—J. B. ha dicho que no más lejos de un disparo de pistola —dijo, y Paitingi se volvió hacia él.
—¡Si seguimos las órdenes de J. B., caeremos en la trampa con toda la flota completa! Y además, ¿dónde está él ahora? ¿Crees que sabe manejar un barco explorador mejor que yo?
—Pero teníamos que mantenernos igual hasta que diéramos con el
Sulu Queen...
—¡Que el demonio se lleve al
Sulu Queen
! Está escondido en una de esas ensenadas, aunque J. B. quiera creer otra cosa. No están delante de nosotros, te lo digo. ¡Están a un lado! ¡Siéntese, maldita sea! —me dijo—. ¡Stuart! Pasa la orden... Los remeros estarán listos para ciar a mi señal. ¡Mantén el ritmo! ¡Les ganaremos medio kilómetro de agua para maniobrar, si tenemos suerte! ¡Adelante... y esperad mis órdenes!
Yo no podía entender nada de todo aquello, pero eran noticias completamente espantosas. Por lo que él decía, ya habíamos caído en la trampa, y la selva estaba llena de diablos escondidos esperando para atacarnos, y él se dirigía hacia adelante para hacer saltar la emboscada antes de que el resto de nuestros barcos se metiera en ella del todo. Me senté, muerto de miedo, mirando hacia aquel silencioso muro de hojas, las corrientes que serpenteaban en torno al recodo que se aproximaba, la ancha espalda de Paitingi mientras él se agachaba en la proa. El río se había estrechado notablemente en el último kilómetro, hasta una anchura de apenas cien pasos más o menos; las orillas estaban tan cerca que imaginé que podía ver a través de los árboles más cercanos, a las oscuras sombras que había más allá. ¿Había alguna cosa que se movía allí, se oía alguna espantosa presencia? El barco explorador casi volaba bordeando el recodo, y detrás de nosotros el río estaba vacío durante medio kilómetro, estábamos solos, muy adelante.
—¡Ahora! —rugió Paitingi, cayendo de rodillas y agarrándose a la borda, y mientras los remeros ciaban, el barco explorador giró sobre sí mismo, y su proa se levantó claramente del agua de modo que tuvimos que agarrarnos como desesperados para evitar ser arrojados fuera. Durante un espantoso e inacabable instante colgó suspendido en un ángulo, con el agua a sus buenos dos metros por debajo de mi codo izquierdo, luego volvió a caer de golpe como si quisiera sumergirse hasta el fondo, onduló, el agua pasó por encima de sus costados y ya estábamos al revés y corriendo río abajo, y Paitingi nos chillaba que achicáramos por lo que más quisiéramos.
El agua nos cubría hasta la altura del tobillo mientras yo la achicaba con el sombrero, tirándola por la borda; los remeros jadeaban como máquinas oxidadas, la corriente nos ayudaba a deslizarnos a una marcha escalofriante, y entonces resonó un grito de Paitingi, levanté la vista y miré, y vi algo que me heló la sangre en mi asiento.
A un centenar de metros por delante de nosotros, río abajo, algo se movía desde la maraña de la orilla: una balsa, empujada con una pértiga lentamente en el fondo de la corriente, repleta de hombres. En el mismo momento sonó un ruido desgarrador desde la selva en la orilla opuesta; la selva parecía moverse lentamente hacia fuera, y entonces se separó un gran árbol, una masa de verde enmarañado, que cayó con estrépito y con un poderoso chapoteo hasta bloquear un tercio de la corriente por babor. Desde la selva del otro lado llegó el súbito estruendo de los gongs de guerra; detrás de la primera balsa, otra estaba colocándose ya. Surgían pequeñas canoas como dedos negros de las orillas de delante, cada una cargada de indígenas. Donde un momento antes el río estaba silencioso y vacío ahora vomitaba una horda de embarcaciones piratas, lanzando sus gritos de guerra, sus barcos llenos de aceros, crueles caras, interceptándonos, acercándose hacia nosotros como un enjambre. Había otros en las orillas, arqueros y lanzadores de cerbatanas; los dardos silbaron en dirección a nosotros.
