de verle en Canterbury el próximo verano, señor Flashman —murmuró ella, y el viejo payaso gritó: «Sí, sí, maravilloso», mientras ella le ayudaba a caminar; yo tomé nota para buscarla entonces, ya que probablemente le habría matado en el transcurso del invierno.

Cuando me sequé, después del baño, y me tomaba una copa de brandy, me di cuenta de que no había visto a Elspeth desde que acabó el partido, lo cual era extraño, porque ella raramente se perdía una oportunidad de pavonearse en el reflejo de mi gloria. Me vestí y salí a buscarla; no había señales de vida entre la multitud que iba disgregándose, ni en el exterior del pabellón, ni en las mesas de té de las damas, ni en nuestro carruaje. El cochero tampoco la había visto. Había bastante gente en el exterior del
pub
, pero ella difícilmente podía estar allí. Alguien me tiró de la manga, y al volverme encontré a un individuo alto, con cara de bebedor de cerveza y los ojos pequeños y oscuros, que estaba a mi lado.

—Señor Flaxman, mis respectos —dijo, y se golpeó el sombrero de copa baja con el bastón—. Me perdonará la libertá, espero... Tighe es mi nombre, Daedalus Tighe, to el mundo me conose, soy agente y contable de los cabayeros... —y me tendió una tarjeta entre unos dedos sudorosos—. Aprovesho la oportunidad, mi querido cabayero deportista, de presentarle mis respectos y mehores deseos y...,

—Gracias —le corté—, pero no tengo apuestas por ahora.

—¡Mi querido señó! —exclamó él, riendo—. ¡Ni remostamente! —e invitó a sus compinches, un puñado de petimetres zarrapastrosos, para que le sirvieran de testigos—. Mi atervimiento, señó, era pa invita’le a compartir mi buena suerte, viendo cómo ha contribuío tan beyamente a la misma... en primer lugar, compantiendo este poco de shanpán fransés... pa algunos, pipí de burra, pero tan bebío en los mejores establesimientos por los peses gordos... como usted, por ehemplo, señó. Vinsent, sírvele un vaso a este encantador...

—En otra ocasión —dije yo, volviéndole la espalda, pero aquel animal tuvo la desfachatez de cogerme del brazo.

—¡Espere un momento, señó! —gritó—. Espere, esto eran sólo los premilinares sosiales. Estoy deseoso de presenta’le a su noble persona...

—¡Váyase al infierno! —exclamé. Apestaba a brandy.

—... una suma de sincuenta mashacantes como una muestra de mi profunda gratitú y respecto. ¡Vinsent!

Y que el diablo me lleve si la comadreja que tenía al lado no estaba ofreciéndome una copa de champán con una mano y un puñado de billetes con la otra. Yo me detuve en seco, mirándole.

—¿Pero qué demonios...?

—Una pequeña muehtra de mi extimasión —dijo Tighe. Vaciló un poco, mirándome de soslayo, y a pesar de apestar a licor, del corte vulgar de su chaqueta, el reloj de cadena por encima de su chaleco de seda floreado y la flor chillona en el ojal, las marcas del deporte vulgar, en efecto, aquellos ojillos incrustados en las gordas mejillas eran tan duros como piedras—. Usté ganó esto pa mí, señó... y me he ahorrao musho, maldita sea. ¿Qué, no es verdá? —sus confederados, apiñados a su alrededor, gruñeron y levantaron los vasos—. Por el sudor... perdón, señó... por la transpirasión de sus sejas... y ese pedaso de braso derecho que derrotó a Félix, Pilch y Alfred Mynn en tres tiros, señó. Mire —y señaló con un dedo a Vincent, que dejó la copa para desatar una bolsa de cuero que llevaba a la cintura, repleta de billetes y monedas.

—Usté, señó, ha ganao to eso. Sí, lo ha hesho. Cuando ha ganao a Fuller Pilch... ah, ¿no ha sío eso un tiro güeno? Se lo he disho a Fat Bob Napper, que como sabrá es el rey de las apuestas. Napper, le he disho, ése es un tirador de primera, eso es. ¿Qué te apuestas a que gana a Mynn a la primera pelota? Venga, dise él. Tres seguíos... ¡eso nunca! Mil a uno, y puedes pagarme ahora mismo. Apuestas generosas, señor, si me premite —y el bribón guiñó un ojo y se dio un golpecito en la nariz—. Así que... ahí fue mi biyete, y aquí están los mil de Napper, en metálico, y sincuenta son pa usté, mi querido señó, con los agradesimientos de Daedalus Tighe, cabayero, agente y contable de los cabayeros, que le saluda aquí —y levantó su vaso y se tambaleó, inseguro—. ¡Con el perdón de su altesa, saludo al más jodío braso deresho en el noble juego del críquet de hoy! ¡Hip, hip, hurra!

No podía evitar que aquel bruto me divirtiera, así como el puñado de bribones, corredores borrachos y chivatos parranderos que iban con él, que habían ido demasiado lejos para poder apreciar su propia insolencia.

—Gracias por pensar en ello, señor Tighe —dije yo, porque no hace ningún daño ser educado con un corredor, y me sentía bien—, pueden beber a mi salud con esto —y empujé el dinero firmemente hacia él, que se tambaleó y cayó sentado pesadamente, lleno de burbujas de champán barato, mientras sus compañeros gritaban y manoteaban para ayudarle. No es que no me hubieran sido útiles los cincuenta pavos, pero uno no debe permitir que le vean asociado con tipos de esa calaña, y mucho menos aceptando su pasta. Me alejé, y me siguieron los gritos de: «¡Buena suerte, señor!» y «¡ahí va el cabrón de Flashman!». Todavía sonreía cuando decidí buscar a Elspeth, pero cuando volví al campo de tiro con arco para mirar por allí, la sonrisa se borró de mis labios... porque allí sólo había dos personas en la larga avenida entre los setos: la elevada figura de un hombre y Elspeth entre sus brazos.

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