—Allí, ¿lo veis? —rugió Paitingi—. ¿Dónde está vuestro inteligente J. B. ahora, Stuart? ¡El
Sulu Queen
, dice él! Sí, bueno, él ha elegido buenas aguas en las que moverse... ¡Muchas gracias! Estos hijos de Eblis querían atrapar una flota y han conseguido una de barcos exploradores. —y se puso de pie, desafiante, riendo a carcajadas—. ¡Dirígete hacia el hueco, timonel! ¡Adelante, adelante! ¡A la carga!
Hay momentos en la vida que se resisten a la descripción. En mis malos momentos parece haber ocurrido al menos una vez por semana, y tengo dificultades en distinguirlos. Los últimos minutos en Balaclava, el momento en que los galeses se abatieron en Little Hand Rock y los zulúes llegaron saltando sobre nuestra posición, la rotura de la puerta del fuerte Piper, la carrera desesperada por Reno’s Bluff con los bravos sioux corriendo entre la turbulenta y aniquilada multitud del Séptimo de Custer... En todos estos casos eché a correr, sabiendo que iba a morir y poco dispuesto ante la perspectiva. Pero en el barco explorador de Paitingi era imposible, así que, deprimido, estuve a punto de rendirme. Observé aquellas caras malignas, planas, mirándonos detrás de sus brillantes puntas de lanza y
kampilans
, y decidí que no estaban abiertos al diálogo; no había nada que hacer salvo sentarse y disparar sin descanso... y entonces noté un dolor ardiente en el lado izquierdo de las costillas y miré hacia abajo asombrado para ver un dardo de
sumpitan
en mi costado. Era amarillo, con un pequeño penacho negro de algodón en la punta, y lo agarré, gimoteando, hasta que Stuart me alcanzó y lo arrancó de golpe, con considerables molestias por mi parte. Chillé, me retorcí y caí por encima de la borda.
Imagino que fue aquello lo que me salvó, aunque maldito si sé cómo. Eché un vistazo al relato oficial de los hechos antes de escribir esto, y evidentemente el historiador tuvo una dificultad similar para creer que alguien de nuestra pequeña fiesta acuática sobreviviera, porque asegura convencido que todos los hombres de la tripulación de Paitingi fueron asesinados. Asegura que habían avanzado demasiado, que fueron interceptados por una súbita emboscada de balsas y praos, y cuando la flota de Brooke llegó al rescate, demasiado tarde, Paitingi y sus seguidores habían muerto todos... Se relata gráficamente cómo se unieron veinte barcos en una sangrienta mezcolanza, miles de piratas chillando en la orilla, la corriente teñida de color escarlata, cuerpos descabezados, despojos y embarcaciones volcadas y a la deriva por la corriente, pero ni una sola palabra acerca del pobre Flashy medio muerto, tiñendo el agua con su preciosa sangre y escupiendo: «¡Esperad, malditos bastardos, me estoy hundiendo!». Es bastante doloroso ser ignorado de esa manera, aunque me alegré bastante de aquello en su momento, cuando vi el cariz que estaban tomando las cosas.
Fue, me he dado cuenta más tarde, cuestión de pura casualidad que toda la flota de Brooke no fuera arrasada; en realidad, si no hubiera sido por la carrera desesperada de Paitingi hacia adelante, los piratas habrían cogido a toda la expedición junta, pero tal como fue, Brooke tuvo tiempo para poner en línea sus barcos y dirigirlos en orden. Fue una cosa horrible, sin embargo. Keppel confesó más adelante que cuando vio la horda que estaba esperándole, «por un momento no supe qué partido tomar». Allí había un tipo que iba por el agua corriente abajo con un agujero en el vientre y pidiendo socorro, que compartía exactamente sus sentimientos. Yo veía la acción desde el otro lado, por así decirlo, pero me parecía tan confusa e interesante como a Keppel. Estaba muy ocupado, por supuesto, sujetándome las tripas heridas con una mano y agarrado a una tabla con la otra, tratando de evitar ser arrastrado por barcos llenos de personas mal dispuestas con espadas, pero mientras salía a flote por décima vez, vi los últimos segundos del barco explorador de Paitingi que se estrellaba contra el enemigo, y cómo su cañón de proa explotaba y abría una sangrienta brecha a través de la tripulación de una balsa.
Luego los piratas pasaron por encima de ellos; vi a Stuart, erizado como un alfiletero con dardos de
sumpitan
, que caía en el agua, un Linga que se abría paso con su
kampilan
girando en un brillante círculo en torno a su cabeza; otro en el agua, apuñalando fieramente a los enemigos que tenía encima; el timonel, a gatas en la balsa, cortado literalmente en pedazos por una multitud aullante de piratas; Paitingi, un gigante rojo y resplandeciente, sin turbante, rugiendo: «
Allah-il-Allah
!» con un pirata levantado en sus grandes brazos... y luego sólo el casco del barco explorador, vuelto del revés, en el agua tumultuosa y sangrienta, los barcos piratas que se apartaban de allí y daban la vuelta para encontrarse con el enemigo que se ocultaba corriente abajo.
No tuve tiempo para ver nada más. El agua rugía en mis oídos, podía sentir que mis fuerzas desaparecían a través de la herida torturante de mi costado, mis dedos se soltaban de su presa en el pecio, el cielo y las copas de los árboles giraban lentamente por encima de mi cabeza y a través de la superficie del agua algo (¿un barco? ¿Una balsa?) se acercaba a mí entre un clamor de voces. El aire y el agua estaban llenos de los sonidos de gongs de guerra, y entonces me vi sacudido por un violento golpe en la cabeza, algo rozó dolorosamente contra mi cuerpo, empujándome hacia abajo, me atraganté con el agua, mis oídos me zumbaban, los pulmones me reventaban... Y entonces, como el viejo Wild Bill habría dicho: «Sí, chicos... ¡me ahogué!».
[46]
Por un momento creí que estaba de vuelta en Jallabalad, en aquel delicioso despertar después de la batalla. Mi cuerpo descansaba en un suave lecho, las sábanas y una fresca brisa rozándome la barbilla; abrí los ojos y vi que venía de un ojo de buey que estaba frente a mí. Pero aquello no podía ser; no hay ojos de buey en el país de Khyber... luché con mi memoria, y una figura bloqueó la luz, una alta figura con un
sarong
verde y una camisa sin mangas, con un
cris
en su cinto, manoseando su pendiente mientras me miraba, su robusta cara bronceada dura como una piedra.
—Podía haber muerto —dijo Don Solomon Haslam.
Fue éste el despertar que necesita un inválido, por supuesto, pero aquello devolvió a mi mente la pesadilla del ahogamiento, las humeantes aguas del Skrang, el barco explorador volcado, el dardo en mi costado —yo era consciente de un sordo dolor en mis costillas, y de estar vendado—. Pero ¿dónde demonios estaba? En el
Sulu Queen
, seguro, pero incluso en aquel momento tan confuso me di cuenta de que su movimiento era lento, un balanceo fijo, no había ruidos de selva y entraba por la ventanilla un aire salobre. Traté de hablar, y mi voz era un graznido reseco.
—¿Qué... qué estoy haciendo aquí?
—Sobrevivir —dijo él—. Por el momento. —Y entonces, para mi asombro, acercó su cara a la mía y gruñó—: Pero usted no podía morirse decentemente, ¿verdad? ¡Ah, no, usted no! Cientos de hombres perecieron en ese río... ¡pero usted sobrevivió! Todos los hombres de Paitingi. Buenos hombres. Ungas que lucharon hasta el final..., el propio Paitingi, que valía por mil. ¡Todos perdidos! ¡Pero usted no, usted chapoteaba en el agua donde le encontraron mis hombres! Debieron dejarle que se ahogara. Debería haber... ¡bah! —Se dio la vuelta, con rabia.
Bueno, no esperaba que se sintiera encantado de verme, pero incluso en mi estado de confusión tanta pasión me pareció fuera de lugar. ¿Estaba delirando yo? Pero no, no me encontraba mal, y cuando traté de incorporarme en los cojines vi que podía hacerlo sin demasiado malestar; uno no puede hablar con vehemencia cuando está echado, ¿comprenden? Cien preguntas y miedos se mezclaban en mi mente, pero la primera fue:
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Dos semanas. —Me miró con desprecio—. Y si se pregunta dónde, el
Sulu Queen
está aproximadamente a diez grados al sur y setenta al este, dirigiéndose al oeste-sudoeste —luego añadió amargamente—: ¿Qué demonios iba a hacer yo, una vez que esos locos le sacaron del agua? ¿Dejarle morir de gangrena, que es eso lo que se merece? ¡Esa es la única cosa que no puedo hacer!
Sintiéndome medio atontado por el prolongado espacio de tiempo que estuve inconsciente, no podía entender gran cosa de lo que me decía. La última vez que le vi éramos buenos amigos, pero desde entonces él había tratado de asesinarme, había secuestrado a mi mujer y resultó ser el pirata por antonomasia de Oriente, lo cual arrojaba una luz muy diferente sobre las cosas. Traté de aclarar mis confusos pensamientos, pero no pude. De todos modos, obviamente él estaba de un humor de mil diablos porque se sentía obligado, Dios sabe por qué, a no dejarme perecer por el veneno de la cerbatana. Era difícil saber qué decir, así que me callé.
—Puede imaginar por qué está usted vivo —dijo—. Es por ella... Porque usted era su marido.
Con la velocidad del rayo cruzó por mi mente un pensamiento: él quería decirme que ella había muerto; luego mi mente llegó a la conclusión de que él me la había quitado, y había hecho cosas feas con ella, y ante el pensamiento de mi pequeña Elspeth violada por aquel vil pirata negro, aquel malhechor oriental, mi confusión y discreción desaparecieron y se transformaron en pura rabia.
—¡Bastardo, mentiroso! ¡Yo
soy
su marido! ¡Ella es mi mujer! Usted la ha raptado, asqueroso pirata, y...
—¿Raptada? ¡Querrá decir salvada! —Sus ojos echaban chispas—. La rescaté de un hombre. No, de un bruto que no merecía siquiera besar sus pies. ¡Oh, no, no es secuestrar quitarle una perla a un cerdo, que la mancilla con cada contacto, que la trata como una simple concubina, que la traiciona...
—¡Eso es mentira! Yo...
—¿Acaso no le vi yo con mis propios ojos copulando con aquella zorra en mi propia librería?
—Salón...
—... Con la zorra de Lade, sí. ¿No es acaso su nombre una contraseña en Londres para la disipación y el vicio, para todo tipo de libertinaje y depravación?
—¡No de todo tipo! Yo nunca...
—Un libertino, un mentiroso, un bravucón y un chulo. De eso rescaté a esa dulce y valiente mujer. La saqué del infierno de vida que llevaba con usted...
—¡Está loco! —grazné yo—. ¡Ella nunca dijo que fuera un infierno! Ella me ama, maldito sea, y yo la amo a ella...
Su mano me cruzó la cara, echándome atrás en la almohada, y yo tuve el suficiente sentido común para quedarme allí quieto, porque él ofrecía una visión terrible, temblando de furia, con la boca torcida.
—¿Qué sabe usted del amor? —gritó—. ¡Como vuelva a pronunciar esa palabra haré que le cosan los labios con un escorpión dentro de la boca!